martes, 9 de marzo de 2010

"Otto e mezzo"


Desde que Rob Marshall llevó al cine su malabarística Nine (que iré a ver, por fin, esta noche, así que ya pueden esperar el comentario prometido hace tantos meses) el mundo ha vuelto la vista, una vez más, sobre el viejo Otto e mezzo de Fellini, esa obra maestra que, quién lo duda, bien podría merecer el título de LA obra maestra de la cinematografía, en tanto que no sólo es una gran película, sino también una película sobre una película, la misma que los actores ya están representando, a nivel ficcional y metaficcional, de paso que a nivel real, porque Otto e mezzo es la película sobre Otto e mezzo, y Fellini se queda tan sonriente viendo la cara de perplejidad de todo el mundo.
Pero no es fácil hablar de Ocho y medio. (Todavía hay muchos especialistas en cine que no se atreven a decir una palabra sobre ella). Recuerdo que mi primera reacción al terminar de verla por primera vez fue pensar "Qué obra maestra" a la vez que un enorme signo de interrogación se elevaba sobre mi cabeza, como en una historieta. Luego, la he vuelto a ver muchísimas veces, y cada una de ellas me da una patada más, una iluminación más. Al final, supongo que las únicas reacciones posibles son la admiración, el agradecimiento y, reconozcámoslo, la envidia (en el mejor sentido de la palabra). O, sino, el escándalo, la frustración, la confusión y la extrañeza. He oído más de una vez el relato de cómo los que iban a verla en el cine, aquí en Lima, desgarraban los asientos con navajas y rompían las butacas en son de protesta: pensaban que les estaban cortando la película, o que de alguna forma estaban siendo estafados. Qué puedo decir, Fellini siempre supo ganarse reacciones de todas las latitudes.
Y es que, si vamos a hablar de genio y complejidad, creo que Ocho y medio se lleva el primer premio. Le siguen de cerca algunas otras películas de Fellini, más otras de Bergman y Pasolini, pero es que Ocho y medio es, en este sentido, insuperable. La desarticulación de pasado, presente, futuro, imaginación, deseo, voluntad, memoria y obsesión para crear una categoría de realidad absoluta (y, en realidad, aparentemente) caótica es algo que no cualquiera puede hacer, y ese es sólo el primer juego ontológico: el segundo, el de los planos de realidad, ficción y metaficción que ya hemos comentado, no tiene nada que envidiar el primero, y se combina con él para dar a la película el toque perfecto.
Ahora bien, ¿para qué tanto juego? Nadie cuestiona que Ocho y medio es la obra más autobiográfica de Fellini (Cf. Hollis Alpert, Fellini, una vida), y toda esa gran broma es, definitivamente, la mejor forma que podía utilizar Fellini para llevar a cabo la expresión de sí mismo, su autoconversión en caricatura para rescatar, de alguna forma, al humano que era y ponérnoslo de frente, en una pantalla, con toda la amargura, el humor y la autocrítica necesarios.
Pasarán los años y los siglos, y la gente seguirá cuestionándose acerca de todas las posibilidades interpretativas que contiene Ocho y medio. Y, de paso, seguirán agradeciendo a Fellini el que un filme como este haya sido realizado. Ahora que todos van tan felices a ver Nine, yo les pregunto: ¿por qué no tomarse un tiempo para ver esta obra maestra? Vale la pena el esfuerzo.

En la foto: el siempre extraordinario Marcello Mastroianni representando al felliniano Guido, en Otto e mezzo.

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