domingo, 11 de abril de 2010

Baudelaire


Ya que apenas si ha pasado un par de días desde su cumpleaños, creo que la ocasión es meritoria para invocar (pero bueno, ¿cuál no lo es?) al siempre escurridizo y sin embargo preciso Charles Baudelaire, ese pedazo de genio de poeta que escandalizó al siglo XIX y que ha pasado a convertirse, hoy, en una suerte de templo literario, al punto que toda la literatura del siglo XX hasta nuestros días tiene una deuda enorme con él. Con sus palabras, ciertamente, pero también con su reputación, con su fama, con su eterna manía por llamar la atención, con tal de hacer notar que él, poeta, es un ser enfermo, maldito, un "raro", usando la palabra de Darío.
Porque hay que decir las cosas como son: Byron y Shelley fueron, antes que él, malditos; también lo fue el Marqués de Sade. O Nerval, ya que hablamos de franceses. Pero hay algo distinto en Baudelaire: todos los malditos se regocijaron en esas cosas de las que el común de las gentes trataba de escapar: el fracaso, la derrota, el vicio, la crueldad, la marginación... pero Baudelaire lo hizo con una entrega muy especial, que pasa del regocijo. Creo que la mejor forma de hacerme entender es citando al poeta. Cuidado, lectores míos: sopesen con mucho cuidado el peso de los versos que siguen, y saboréenlos bien antes de tragar. Estos versos pertenecen al poema que lleva por título El muerto alegre, a ver si entienden a lo que me refiero:

En una tierra fértil, llena de caracoles,
quiero cavar yo mismo una fosa profunda,
donde a mi gusto pueda meter mis viejos huesos
y dormir en el olvido cual tiburón sobre las olas.

Hasta este punto, ¿se va entendiendo lo que digo? Recuerdo que hace un tiempo, releyendo el poema, lo que más me llamó la atención fue eso de la tierra "llena de caracoles". Un detalle tan sencillo, casi se diría que tan inocente... bueno, pues que ahí está metido todo ese genio que fue Baudelaire, toda esa dicha ante la muerte. Un verdadero "Muerto alegre". La siguiente estrofa no es menos fascinante:

Odio los testamentos y odio las sepulturas;
antes de suplicar una lágrima al mundo,
preferiría, vivo, invitar a los cuervos
a ensangrentar sus picos en mi inmunda carcasa.


A Baudelaire se le ha dicho de todo: que es un genio, una mierda, un "posero", el padre de la modernidad, el padre de la poesía maldita, un romántico, un simbolista, un decadente, un peligro público, etc. Pero lo que de verdad importa es, creo yo, eso que nosotros nos hemos quedado de todo lo que fue Charles Baudelaire, ese trozo que le hemos arrancado. Poeta de sí mismo, del infierno y poeta de poetas. Y, de paso, un hombre que no se avergüenza de ser "hijo de la derrocha y el alcohol, sobrino del dolor, primo hermano de la necesidad", como el Jaro de la canción de Joaquín Sabina, ni se hace el menor problema con escupir de lleno en el rostro de la sociedad, de lo bien visto, de lo "políticamente correcto" y de lo ético. ¿Por qué no? Un poeta, hubiera dicho él, tiene cosas más banales e importantes en qué pensar.
Si a mí me pidieran hacer un día una antología personal con los poetas que más han marcado mi vida y a los que más leo (y eso que no son pocos), creo que a Baudelaire le daría las primeras páginas. Cierto que otros como Gautier o Nerval han escrito mejores versos, pero nignuno de ellos logra una lectura total tan cerrada y perturbante como Baudelaire. Yo jamás dejo de volver una y otra vez a sus páginas; y esa, se los aseguro, es una de las mejores costumbres que mantengo a lo largo de mis años. ¿Qué les puedo decir? Baudelaire es un escritor con el que de verdad disfrutaría meterme una buena borrachera y conversar toda la noche (en Pisseli, of course; o en La Noche, ya que andamos en estas).

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