lunes, 31 de agosto de 2009

El día de la nada

Está bien. Oficialmente todo en cuanto posea nombre o una idea dentro de la mente de las personas oficialmente tiene un día en su honor.
Pasemos a la lista obvia:
- Día de la madre
- Día del padre
- Día del niño
y así con los abuelos, los tíos, los primos terceros, la tataratía del primo cuyo abuelo era amigo de mi madre a través del profesor de la universidad, etc...

De ahí están los días por las profesiones y cursos:
- Día de las matemáticas
- Día de la lectura

A los cuales le siguen los días de la salud, el deporte, todo el rollo "feel good" de los políticamente correctos (PC):
- Día del no fumador
- Día del árbol
- Día del deporte mundial
- Día de la carrera de los minusválidos, perdón discapacitados.

Y están los días a los dioses o planetas:
- Monday (Moon day) / Lunes (Día de la luna)
- Tuesday (Dios sabrá que es un Tues) / Martes (Día de marte)
- Wednesday (Matrimonios) / Miércoles (Día de mercurio)
Y todo el rollo semanal

¡Pero esto debe bastar! Propongo un día paradójico, y no, no es el día del hombre (o la humanidad para las feministas), porque si todos sabemos que el hombre (perdón nuevamente, los humanos (especial perdón a los seres de otros planetas, no es mi intención dejarlos fuera)) somos seres paradójicos. Es el primer día oficial de la NADA...si en este día, se supone que no hacemos nada, paradójico porque sería hacer algo. Ja JA....entonces oficialmente propongo que elijamos un día en el cual podamos proclamar y celebrar el primer día internacional de la nada.
Y cuando llegué, espero que pasen un feliz día de la nada.

Bukowski y la editorial Virgin

Suena a algo muy irónico, pero si, es cierto. Mientras me encontraba ordenando mis recientes adquisiciones dentro de mi habitación, usando el viejo método de Santiago de unir autores a conciencia de con quien podrían tener una mejor "conversación" o "intercambio de ideas", opté por juntar a Vassili Grossman con Hemingway y Bukowski.
Mientras hacia la movida. Note un dato curioso. Según lo que me ha hablado Santiago, y de la película de Bukowski que me hizó ver, el autor era un alcohólico empedernido y tenía una gran afición por las mujeres que compartían su mismo hobby...beber. Efectivamente, Bukowski terminó escribiendo un libro titulado "Women", el cual junte ahora con los autores mencionados.
Pero lo que me llamó la atención fue el nombre de la editorial. "VIRGIN". Sin duda tenía que publicar esto. ¡Qué irónico que Bukowski, alcohólico mujeriego que trata de pervertir a las mujeres con sus hábitos, escriba un libro titulado "Women" y la públique en Virgin!
Que curioso es en verdad el mundo de los títulos, los hábitos y las editoriales.

En memoria de Ribeyro


Ahora mismo, soy incapaz de recordar en cuántas ocasiones se levantó la disputa, muy probablemente bizantina, acerca de cuál es el mejor escritor o narrador (el título variaba de acuerdo a la ocasión del debate) del Perú. De cualquier manera, mi respuesta siempre fue la misma: el diáfano, genial y muy querible Julio Ramón Ribeyro, el hombre que, el día de hoy, cumpliría ochenta años.
De Ribeyro se han dicho muchas cosas; hoy yo quiero recordar una de ellas: el título que Fernando Ampuero le puso a una de las entrevistas que le hizo: El enigma de la transparencia. Y no elijo este título gratuitamente, sino que pienso que una de las virtudes de Ribeyro fue, precisamente, la transparencia, tanto en su siempre precisa prosa como en sus entrevistas. Lúcido, honesto, humilde sin por ello pecar de excesos... un escritor que nunca tuvo miedo de afirmar quién era, ni qué es lo que pensaba, ni se tapaba la cara, ni cerraba la boca si le parecía que había algo que decir. Y, sin embargo, nunca dejó de ser, a la vez, el hombre sorprendido por su propia fama, el infatigable lector ni el eterno curioso. Tampoco le faltó el pudor, y él mismo confesó que la suma de cuentos titulada La palabra del mudo evolucionó con el correr de los años: del hombre de clase baja o media que no tenía cómo hacer oír su voz hacia sí mismo a la confesión del tímido autor que, de pronto, empezaba a desvestirse.
Creo que Julio Ramón Ribeyro es uno de esos hombres a los que hay que admirar, a la vez, como autor y como persona; y su obra, rica en indagación de géneros (que incluyen el cuento fantástico y aún el de índole filosófica) y, don que no tiene precio, en humor, se ha convertido, para los demás autores peruanos, en una fuente constante de inspiración y en un referente de autocrítica. Hoy, sus restos descansan, con la dulce compañía de una botella de vino y un par de paquetes de Marlboro, en los Jardines de la Paz; su recuerdo, en cada uno de sus agradecidos lectores.

p.d. No quiero poner el punto final sin decir una última cosa. Hace unos años, mi madre me contó que Ribeyro, que fue amigo de una de mis tías, me cargó alguna vez en brazos, siendo yo todavía un bebé. Ella se lamentaba de que no hubiera ninguna foto de tan insospechado par; a mí, sin embargo, me basta con esa certeza que mi memoria no puede encontrar, y que sin embargo agradezco.

Preparándonos para el Día de San Baco


Sí, señores: es hora de volver a la carga con la moción, y anunciar, finalmente, que todo está dispuesto para celebrar, de una vez por todas, el Día de San Baco. Hace algún tiempo, hice notar que los ritos, pese a haber cambiado, no han muerto, y siguen palpitando en el corazón de la gente cada noche de copas, le guste a quien le guste; y, sin embargo, quiero llevar las cosas un paso más hacia adelante, y me he propuesto celebrar, el año que viene, el primer Día de San Baco: una ocasión para rendir homenaje, a la vez, a los versos y a la borrachera (una causa más que justa, como podrán notar), de dejar que se sacuda un poco al pagano que todos llevamos dentro y, sobre todo, de pasar un buen rato con los amigos.
La gran pregunta, ahora, es cuándo: siguiendo la buena usanza de los romanos, y después de haber investigado un poco la cuestión, he dado con la fecha perfecta. En los tiempos de la Roma Imperial, los bacanales eran reuniones secretas en las que, originalmente, sólo participaban las mujeres, practicadas en un principio en la arboleda de Simila, en las cercanías del monte Aventino, los días 16 y 17 de marzo; con el paso de los años, estas fiestas fueron cambiando, y pronto no sólo eran mixtas, sino que además se celebraban cinco veces al mes. Una serie de motivos (más políticos que morales) llevaron al senado a prohibir los bacanales en los tiempos de la República, pero ello no bastó, claro está, para darles fin; ésto, sobre todo, porque las mujeres supieron aprovechar los vacíos del sistema penal de la época: al no ser consideradas como ciudadanas, quien pagaba sus faltas eran los maridos, padres o hermanos (en términos legales, sus "apoderados"), lo que les daba a ellas el campo de libertad que necesitaban para entregarse sin temor a los placeres de sus rituales.
Ahora bien, y para contestar la pregunta de una vez por todas: propongo que, en honor a los primeros bacanales, el Día de San Baco se celebre entre la noche del 16 de marzo y la madrugada del 17. De alcoholes, cualquiera está bien (todos son hijos de Baco, al fin y al cabo), pero no puede faltar el vino. Con el paso de los años, espero poder imponer la moda de las togas, las sandalias y las coronas de laurel, pero vayamos de a pocos. En cuanto a las orgías... bueno, al que pueda, le aplaudo (y, si quiere, le paso mi dirección de correo electrónico). Supongo que, de momento, eso es todo. Restaría investigar un poco más para determinar qué platos habría que servir, pero eso lo dejo para más adelante.
Dejo, pues, esta puerta abierta al que le interese; yo, por mi lado, haré todo lo posible porque el primer Día de San Baco se convierta en una realidad digna de recordarse (o de olvidarse, dependiendo de la calidad de la borrachera). Y, entretanto, que sea hasta el 16 de marzo, a todos mis hermanos en el paganismo. Que nunca falte el vino en sus copas.

