Ya que hemos invocado a Camilo José Cela, hagámoslo como debe hacerse. Esta es una entrevista que se le realizó en 1999, en la que habla, entre otras cosas, de la labor de escribir (el tema del que veníamos charlando) y, luego, de esa obra maestra que nunca dejaré de agradecerle, La colmena, y sobre los tiempos que trató de retratar en esa obra, el espíritu de aquellos tiempos que sobrevivie en esas líneas (como, también, en los poemas de Dámaso Alonso) de la posguerra española., con toda su desesperación, con todo su miedo y con todo su silencio. No diré demasiado: prefiero pasar a las palabras de alguien que, definitivamente, tiene mucho más que decir. Todo lo que haré antes de retirarme será dejar un brindis por Cela. Salud.
-¿Cómo recuerda usted el Madrid y la España de 1943, donde se sitúa La colmena?
- Hombre, era una España amarga, un Madrid dramático. Yo, con frecuencia, dedico ejemplares de esa novela diciendo «esta crónica amarga de un tiempo amargo», lo cual era verdad. Era terrible aquello, era terrible. El miedo... El miedo era incluso desproporcionado. Había muchas razones, sin duda alguna, para el miedo, el miedo político sobre todo. Pero quizá en ocasiones era hasta desproporcionado, lo cual lucha a favor de aquel que mete miedo.
- Ese retrato rompió moldes literarios y tuvo gran repercusión.
- Hombre, yo hice lo que pude, claro. Sí, en algún momento por mí, por mis páginas, hablaba un poco la conciencia colectiva.
- La colmena fue censurada dos veces.
- Bueno, eran estúpidas aquellas censuras. Después se autorizó incluso durante el régimen de Franco; Fraga, siendo ministro del Interior, y sin que yo se lo pidiese, cogió el teléfono y me dijo: «¿La colmena sigue prohibida?». «Sí», le dije. «Bueno, pues empezar a hacer otra edición, esto es una vergüenza». O sea, que salió de él.
- Ahora suena a risa, parece increíble.
- La censura no es que dé risa o deje de darla, es que era una evidencia, era una autoridad ejercida por gente, en general, de escasos talentos.
- ¿Qué pudo molestar?
- No lo sé, yo creo que nada. Ganas de marear que tenían, ganas de reivindicar el carguito, su pequeño mando de censores.
- Tardó en escribir la novela cinco años, de 1945 a 1950...
- Hice varias versiones, claro. Y la última me indignó tanto que tiré la novela al fuego, pues estaba encendida la chimenea de mi casa, en la calle de Ríos Rosas [de Madrid]. Menos mal que alguien se echó a rescatarla del fuego. Y no ardió, claro. Menos mal.
- La estructura, ha reconocido, le costó mucho trabajo.
- Claro, porque la técnica es algo que se va creando al mismo tiempo que la obra literaria. Es una especie de andamiaje que tiene que desaparecer después, como el andamiaje de una catedral. Esa es una labor muy enojosa.
- La colmena tiene sorna, ironía, piedad...
- Como la vida misma, sin duda de ninguna clase.
- Cuando la escribía, trabajaba...
- A todas horas, como ahora he hecho con Madera de boj.
- ¿Cómo se reparte el día?
- Trabajo y cuando me canso, paro. Y cuando descanso, vuelvo a trabajar, hasta que ya estoy tan cansado que confundo las palabras.
- Sábados, domingos...
- Me da igual, yo no tengo calendario laboral.
- Algunos escritores sostienen que una novela surge a medida que se escribe, ¿usted lo sostiene o hace un esquema...?
- Yo no sé nunca dónde va a ir el personaje. Nunca, nunca jamás. Es más, si yo quiero que vaya hacia un lado, va o no va. Y si un personaje está bien creado, con harta frecuencia hace de su capa un sayo.
- Cómo ve hoy La colmena, ¿quizá lejana?
- No, no, no muy lejana. La veo viva y coleando todavía, ya lo creo. La releo a veces, abriendo por cualquier lado, y veo que todavía... Ya es una especie de historia. Esto es, quien quiera estudiar la Historia de España de aquellos tiempos, no bastaría con que se fuese a las hemerotecas o a los libros de Historia, tendría que leer La colmena también. Hay una cosa que es el espíritu de aquel tiempo que está en las obras literarias, en La colmena y en las obras que la acompañaron en aquel trance.
