sábado, 25 de julio de 2009

Bukowski, intimista ebrio



Whitman veía en el discurso poético una forma de charlar con cada individuo, con cada lector, con la humanidad toda, aún con la futura. Ante semejante espectáculo, Bukowski hubiera sonreído con ironía y se hubiera retirado por algún callejón: poco podía imporetarle, a él, la Humanidad. Y es que, si la poesía es una forma de diálogo, la de Bukowski es de un tipo bien distinto: en lugar de los discursos altisonantes y felices del mega-ego de Whitman, él optó por una forma de charla muy diferente: la que se tiene en la barra de una cantina, lo más probablemente con un desconocido, que es una de las formas más solitarias de comunicarse. Bukowski prefería el tono íntimo y visceral, con unos cuantos tragos encima, con malhumor o con risas, y sin embargo siempre honesto. Y eso es su obra: una extraña mezcla de ternura, jocosidad, humor, perversidad, patetismo, ebriedad, desencanto, genialidad y delirio, impregnada de olores a cerveza rancia y a sexo, con sabor a vino barato y a gloria.


Y, pese a todo, resta siempre esa pregunta fatal: ¿quién fue, en realidad, Charles Bukowski? ¿Quién está detrás de la figura del genio, del alcohólico, del sátiro? ¿Qué rostro hay detrás de la leyenda, y qué mueca pone? Porque pocas leyendas literarias ha sido más inflada que la de Bukowski, que (él siempre lo afirmó) no entendía todo ese hablar de él, que sólo quería tomar y escribir en paz. Bien visto, Bukowski que aspiraba a la sencillez, pero que no podía dejar de alimentar el mito que se tejía en torno a su persona, y que, al fin y al cabo, quería poder disfrutar de las cosas sin ese resto de temor, sin ese escalofrío que lo invadía ante la certeza de que no había nada que justificase la existencia de nada.


De modo que, para curarse del mundo, del sinsentido, de los demás, de sí mismo, está la literatura: "Esencialmente era por eso por lo que escribía: para salvarme el culo, para salvarme del manicomio, de las calles, de mí mismo" (Hollywood). Y esa literatura, al fin, sólo podía ser el diálogo errático que vive en las cantinas, esa forma de confesión íntima y desinteresada a la vez. Nada más que distracciones, simulacros de juego, carnavalerías y copas, y sin embargo el rostro más íntimo y desesperado de un poeta genial que nunca supo muy bien por qué estaba en este mundo, como un Baudelaire del siglo XX.


¿La receta? Neil Baldwin dijo así: "Tómese una porción de Hemingway, añadir una dosis de humor (del que Hemingway extrañamente carece, mientras Bukowski es un virtuoso), mezclar con un puñado de hojas de afeitar y varios litros de vino barato, luego una o dos gotas de ironía, agitar bien y leerlo al final de la noche: así tendrá el auténtico sabor Bukowski". Yo, personalmente, hubiera agregado un poco de Sade, dos o tres gotas más de ironía, algo de Baudelaire y sábanas sucias. Luego, eso sí, leerlo al fnal de la noche, a la hora Bukowski.





la tragedia de las hojas

me desperté para la sequedad y los helechos estaban muertos
las plantas enmacetadas amarillas como el maíz;
mi mujer se había ido
y las botellas vacías como cadáveres desangrados
me rodeaban con su inutilidad;
el sol todavía era bueno, sin embargo,
y la nota de mi patrona partida en fina e
insolicitada amarillez; lo que era necesario ahora
era un buen comediante, estilo antiguo, un bromista
con bromas sobre dolor absurdo; el dolor es absurdo
porque existe, nada más;
afeité cuidadosamente con una con una navaja vieja
al hombre que una vez fue joven y
decía tener genio; pero
esa es la tragedia de las hojas,
los helechos muertos, las plantas muertas;
y caminé hacia un vestíbulo oscuro
donde la patrona estaba de pié
execrativa y terminante,
mandándome al infierno,
ondeando su brazos gordos y sudorosos,
y gritando
gritando por la renta
porque el mundo nos había fallado
a ambos.


(Traducción hecha en casa por un servidor)

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