Imágen: La juventud de Baco, de William Adolphe Bouguereau

Sobre el 6

Como le prometí a mi querido amigo Santiago, he aquí la primera contribución a su blog, y espero que no sea la última. Con ustedes el pensamiento reflexivo, pero un poco ilógico, acerca del 6.

Un curioso pensamiento entro a mi cabeza el día de hoy. ¿Y si el 6 fuese en verdad la causa por el cual la brujería y el sexo fuesen vistos con malos ojos durante la edad media? No soy lingüista, ni historiador de lenguas, así que no sabría si mi pensamiento es correcto o errado, sin embargo, me puse a pensar en esto a raíz de un comentario de mi profesor de griego.
Dentro de la lengua conocida como griego antiguo, el número 6 era transcrito como "hex" (no puedo usar el alfabeto griego visto que mi conocimiento tecnológico de como agregarlos al blog son incompletos). Mi profesor griego el lunes explicó que, dependiendo de la zona y el dialecto, los griegos podrían haber alternado entre el uso del espíritu aspirado (el cual da el sonido de la "h" inglesa) y la sigma (s), lo cual habría causado que "hex" pudiese también ser pronunciado como "sex". De igual manera, una vez que el griego es traducido al latín, varias palabras alternan entre el uso de la "h" y la "s", pronunciando, por ejemplo, hepta o septa para 7, hexa o sexa para 6.
Asimismo, la biblia, que fue escrita orignialmente en griego antiguo (o al menos ciertos fragmentos), presenta dentro del Apocalipsis XIII, verso 18, el número de la bestia como el seiscientos sesenta y seis (666). Esto podria leerse de modo simple como "hex hex hex "o "sex sex sex" causando que la iglesia tome nota de estos términos como términos satánicos o más bién términos en contra de la iglesia.
De esta manera, podría entonces crearse un vínculo de los "hexes" o hechizos lanzados por practicantes de la brujería o magia negra al número de la bestia o del sexo (o sex en inglés) también siendo relacionados al número de la bestia.
Como dije, esto es una mera especulación la cual no dejo de llamarme la atención y estoy seguro que muchos encontrarían interesante.

domingo, 30 de agosto de 2009

Los silencios de Antonioni


Una imágen de Sartre: un individuo se encuentra ante los otros y se les acerca, pero su pobre "yo", encerrado detrás de un corpus de sensaciones hiperpersonales, sabe que nunca terminará de encontrarse con ellos; al final, ni siquiera es capaz de afirmar su propio yo, porque ¿qué es, al final, afirmar que uno es un individuo, o un "yo", sino construir una ilusión, apostar por una fantasmagoría, cerrar los ojos para no admitir la profunda soledad y el absurdo del que está construido? Cuando uno piensa demasiado las cosas, éstas no hacen sino revelar su carácter irracional y ambiguo, que nosotros traducimos como terrible; y, si no las pensamos, todas ellas terminan por traducirse en decepción, melancolía, tristeza... en fin, en un íntimo sabor a farsa.
El sueño de la comunicación, pues: montones de individuos lanzados a una lucha sin cuartel para alcanzar una tranquilidad personal que, en su búsqueda de armonía y unidad, no pueden hacer sino aplastar la voluntad del otro, porque no la comparten, ni la entienden siquiera. Como dijo Hobbes, citando a Plauto: "Homo homini lupus est".
Después (y aparte) de Sartre tenemos a algunos otros genios de la expresión que supieron plasmar esta terrible certeza de soledad última: Pasolini, en algunas escenas oníricas de Mamma Roma y luego, más crudamente, en la hipercrítica que desarrolla en Salò, construye una reflexión desgarradora y de tonos muy sórdidos de la condición humana. El hombre, al final, se debate entre la libertad y la represión para tejer su propia tragedia. Otro de los altos ejemplos cinematográficos sería Buñuel (Belle de jour; El discreto encanto de la burguesía; Tristana), o su "discípulo" Marco Ferreri.
Pero cuando si hablamos de las imposibilidades de la comunicación "total" y de cine, creo que es imposible no sacar a relucir el nombre de Michelangelo Antonioni: sus filmes en torno a esta cuestión tienen un sabor distinto, menos simbólico, y sin embargo hay un manejo muy lúcido y muy sobrio de los elementos visuales y sonoros para estrcturar el caos. Filmes como L'eclisse o La notte, verdaderas obras maestras, brillan por sus silencios: el diálogo casi siempre aparece como imposible y, si no, es falaz, o banal, o patético; en ellas, como en las obras de Tennessee Williams (del que siempre he pensado que Antonioni es un deudor), importa más lo que no se dice que lo que se dice, el mutismo está, siempre, lleno de sentido, mientras el discurso es esquivo, ineficaz, innecesario. Y, luego, la búsqueda de una verdad profunda, pero al final inalcanzable: el desesperado frenesí que lanza a los hombres a buscar una tierra firme y sólida donde construir un Sentido, que al final resulta imposible porque no lo podemos terminar de creer, porque no estamos solos, porque vivimos bajo la atenta mirada de los otros, esa otra suerte de verdugos.
Sin ser netamenta un existencialista (cosa que sí podría llegar a decirse de Pasolini), Antonioni supo enmarcar muy bien estos caracteres de la comunicación humana: todos esos absurdos, todas esas imposibilidades, un mar de sueños rotos. L'ecisse y La notte son dos filmes que siempre tendrán algo que decirnos sobre nosotros mismos y de los que nos rodean, o de cómo nos acercamos a ellos, y terminamos por desencontrarnos. Pero eso sí: de una estética tan cuidada y un ritmo tan mesurado, que es imposible no deleitarse ante ellas.