- ¿Y cómo se las apañaba para crear tantas decenas de personajes?
- ¡Si están ahí! No hay más que echarse a la calle y dar una palmada y salen todos. Se mete usted en un café, o se metía entonces en los cafés, que estaban abarrotados de gente, y en cada mesa había una novela. Después sólo había que bautizar a esos personajes y atribuirles una profesión, un oficio, unos amores, los que fueren, una vecina...
- O sea, que hay que saber ver.
- Sin duda ninguna, es que el oficio de novelista no es otro. La novela existe, ahí está en vigor; ahora, descúbrala usted, claro; desentráñela usted y apúntela en un papel.
- «Madera de boj» era una asignatura pendiente, una espina clavada que se atragantó por la concesión del Nobel.
- No, no, fue simplemente una novela atascada, que se atascó con el Nobel. Lo curioso es que durante ese tiempo yo hice dos novelas y un par de libros de artículos. O sea, que yo tampoco hice el vago, porque El asesinato del perdedor y La cruz de san Andrés se escribieron y se publicaron durante ese tiempo.
- Lo que sí ha hecho ha sido rehacerla de nuevo...
- Más que rehacerla, hacerla de nuevo, lo que tenía no me sirvió.
- Y cuando no ve claro un libro, ¿lo consulta con alguien?
- No, no, no. Lo dejo que madure, lo releo, y hay páginas que se guardan y otras que no.
- Hombre, lo difícil es saber si una página aguanta o no.
- Bueno, eso es uno de los riesgos que cura el tiempo de que hablaba Herodoto, que es dejar descansar un original durante equis tiempo a ver si resiste una última lectura o no. Eso, querido amigo, depende de cada página o de cada circunstancia.
- ¿Usted se ha dicho en algún momento «ya no se me ocurren más cosas»?
- Por ahora no se me ha planteado. Cuando me pongo a escribir siempre tengo algo que decir.
- ¿Cómo le ha cambiado el Nobel, si es que le ha cambiado?
- Lo que hace al principio es desorientar... mucho, no poco, sino mucho. Pero después se vuelve uno a reorientar, vuelve uno a sus hábitos normales, de siempre. Pero eso es cuestión de que pase el tiempo.
- Usted ha dicho en varias ocasiones que el que resiste gana, que puede valer tanto...
- Para todo. No hay que tener prisa, nunca. Con la prisa puede uno escornarse la boca contra la pared y eso es terrible. Hay que ir a su ritmo. Y el que resiste gana, sin género de dudas. Lo que pasa es que ahora resistir cuesta mucho trabajo y dan ganas de tirar la toalla y abandonar todo. Es lo que hay que evitar.
- ¿Nunca ha tirado la toalla?
- No, nunca. Sigo en activo desde hace... Usted verá, La familia de Pascual Duarte fue del año 42, luego tiene ya 57 años y ya ha llovido desde entonces.
- ¿La literatura es cuestión de codos, de disciplina?
- Entre otras cosas, sí. Hay que tener un mínimo talento y un instinto de la lengua, se supone.
- Usted parece que siempre ha saltado al vacío.
- Bueno, es un poco mi deber. Sería demasiado cómodo el tirar por los caminos trillados. Eso sería un fraude, incluso un engaño que se haría al lector. Y después un engaño del escritor a sí mismo. No hay nada más dramático que el escritor que se convierte en su propia caricatura. Hay que intentar caminos nuevos.
- Se le ve a gusto, en forma...
- Hombre sí, no me puedo quejar. Yo creo que es un poco la satisfacción de ir cumpliendo con el deber que uno se haya marcado, claro. Ver que poco a poco va consiguiendo uno aquellas metas que se propone. La más importante, la de poder seguir trabajando. Este oficio tiene la ventaja de que no hay jubilación posible, más que la artereosclerosis. De mí, el día de mañana, se podrá decir que yo era un escritor bueno, malo o regular; ahora, lo que no me podrá decir nadie es que fui un holgazán, porque yo he escrito más que un tostao.
(Fuente: El Mundo)