Incluyo una breve escena de L'eclisse. Espero la disfruten y, a la larga, les anime a ver la película.



viernes, 28 de agosto de 2009

A la sombra de Goethe


Un gigante, "menos un literato que una literatura" (dijo Borges), una máquina portentosa y monstruosa preocupada, sin embargo, fundamentalmente por el orden, la lucidez y la belleza. Con todos los requisitos y derechos, un genio: hoy, todas las ramas en las que se divide la Historia parecen deber algo a Goethe; más importante aún, todos los escritores lo hacen, así no lo sepan (tan grande es su sombra), y un incierto número de lectores sabe que sus páginas, pese a los tonos oscuros o pomposos en los que puede incurrir, son inigualables, que cada línea es única. Goethe es uno de los escritores que más peso han tenido en mi vida: una vez entrado en su universo ambiguo y, sin embargo, luminoso, nada pude ser visto con los mismos ojos, y todos los órdenes parecen trastocados. Punto y aparte.
Johann W. Goethe fue uno de los personajes más fascinantes de la historia: infatigable, entregado a una lucha constante en la que él tomaría parte en todos los campos, parece haber determinado gran parte de lo que sería, después de su muerte, Alemania, por no decir Europa. Si Hamann y Herder eran espíritus complejos y militantes, Goethe empujó el mismo carro con una sensibilidad poderisísima y una lucidez redoblada, lo que le llevaría, entre otras cosas, a anticipar, a convertirse en un precursor de muchas obras y de muchos sucesos: Kant, Darwin, Napoleón, Bismarck, la Unificación de Alemania, Schopenhauer, Hegel, Nietzsche, Víctor Hugo, Heidegger, Rudolf Steiner, Jung, Thomas Mann, Hesse... son apenas algunos de ellos.
Pero lo más importante de todo, tenemos ese montón de volúmenes que hacen su obra, de lenguaje cuidado y preciso, limado y ordenado quisquillosamente. Desde el explosivo Sturm und Drang de Las penas del joven Werther al clasicismo de sus años de madurez, pasando por sus maravillosos diarios, cartas y discursos (su Viaje a Italia es promesa de una lectura maravillosa) hasta el Fausto, su obra cumbre, donde el Romanticismo y el Clasicismo son llevados a su máxima madurez y, curiosamente, armonizados, toda la obra de Goethe parece no ser otra cosa que una escalera que no deja de ascender, y cuyo fin no podemos apreciar.
Hoy es el aniversario número doscientos sesenta del nacimiento de Goethe, más que un pilar de la cultura alemana, uno de los más importantes y sólidos de la universal. Su nombre es, hoy, casi una cifra mágica, y el solo escucharlo ya hace que uno note ese sabor peculiar que los largos años le han aliñado, con justicia. Su obra envejece y, sin embargo, no parecen sentarle nada mal las canas. Un brindis por ello, pues, y a dejar unas cuantas botellas vacías, de paso. Bien justificado está.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Los gallinazos de Barranco


¿Qué es una ciudad? Es el caótico conglomerado de edificios, calles y plazas; es la gente que va dejándose la vida por sus aceras; es la historia que, a lo largo de los años, la ha fundado, recorrido y transformado en lo que es a cada instante. Y, sin embargo, hay algo más, que nadie comenta, pero que siempre hace sentir su profunda y a menudo ambigua presencia: el sentimiento que nos invade mientras esperamos en una esquina a que el semáforo cambie; la suma de recuerdos que evocamos a medida que atravesamos sus avenidas y recodos; cierto olor y cierto sonido; el torrente de las muchas sangres que han corrido sobre su concreto; la jerga, el grito y el silencio; el color del que se tiñe la bóveda de cielo que la cubre; y, sobre todo, un infinito y a menudo inverosímil arsenal de símbolos que se elevan como banderas tarde tras tarde y noche tras noche, aunque no seamos conscientes de la vida que late detrás de sus siluetas.
Pero hablar de ciudades es, ya, casi una abstracción: los Palermo, Boca, San Telmo, Santos Lugares, Chacarita, Belgrano y Recoleta de Buenos Aires son, por sí mismos, universos distintos; en el caso de Lima, tenemos una suma de mundos distintos sólo dentro de un distrito como Miraflores. Pero yo quiero hablar de otro universo, suerte de paraíso e infierno donde vagan las almas como en un purgatorio: es decir, de Barranco, del incierto y casi imposible Barranco; y, de entre todos sus símbolos, a menudo sórdidos e impensables, quiero rescatar uno que a mí me parece fundamental: el gallinazo.
Si el gallito de las rocas es el ave nacional del Perú, el gallinazo tendría que ser nombrada el ave distrital de Barranco. Imagino que, como yo, más de uno se habrá detenido, alguna vez, a admirar la silueta de los gallinazos recortándose contra el cielo plomizo que cubre las calles barranquinas; o, sino, el contorno de su perfil resaltando sobre los naranjas y dorados del ocaso mientras permanecen posados sobre los techos y las cruces de las iglesias, como un sueño de Baudelaire; de alguna forma, estas aves representan todas esas contradicciones aparentemente imposibles de armonizar que es Barranco: la sordidez y la majestuosidad, la suciedad y la belleza, la noche y la resaca, la agonía y el frenesí, la vida que persigue a la muerte siquiera para devorarla.
Yo no sé si alguien entiende por qué digo todas estas cosas; más de uno pensará de deliro, o que sencillamente hablo porque tengo boca; y, sin embargo, creo que puedo permitirme aquí un par de confidencias que, espero, ayudarán a que entiendan cuanto digo, así como la profundidad de sentimiento y convicción con la que lo hago. La primera es la evocación de una nostalgia: yo pasé todo el año pasado (2008) lejos, en Buenos Aires, y, entre las muchas cosas que extrañaba de mi país, un día me descubrí extrañando avistar en el cielo o sobre los postes a los gallinazos, como centinelas resignados a una existencia que linda entre el patetismo y la magnificencia. Luego, a medida que pasaban los días, la añoranza de aquellas aves negras y, creo yo, hermosas pese a su difícil estética, no hizo sino aumentar, al punto que, cuando volví al Perú y avisté a mi primera bandada de gallinazos, poco me faltó para que se me soltasen un par de lágrimas de emoción.
La segunda confidencia que quiero hacerles es una vivencia bastante específica. Yo tendría unos quince o dieciséis años, y estaba sentado en mi techo a eso de las tres o cuatro de la madrugada. Reinaba un silencio que sólo cortaban los chirridos de los grillos y, de pronto, oí algo distinto, un fragor de algo que estaba entre el gorjeo y el graznido, y entonces los avisté: una bandada enorme de gallinazos atravesaban el cielo verdoso de la madrugada limeña. No sé cuántos serían, pero a mí, en ese momento, me parecieron más de un centenar. De sobra está decir que viví ese momento como una suerte de éxtasis casi místico, al punto que la imágen no se ha borrado de mi cabeza en todos estos años, y todavía soy capaz de evocarla como si la estuviese viviendo nuevamente. Sentí que era el testigo de un hecho único y superior, tal y como se habrá sentido Moisés al ver la zarza ardiendo sin consumirse. Desde esa noche, nunca volví a ver a los gallinazos con los mismos ojos.
El gallinazo, pese a que la mayoría lo tilde de feo y sucio (yo, como creo haberlo dicho ya, no comparto tal opinión), es de alguna forma algo significativo y lleno de sentido: un símbolo con reminiscencias extrañas, casi oníricas y, sin embargo sucias y carnales, llenas de polvo y letargo. Digo todo esto a sabiendas de mi propio escepticismo, pero recalcando ese tono religioso y desengañado que, por lo demás, los mismos gallinazos inspiran. Si no existe un sentido último, al menos existen símbolos que podemos llenar de un sentido distinto, terrenal y humano, que de antemano niega e insulta a los dioses, escupiéndoles en la cara. Eso son nuestros gallinazos, posados sobre las cruces dobladas de una iglesia en ruinas, centinelas de todos los ocasos.

martes, 25 de agosto de 2009

Borges


El día de ayer ha sido una de las fechas más importantes de cuantas guarda el año: entre el vino y la milonga, son ciento diez años los que se han cumplido desde el nacimiento de Jorge Luis Borges, ese escritor que, por sobre todos los demás, parece encarnar a la literatura misma en su forma más pura; ese hombre ínfimo que, sin embargo, supo volar más alto que los otros; el incomformista eterno que se detuvo a cada paso a reconsiderar sus dudas; el maestro de la ironía y la broma solapada; el infatigable lector y memorioso; el tejedor de laberintos, pesadillas y sueños.

Borges... Creo que pocos descubrimientos literarios han sido tan importantes en mi vida como el de Borges. Fueron sus ficciones, en un principio, las que me arrojaron a la imprudente decisión de estudiar la literatura; la sensación que me dejaba al cerrar sus libros era tan fuerte que, al final, no pude hacer otra cosa que empezar a escribir yo mismo. Ese año (lo recuerdo, fue el 2004), irrumpieron en mi vida de lector los libros de Borges y de Sábato, y nada fue, nunca más, lo mismo: una nueva tempestad, un nuevo torrente que iba de la furia a la mudez me arrastraron. Y es que Borges genera, de alguna forma, ese extraña religiosidad en nosotros, sus lectores, sin que nos quede otra opción que mirarlo desde abajo como a un enorme dios que murmura, evoca, sueña y, sin embargo, no deja de reírse de toda esa situación, porque se siente, él mismo, sentado por debajo de las rodillas de los demás (alguna vez, de hecho, me dediqué a razonar una hipótiesis según la cual Borges podría haber sido el verdadero creador del universo... pero esa es otra historia).

Y, pese a todo, ese otro Borges, el callado y melancólico, que se lamentaba de haber "cometido el peor de los pecados": no ser feliz. Luego, el zorro, el hombre de mente rápida que sabía siempre cómo manejar una situación complicada con la máxima elegancia y la más refinada de las ironías. Y el juego de espejos no parece detenerse nunca: miles de rostros van sumándose los unos a los otros para formar, al fin, el de un hombre que, acaso sin darse cuenta, construyó su propia leyenda, y que, de alguna forma, supo convertir al mundo mismo en uno más de sus juegos de creación y confusión.

Ernesto Sábato, que fue su máximo admirador, le dedicó algunas de las más bellas palabras a su muerte, y lo comparó con un tesoro del que, nos dice, todos los escritores argentinos han tomado su parte. Y los de todo el mundo, agregaría yo, porque hoy parece imposible esgrimir una pluma sin hacer una venia a Borges, ese hombre que es ya una suerte de símbolo que representa al universo mismo de las ficciones, al laberinto donde los creadores juegan a ser dioses. Disculpen si lo que escribo se hace confuso, pero es que no hay empresa más difícil que la de escribir sobre alguien tan grande y, ala vez, curiosamente ínfimo, que parece querer pasar desapercibido todo el tiempo... levantemos, mejor, los vasos y brindemos en silencio. Y, después, riamos, continuemos con esa comedia a la que llamamos vida y que Borges convirtió en la más bella de las literaturas. Salud.

lunes, 24 de agosto de 2009

Los gallinazos de Barranco

¿Qué es una ciudad? Es el caótico conglomerado de edificios, calles y plazas; es la gente que marcha por sus aceras; es la larga historia que, a lo largo de los años, la ha fundado, recorrido y transformado en lo que es a cada instante. Y, sin embargo, hay algo más, que nadie comenta, pero que siempre hace sentir su profunda y a menudo ambigua presencia: el sentimiento que nos invade mientras esperamos en una esquina a que el semáforo cambie; la suma de recuerdos que evocamos a medida que atravesamos sus avenidas y recodos; cierto olor y cierto sonido; el torrente de las muchas sangres que han corrido sobre su concreto; la jerga, el grito y el silencio; el color del que se tiñe la bóveda de cielo que la cubre; y, sobre todo, un infinito y a menudo inverosímil arsenal de símbolos que se elevan como banderas tarde tras tarde y noche tras noche, aunque no seamos conscientes de la vida que late detrás de sus siluetas.

Pero hablar de ciudades es, ya, casi una abstracción: los Palermo, Boca, San Telmo, Santos Lugares, Chacarita, Belgrano y Recoleta de Buenos Aires son, por sí mismos, universos distintos; en el caso de Lima, tenemos una suma de mundos distintos sólo dentro de un distrito como Miraflores. Pero yo quiero hablar de otro universo, suerte de paraíso e infierno donde vagan las almas como en un purgatorio: es decir, de Barranco, del incierto y casi imposible Barranco; y, de entre todos sus símbolos, a menudo sórdidos e impensables, quiero rescatar uno que a mí me parece fundamental: el gallinazo.

Si el gallito de las rocas es el ave nacional del Perú, el gallinazo tendría que ser nombrada el ave distrital de Barranco. Imagino que, como yo, más de uno se habrá detenido, alguna vez, a admirar la silueta de los gallinazos recortándose contra el cielo plomizo que cubre las calles barranquinas; o, sino, el contorno de su perfil resaltando sobre los naranjas y dorados del ocaso mientras permanecen posados sobre los techos y las cruces de las iglesias, como un sueño de Baudelaire; de alguna forma, estas aves representan todas esas contradicciones aparentemente imposibles de armonizar que es Barranco: la sordidez y la majestuosidad, la suciedad y la belleza, la noche y la resaca, la agonía y el frenesí, la vida que persigue a la muerte siquiera para devorarla.

Yo no sé si alguien entiende por qué digo todas estas cosas; más de uno pensará de deliro, o que sencillamente hablo porque tengo boca; y, sin embargo, creo que puedo permitirme aquí un par de confidencias que, espero, ayudarán a que entiendan cuanto digo, así como la profundidad de sentimiento y convicción con la que lo hago. La primera es la evocación de una nostalgia: yo pasé todo el año pasado (2008) lejos, en Buenos Aires, y, entre las muchas cosas que extrañaba de mi país, un día me descubrí extrañando avistar en el cielo o sobre los postes a los gallinazos, como centinelas resignados a una existencia que linda entre el patetismo y la magnificencia. Luego, a medida que pasaban los días, la añoranza de aquellas aves negras y, creo yo, hermosas pese a su difícil estética, no hizo sino aumentar, al punto que, cuando volví al Perú y avisté a mi primera bandada de gallinazos, poco me faltó para que se me soltasen un par de lágrimas de emoción.

La segunda confidencia que quiero hacerles es una vivencia bastante específica. Yo tendría unos quince o dieciséis años, y estaba sentado en mi techo a eso de las tres o cuatro de la madrugada. Reinaba un silencio que sólo cortaban los chirridos de los grillos y, de pronto, oí algo distinto, un fragor de algo que estaba entre el gorjeo y el graznido, y entonces los avisté: una bandada enorme de gallinazos atravesaban el cielo verdoso de la madrugada limeña. No sé cuántos serían, pero a mí, en ese momento, me parecieron más de un centenar. De sobra está decir que viví ese momento como una suerte de éxtasis casi místico, al punto que la imágen no se ha borrado de mi cabeza en todos estos años, y todavía soy capaz de evocarla como si la estuviese viviendo nuevamente. Sentí que era el testigo de un hecho único y superior, tal y como se habrá sentido Moisés al ver la zarza ardiendo sin consumirse. Desde esa noche, nunca volví a ver a los gallinazos con los mismos ojos.

El gallinazo, pese a que la mayoría lo tilde de feo y sucio (yo, como creo haberlo dicho ya, no comparto tal opinión), es de alguna forma algo significativo y lleno de sentido: un símbolo con reminiscencias extrañas, casi oníricas y, sin embargo, sucias y carnales, llenas de polvo y letargo. Digo todo esto a sabiendas de mi propio escepticismo, pero recalcando ese tono religioso y desengañado que, por lo demás, los mismos gallinazos inspiran. Si no existe un sentido último, al menos existen símbolos que podemos llenar de un sentido distinto, terrenal y humano, que niega a los dioses de antemano. Eso son nuestros gallinazos, posados sobre las cruces dobladas de una iglesia en ruinas, centinelas de todos los ocasos.

sábado, 22 de agosto de 2009

Los Comfort de Richard Avedon: entre la fábula y la reflexión


Del hombre que fué Richard Avedon no es necesario decir mucho: su memoria pertenece ya a la gloria, y su nombre se recuerda, al lado de otros como los de Penn o Weston, como el de uno de los máximos exponentes de la fotografía norteamericana. Y, sin embargo, cuando hablamos de Avedon siempre parece haber un espacio más, un algo lleno de silencio que no podemos explicar y que, empero, sentimos como una tempestad de significados ocultos. Porque Avedon fue algo más que el revolucionario de la fotografía de modas o el autor de algunos de los foto-retratos más famosos de celebridades (entre ellas se cuenta una de las mejores fotografías que se han hecho de Janis Joplin), sino que hay un rincón de su obra que parece estar en una fuga constante hacia la significación profunda y oscura, entre los bailes, el horror, la belleza y el rito.

Entre otras cosas, podemos recordar su colección In american west, un viaje fotográfico a través del oeste norteamericano y, sobre todo, a través de las personas que lo habitan en silencio: prostitutas y granjeros, vagabundos, amas de casa, presos... Y, sobre todo, quiero mencionar, aquí, In memory of the late Mr. and Mrs. Comfort. Se trata de una fábula narrada a través de imágenes, donde se nos relata la "historia" de Mr. Comfort (un esqueleto) y Mrs. Comfort (una mujer): amor, deseo, sumisión, sexo, desencuentro, separación... Al final, una increíble reflexión en torno a las relaciones humanas, a la consciencia del "otro", a la lujuria profunda y morbosa y a la muerte. Yo, personalmente, lo considero uno de los proyectos fotográficos más serios y profundos de la historia (al lado de las series de desnudos de Weston y Araki, los retratos histórico-urbanos de ciudades de William Klein o los ensayos de reflexión de Man Ray). Yo me pregunto, de pasada, si el apellido Comfort será una casualidad o si fue elegido premeditadamente, pensando en el alguna vez famoso Alex Comfort, autor de The Joy of Sex, un manual de consejos para el sexo que fue muy leído en los años setenta (y que es una lectura sumamente entretenida).

Pero veamos, mejor, qué opinan ustedes: desgraciadamente, no puedo poner la serie de fotografías completa, pero he elgido algunas del montón para que sirvan de introducción a la obra de este genio.

viernes, 21 de agosto de 2009

El centenario del "Lunario" de Lugones


El otro día, durante el transcurso de una clase, me hicieron notar que este año se cumple el centenario del Lunario Sentimental, una de las obras poéticas más importantes y representativas, si no la más, de ese escritor argentino tan grande y, sin embargo, tan injustamente olvidado: Leopoldo Lugones, la mayor figura del modernismo en Argentina, y uno de los autores más influyentes y centrales de la historia de su literatura.

Entre la esperanza, la nostalgia del pasado, la grandeza y el crudo escepticismo, Lugones surge como un gigante, una pluma cargada de tierra, de sangre, de luz y de sombras, para tejer una suma de versos exquisitos y oscuros. Es por él que el Martín Fierro se convirtió en la obra capital que es para los argentinos, y a su autoría debemos la, según Borges, más exquisita biografía de Sarmiento. Porque ningún género parece haber sido suficiente para Lugones: poesía, novela, ensayo, biografía, crónica... siempre a través de un lenguaje poblado de metáforas enigmáticas y rimas precisas. El Lunario sentimental, por su lado, es un afluente del simbolismo francés, pero eso es lo de menos: lo que importa, en el fondo, es la calidad, el cuidadísimo estilo de sus prodigiosos versos, altisonantes y misteriosos como lo impone la escuela de Darío (de la que Lugones es, creo yo, el mejor exponente).

El olvido de Lugones es uno de los grandes defectos de los argentinos de hoy. Pese a las líneas llenas de admiración que le han dedicado, entre otros, Borges (que lo llamó "el máximo escritor argentino"), Sábato o Güiraldes (otro injustamente olvidado), hoy nadie parece recordar al poeta que fue grande y magnífico, al que fue un pilar y una tumba, al torturado que, empujado por la desesperación, se quitó la vida en una de las islas del Tigre hacia 1938. Y, sobre todo, al autor de versos tan memorables como los que incluye el Lunario Sentimental, la obra por la que este año hay que poner un vaso sobre la mesa.

miércoles, 19 de agosto de 2009

El inagotable Xul Solar


Creo que nadie terminará nunca de explotar la polifacética (y, si se quiere, poliédrica) personalidad de Xul Solar, un argentino que, en vida, parece haber sido de todo: poeta, astrólogo, traductor, vanguardista, humanista, políglota, ajedrecista (y "penajedrecista") y bromista, así como un prolijo inventor de juegos, idiomas y juegos de palabras que podían llegar a ser inverosímiles además de muy inteligentes. Hoy en día, sin embargo, se lo recuerda sobre todo por sus maravillosas pinturas, todas ellas fiel reflejo de su autor: excéntricas, tiradas de los pelos, profundas y magníficas.

Pero, ¿quién fue Alejandro Xul Solar? La pregunta no sólo es difícil de contestar, sino que creo que es imposible hacerlo con justicia. Porque claro, es muy fácil decir que Xul Solar fue uno de los máximos exponentes de la vanguardia pictórica argentina, al lado de otros como Schiaffino o Norah Borges (la hermana de Jorge Luis); que estudió artes en Europa, y que fue uno de los primeros en practicar las técnicas de los fauvistas y los cubistas de este lado del mundo... pero lo difícil es dar el verdadero paso: decir, cabalmente y sin rodeos, cuál fue ese Xul Solar que, como un titiritero, tiraba de los hilos de todas sus facetas y juegos, a la vez que de cada uno de sus trazos, entre la sonrisa y el llanto. Porque hay muchas máscaras, y, sin embargo, un rostro.

Jorge Luis Borges, que fue su amigo íntimo, dijo alguna vez de Xul Solar que él, a diferencia de todos los demás, no se contentaba con aceptar el universo: él vivía recreándolo a cada momento, modificándolo. Poco antes, lo compara con William Blake (aunque advierte que una figura como la de Xul no admite comparaciones), y dice algo que a mí me fascina, algo que inevitablemente me toca en lo más profundo: "Creo que uno puede simular muchas cosas, pero nadie puede simular la felicidad. En Xul Solar, se sentía la felicidad: la felicidad del trabajo y, sobre todo, de la continua invención".

Y, sin embargo, la felicidad no le impidió a Xul Solar abrazar cierta forma de melancolía: un desgarro que fácilmente advertimos como profundo, pero frente al cual se levanta esa especie de enorme Dios gnóstico que fue Xul Solar, para devorarla y convertirla en un nuevo juego, en una nueva forma de reinventar su mundo; también el nuestro, cada vez que nos paramos al frente de uno de sus cuadros, o incluso cada vez que nos volvemos a pensar en la figura y las obras de este hombre de genio tan original y único, tan desaforado y lúdico que no nos deja más opción que abrir mucho la boca y no decir nada en lo absoluto.

Incluyo aquí dos obras de Xul Solar: la primera lleva por títula Rua Ruini; la segunda, Vuel Villa.


Del futuro de las biografías, o una reflexión en torno a la (de)construcción del futuro pasado

Como miembro de mi siglo, no puedo evitar sentir cierta lástima por los biógrafos del futuro (si es que todavía podemos creer en un futuro, claro está). Es decir, imaginemos al buen y pobre tipo que, de aquí a setenta o cien años, decide que es hora de escribir la biografía de algún sujeto de mi generación o de las de sus alrededores y que, cuando decide ponerse manos en la masa, se da cuenta de que tiene muy poca masa, y casi nada de material biográfico con qué trabajar.
Es decir: estamos en la era del "consume y desecha" a la que nos obligan el virtualismo y sus consecuencias. Ya nadie escribe y guarda sus cartas: hoy, escribimos mails que borramos, si no en seguida, al menos si pasado algún tiempo (¿días, semanas, meses?); yo no uso el facebook, pero ese también es un medio de socialización repleto de material biográfico que, con el paso del tiempo, pasa a ser borrado. Hoy, la información es virtual, no tiene una categoría física que lo respalde, y como tal pasa a ser erradicado en muy pocos segundos y con absoluta comodidad. De alguna forma, vivimos muy anclados en el presente, borrando de a pocos, y sin darnos cuenta siquiera, de lo que será nuestro pasado. Habría que preguntarnos cuál es nuestro historicismo.
¿Si soy un crítico asqueado, un reaccionario absoluto y enemigo de los nuevos medios como, digamos, un Ray Bradbury? Claro que no: si lo fuera, no tendría correo electrónico, ni administraría un blog. Pero si mantengo una postura crítica respecto a ciertas consecuencias de lo que será en un futuro nuestra situación actual. ¿Un llamado a preservar nuestro pasado personal? No, no... a mí no me interesan los manifiestos ni los llamados colectivos. Sólo me siento a reflexionar un poco. Pero a quien tenga ganas de oír mi opinión, creo que vale la pena preservar ciertas cosas, no desecharlo todo. Y no todo lo que digo lo digo en un sentido hegeliano del historicismo, sino también desde mi realidad individual. Es decir: de cuando en cuando, me gusta sentarme a leer los correos electrónicos que tengo guardados de meses o años anteriores (porque nunca borro los correos, a excepción de los que me llegan de programaciones de lugares, msn o cosas así), y me dan un par de horas de dulce nostalgia. Como decía Ernesto Sábato, "vivir es construir futuros recuerdos", y... ¿por qué no poder volvernos hacia ese pasado que estamos construyendo y disfrutar de su ausencia por unos instantes?
Tiempo, realidad, pasado... palabras muy grandes que, en el fondo, hablan de cosas muy chicas, íntimas. Pero si nos la pasamos echando al tacho todas "aquellas pequeñas cosas", como dice Serrat, ¿no nos desligamos un poco de nosotros mismos? Y, de paso, alguno habrá que, a algún futuro biógrafo, le estará dando un motivo de alivio.

sábado, 15 de agosto de 2009

La doble mirada de Laura Viñas


Entre la inocencia y la sordidez, como una niña abandonada en el medio de un campo de batalla, es que se planta la obra de Laura Viñas, una suma de retazos donde se enfrentan sin violencia el suspiro, el llanto, la risa y el verso. Claro que todo esto suena mucho a solapa de libro, pero es que no encuentro una forma más justa para empezar a decir algo sobre estas pinturas. Creo que fue Picasso (un genio al que no admiro casi para nada, pero que tuvo un don para decir sutilezas) el que dijo que había tardado años para aprender a pintar como un niño; una esencia similar a estas palabras es lo que encuentro en la pintura de Viñas: una candidez que fuma cigarrillos, que conoce su fuerza y su debilidad. Una doble mirada a la vez caótica y tímida.

A mí estas pinturas me fascinaron desde un principio, sobre todo por su carácter, sumamente personal, que habla de la persona que esgrime el lápiz o el pincel. Todo lo contrario a lo que sucede con muchos pintores: nadie sabe cómo distinguir de quién son sus cuadros. Y, necesariamente, por esta misma impresión de la personalidad, la obra de Laura Viñas es de esas que juegan a la mascarada, desnudándose, sin embargo, muy lentamente. Intimidad, desgarro y, sin embargo, una sonrisa que no borra las lágrimas, un carnaval de payasos tristes.

¿Hablar de formas? Como en Xul Solar o en Tola, en la obra de Viñas los colores son algo más que una excusa: son un motivo, una forma de mirar (y de sentir) el mundo: los amarillos y los rojos parecen luchar contra las figuras que van contornando, y sin embargo son inseparables, forman parte de una misma perspectiva, de una misma realidad.

Una obra, pues, silenciosa, que susurra y suspira en lugar de lanzar alaridos. Remota y cercana, como un espejismo, pero que no deja de hacernos sentir su presencia. Y, sobre todo, cuidada, mesurada en secreto, bella.


1. (Arriba) "Cuando te arrancan la piel"
2. "Mi desierto"
3. Sin título

martes, 11 de agosto de 2009

Italia celebra los (casi) cincuenta años de "La dolce vita"


Creo que cualquier persona que haya visto La dolce vita, más allá de si le gustó o no, sabe que no se trata de un filme común y corriente, sino más bien de una de las obras más complejas e infinitas de toda la historia del cine. Yo no me canso de verla una y otra vez, y, de alguna forma, la película sigue siendo nueva, como si nunca antes la hubiese visto; creo (pero claro, esto es una valoración personal) que La dolce vita, Amarcord y Otto e mezzo son la cumbre de la obra de Fellini, la cima de toda esa vastísima obra que, en ningún momento, tiembla o cae, que nunca deja de ser genial.

¿A qué viene todo ésto? Bueno, a que, mientras escribo estas líneas, en Italia empiezan a ponerse ansiosos: el año que viene, se cumple el aniversario número cincuenta de este filme único y genial, el alguna vez más detestado y, ahora, más simbólico de Italia. Pero los italianos no parecen querer esperar, y quieren empezar a celebrarlo desde mucho antes, a través de un documental de Tullio Kezich: Noi che abbiamo fatto la dolce vita. Dice el Corriere della Sera del pasado viernes:

"Sono i 50 anni della Dolce vita. Il ciak 39 del primo film italiano di 3 ore fu battuto il 16.3.1959 nel teatro 10 di Cinecittà, la scaletta verso la cupola di San Pietro con la Ekberg che corre vestita da cardinale. E a batterlo fu il giovane Gianfranco Mingozzi, ex aiuto del Maestro, che ora ha girato grazie a Raisat e la Fondazione Fellini il documento Noi che abbiamo fatto la dolce vita. L' idea è di Tullio Kezich, amico e complice del regista riminese («con Federico - ha ricordato - ho vissuto giornate straordinarie e continuo a viverle») che ha scritto anche l' omonimo libro Sellerio, e allora seguì giorno per giorno le riprese del film più misterioso della storia. Il film di 80' verrà presentato sabato al Festival di Locarno e in autunno va in onda su Raisat: svela i segreti di quelli che parteciparono all' impresa, dentro al cerchio magico di Fellini che, come racconta il costumista Piero Gherardi, si esprimeva telepaticamente."

"El día de todas las almas", de Cees Nooteboom


Bueno: porque lo prometido es deuda, me voy echando de los hombros la pereza y, al fin, me decido a sentarme para decir un par de cosas sobre la que quizá sea la novela más trascendente de las que voy leyendo este año: El día de todas las almas, del ya muy mentado Cees Nooteboom, el escritor holandés más importante de estos últimos tiempos, conocido por su cosmopolitismo y sus usanzas de nómade.

¿Por qué, imitando el estilo de las solapas de libros, señalo estas dos últimas cosas? Porque creo que son parte fundamental de la novela en cuestión: El día de todas las almas, una novela comparable, por su totalidad, con las de Sábato, nos presenta en su personaje principal, Arthur Daane, a una suerte de Ulysses contemporáneo, en el sentido en que su vida, como tal, no es sino un constante deambular, un ir dando tumbos en búsqueda de un Sentido, de una Ítaca a la que, sin embargo, no sabe cómo llegar. En torno a este impulso desesperado, se construye un universo fascinante, lleno de entrecruces psicológicos, de reflexiones históricas, filosóficas y estéticas que, en el fondo, no dejan de ser parte de esa búsqueda. Y, de alguna forma, también las ciudades forman parte de esta agonía: Berlín, Amsterdam, Madrid; escenarios de desgarre existencial y de profundos debates "espirituales". La persecución del hogar en las sombras del arte, de la belleza, luego del amor, es el Leitmotiv que va empujando a Arthur Daane a lo largo de toda la obra, expresado a través de una narración a veces oscura, pero siempre precisa y con altos momentos poéticos.

El azar y lo curioso del nombre de su autor fueron lo que me impulsaron a comprar esta novela: de más está decir que no sólo no he tenido ocasión de arrepentirme, sino que me basta con verla entre mis demás libros para sentir, enseguida, el deseo de tomarla y releerla de cabo a rabo. Por eso es que seguiré insistiendo: a Nooteboom, todos los malditos honores que puedan dársele: los tiene más que bien merecidos.

domingo, 9 de agosto de 2009

Jaspers: Tensión y belleza


Casi todos los historiadores de la filosofía reconocen dos troncos (o dos ramas del mismo tronco, diría yo) a través de los cuales se desarrolla el movimiento conocido como existencialismo. La primera ramificación pertenece al llamado existencialismo fenomenológico, que se desarrolla a partir de la filosofía de Husserl, a la que pertenecen, entre otros, Heidegger y Sartre. La segunda se desarrolla sobre la obra de Kierkegaard y, sobre todo, en base a su "estilo" de filosofar: es decir, viendo la filosofía como una reflexión del individuo (o existente) sobre sí mismo, lo que da por resultado una obra mucho más íntima, personal y, en cierto modo, cálida.

Uno de los más altos puntos de esta segunda rama del existencialismo es Karl Jaspers. Su obra tiene la fascinante característica de ser irresistible, y es a la vez desgarradora y, volviendo a usar la palabra, cálida, como la de un hombre que recibe su sentencia de muerte con una sonrisa. Leerlo, de más está decirlo, es un viaje lleno de curvas agudas y de vueltas inesperadas. Uno nunca sabe lo que le espera al final de un párrafo, ni mucho menos en el siguiente. A lo largo de todo el texto, deja intuir una esperanza que, sin embargo, no hace sino rechazar constantemente, lo que llena al lector de una sensación digna de lo que nos está describiendo el autor: la tensión del existente.

"Tensión": creo que esta es una palabra fundamental para referirse a la obra de Jaspers. Como él mismo señala: "En la existencia está la fe y está la desesperación. Frente a ambas, se encuentra el deseo de descanso eterno, donde la desesperación se ha hecho imposible y la fe se ha convertido en contemplación" (Filosofía de la existencia); pero todo esto no pasa de ser sino eso: deseo, esperanza; jamás se hace realidad tangible o directa: su categoría de realidad permanece en la de las ilusiones. Creo que esta cita deja intuir lo que proyecta la obra de este hombre: es el análisis del individuo desde la soledad del individuo mismo, es el largo debate con uno mismo, el monólogo descarnado. Como filósofo, Jaspers pertenece a la misma especie que Séneca, Schelling, Kierkegaard y Nietzsche. Pero el resultado del proceso de existir, nos dice, no es otra cosa que la tensión misma: entre el deseo de trascendencia y la fatalidad de la inmanencia. En otras palabras, "Todo existente lleva ya en sí la perdición" (Ibíd).

La historia de la filosofía está llena de poesía. Jaspers tuvo el don de escribir sobre los no siempre oscuros procesos de la Perdición de la existencia con gracia, con elegancia y con una no del todo resignada resignación.

viernes, 7 de agosto de 2009

Pasolini homenajeado


Jamás recibió una nominación siquiera para los premios de la academia (y, lo más probablemente, ni siquiera los hubiera querido), pero recibe, a cambio, un culto casi religioso en otros cícrulos, no necesariamente pequeños o camuflados. Con motivo del Festival de Cine en Lima, el Centro Cultural de la Universidad Católica ha elegido, este año, a Pier Paolo Pasolini para rendirle un homenaje; se proyectarán algunas de sus películas (su "Trilogía de la vida") y documentales en torno a su figura, y se realizará una exposición de fotos sobre su persona y obra. Yo, particularmente, no pienso perderme la proyección de La rabbia di Pasolini, un documental sobre su proyecto artístico en general. Es, en todo caso, una gran oportunidad para cualquier interesado para acercarse a este genio único, uno de los mayores y, quizá, el de filo más desgarrador (al lado de otros como Sartre o Sábato) del siglo pasado. Las copas en alto, obviamente, y como para no perdérselo. Para más información, revisen la sección de Luces del diario El Comercio del 6 de agosto, o entren a la página del Centro Cultural Pucp.

Añado un detalle, un video de la gran Giovanna Marini interpretando en vivo la canción Lamento per la morte di Pasolini, escrita y grabada originalmente por Francesco de Gregori, uno de mis cantautores preferidos en todas las lenguas. Por tu eternidad, Pier Paolo.


p.d. Esa chica que está entre la Marini y la tía de la bufanda roja... ma chè bella ragazza, eh?

miércoles, 5 de agosto de 2009

Nooteboom: Amar la vida es también hablar de la muerte

En torno a la aparición de su nuevo libro, Tumbas de poetas y pensadores (que ya compré, aunque aún no he podido echarle una hojeada), está esta sensacional entrevista a Cees Nooteboom, uno de los escritores más talentosos y originales de este lado de la historia, y aún de toda la hisotoria de las letras. No lo negaré: soy muy injusto al no haber dedicado, hasta ahora, una larga entrada dedicada a él y a su obra, pero es que cada vez que lo intento, no sé por dónde empezar, seguir o terminar (de todos modos, uno de estos días terminaré de ordenar mi mente y me sentaré a escribir algo sobre su novela El día de todas las almas, lo prometo). A quien lo haya leído, y por tanto sepa del genio de este escritor, y también al que le llame la atención, les dejo esta entrevista, bastante larga, cierto, pero digna de verse de inicio a fin.

martes, 4 de agosto de 2009

Shelley


Son ya 217 años los que se cumplen desde el nacimiento de Percy B. Shelley, el gran poeta romántico inglés que, al lado de su buen amigo Byron, representaron a los llamados poetas "satánicos", por el tono oscuro y licencioso con que escribían y llevaban sus vidas.

Siempre predispuesto a la queja y a la rebeldía, jamás deseoso de dar su asentimiento, Shelley conoció la infamia, e, increíblemente, le puso la otra mejilla, como un espíritu masoquista para el que nunca bastasen el odio ni la incomprensión de los demás. La publicación de su panfleto La necesidad del ateísmo le valió la expulsión de Oxford; pocos años después, lo encontramos en Irlanda, unido a los panfletistas radicales y, luego, de vuelta en Londres, impulsando el anarquismo. Algún tiempo después, lo encontramos en Suiza, acompañado de Byron: se da entonces la famosa velada en la que se propone un concurso de escritura de historias de terror (la ganadora sería Mary, la esposa de Shelley, con su novela Frankenstein). Pasan los años, y Shelley no deja de moverse de un lado al otro de Europa, acaso considerándose ya, como Byron, un autoexiliado.

Pero Shelley es algo más que una vida de rebeldía y mofa. Desde que lo leí por primera vez, siempre he considerado sus poemas como algunos de los mayores que se han escrito en lengua inglesa (muy superior, a mi parecer, a Wordsworth, o aún a Keats). Ozymandias, Mask of Anarchy, Mont-blanc o su Oda al Cielo son algunos ejemplos de su altísima poesía; otro, sería su Adonais, una elegía por la muerte de Keats. También fue un gran dramaturgo, y su Prometeo liberado (del que yo, desgraciadamente, sólo he podido leer un fragmento en una antología) tiene líneas excelentes y un ritmo sumamente personal.

¿Quién fue Percy B. Shelley en mi vida? Esa es una buena pregunta. Conocí a Shelley tardíamente, muchos años después que a Byron, y aún después que a Coleridge. Pero Shelley tiene algo distinto: sin lograr la profundidad metafísica ni la calidad estética de un Byron, tiene, sin embargo, un ritmo muy distinto, y su poesía goza de una suerte de tono que hace pensar, más que en una suma de versos, en el procedimiento de un ritual pagano.

Su muerte fue digna de su persona, y casi la pudo haber escrito él mismo (como Keats o Pasolini podrían haber escrito las suyas): murió ahogado en la costa italiana, luego de naufragar en una tempestad. Sus restos fueron recogidos por sus amigos (Byron entre ellos) e incinerados en la playa, a excepción de su corazón, que Mary Shelley guardó consigo hasta su muerte.

Y el día de hoy, tan lejano a sus días de vida, me es imposible no pensar en este hombre y en sus versos. Son 217 años los que han pasado desde el día que nació el poeta que se llamó Shelley, y es en honor a esos años que levanto un vaso lleneo e invito a quienes quieran acompañarme a brindar. Salud, Shelley.
Ozymandias
I met a traveller from an antique land
Who said: Two vast and trunkless legs of stone
Stand in the desert. Near them, on the sand,
Half sunk, a shattered visage lies, whose frown,
And wrinkled lip, and sneer of cold command,
Tell that its sculptor well those passions read
Which yet survive, stamped on these lifeless things,
The hand that mocked them, and the heart that fed;
And on the pedestal these words appear:
"My name is Ozymandias, king of kings:
Look on my works, ye Mighty, and despair!"
Nothing beside remains. Round the decay
Of that colossal wreck, boundless and bare
The lone and level sands stretch far away.

lunes, 3 de agosto de 2009

Le Orme


Todos sabemos bien qué es lo que sucede cuando reúnes un poco de música clásica, otro algo de rock psicodélico, variaciones de jazz y, de cuando en cuando, de acuerdo a la receta, una dosis de alucinógenos: una música jodidamente buena y extraña. Es decir, rock progresivo, el Monstruo genial que nació de la todavía inocente psicodelia.

Ahora bien: es inevitable que, cuando nos hablan de rock progresivo, pensemos, automáticamente, en Inglaterra; y no es para menos: Emerson, Lake & Palmer, Genesis, Yes y Pink Floyd (cuando el proyecto musical se convierte en una nueva forma de interpretar la realidad) son ejemplos más que suficientes para demostrar quién la tiene más grande. Pero eso no significa que sean los únicos: Italia, país acostumbrado desde hace siglos a ver surgir "revoluciones" culturales, no se demoró en encender su propia antorcha, y muy pronto empezaron a sonar dentro de sus fronteras los órganos hammond, las guitarras distorsionadas y los mellotrones,.

Le Orme (literalmente, "Las huellas") se ubica entre las primeras bandas del nuevo rock psicodélico-progresivo de Italia. De algún modo, recuerdan, a la vez, a lo que fue el primer Pink Floyd (antes de que Syd Barrett partiese) y a lo que llegó a ser Emerson, Lake & Palmer en su momento más enfermo. No fueron, ciertamente, los mejores, y otras bandas como Banco del Mutuo Soccorso o los Premiata Forneria Marconi (el máximo exponente del género en Italia) lo superan por mucho, pero eso no les quita lo grandioso, lo excéntrico ni lo innovador. En fin, que hablamos de grandes, de una propuesta muy buena y sumamente original. Pero para qué se los digo yo: mejor escúchenlos a ellos.


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