miércoles, 29 de junio de 2011

Retrato de un Padre


"El día que cumpla ochenta años, quiero matar un novillo". Esas palabras se las dijo mi abuelo, con setenta y nueve años, a dos de sus hijos, mis tíos José Ignacio y Rodrigo. Enseguida, añadía que "es que sin eso, no se puede vivir". ¿Sin "eso"? ¿Qué es "eso"? Pues yo se los voy a decir: es el sentimiento de la sangre bullendo en la vena misma, es la pasión con todas sus letras y el más puro y entregado goce de vivir haciendo lo que uno más ama y rodeado de las personas que a uno más le importan. Es, en fin, lo que lleva a una persona de setenta y nueve años a decir que, por su cumpleaños, quiere matar un novillo en el ruedo.
Mi abuelo nunca vería en la arena ese novillo, sin embargo. Hace apenas unos días, en la noche del domingo, sus ojos se cerraron por última vez -como dicen las canciones- estando él en su casa, lejos del ruido de la ciudad, al lado de mi abuela y rodeado de paz. Llevando sobre sí, de paso, la memoria de setenta y nueve largos años en los que se dedicó, ante todo, a disfrutar de la vida con sencillez, tal y como le iba saliendo al frente, amando a la gente que lo rodeaba, enseñando siempre con el ejemplo y la palabra. Mi abuelo no fue sólo eso, sino también un amigo, un compinche, un padre, un ídolo, un modelo y una leyenda. Y no sólo para mí, ni para mis tíos, primos y allegados, sino para casi todas las personas que lo conocieron, desde sus amigos de toda la vida hasta algunos que apenas si charlaron con él por unas pocas horas en una o dos ocasiones. Tenía ese don, el de hacerse querer enseguida, el de calar en el cariño de las personas como el vino en una esponja: muy rápidamente, y dejando un calorcito en lo más íntimo. Sus hijos, nietos y hermanos hemos sido, por ende, muchísimos, aunque lleven apellidos tan distintos del "Bullard" que nos legó como pueden serlo "Aramburú", "Simpson", "Del Campo" o "Goicochea". Sólo esto es, para muchos, más que suficiente.
Pero mi abuelo tenía esa sed vital que lo empujaba a rebosar con creces eso, contagiando así sus aficiones a quienes lo rodeaban. Fue, en todos los sentidos, una figura. A los doce años, ya decía que quería llegar a torero, y aunque juró que colgaba los trastos hace cosa de un par de años, no han pasado ni dos semanas desde la última vez que lidió una vaquilla. Cuando era joven, fue "crooner" de una banda de mambo, y como era muy fanático de José Alfredo Jiménez y Chavela Vargas, y tenía oído suficiente como para hacer suya una guitarra, compuso y escribió algunas rancheras, uno que otro bolero, temas que hoy son, para casi todos los que lo conocimos, un himno. Fanático de los "cowboys" y de los westerns, era un jinete de primera línea, y alguna vez me lo topé por Lurín, de pura casualidad, mientras él cabalgaba con sus amigos (sin ir más lejos, y como para que se hagan una idea, hoy asistió a su entierro Hispano, su caballo predilecto, con el que más correrías ha vivido en los últimos años). Y, claro está, y porque no hay que dejar las virtudes en entredicho, hay que recordar que nunca se negó sus buenos tragos, y más de una vez hemos recibido juntos a la aurora, compartiendo un whiskey (que era nuestra común debilidad) y muchas, pero muchas, charlas, de las que he aprendido muchísimo más de lo que podrían enseñarme todas las bibliotecas del mundo. 
Podría contar montones de anécdotas, llenar este texto de palabras y palabras que, al final, igual se quedarían cortas. José Alfredo Bullard fue un hombre que lo rebasó, literalmente, todo, y he aprendido demasiado de él como para confiar sus enseñanzas a los pobres diccionarios. Pero, en vistas al contexto, sí me gustaría sacar a relucir una de las cosas que aprendí de él, y esto es a gozar de la vida con sencillez, a agradecer siempre lo bueno, a resistir lo malo y a encarar a la muerte como lo que es: uno de los tantos gajes que trae consigo este oficio de vivir. Y con dos cojones. Ahora, sólo queda dejar su voz para que suene entre nosotros, entonando el Himno de la ATA (Asociación de Toreros Aficionados, de la que él mismo fue miembro fundador) y levantar, muy alta, una copa, con un "Olé" bien claro y muy alto vibrando tanto en la boca como en el pecho. Salud. 


domingo, 26 de junio de 2011

"No me cuentes tu vida", de Benjamín Prado



"Lo que me pasa con las antologías de los Beatles es que en ninguna están las canciones que más me gustan. Más o menos por eso, yo nunca he querido hacer una antología en España. En otros países, sí". Estas palabras me las dijo Benjamín Prado, mientras caminábamos por el centro de Lima, hace unos meses. La noche anterior, habíamos conversado un poco en La Noche de Barranco, donde presentó No me cuentes tu vida, su primera antología editada en el Perú, por obra y gracia de los muchachos de la editorial Mesa Redonda. 
Desde esa noche, he vuelto una y otra vez a este libro extraordinario, que recoge buena parte de la producción poética de Prado, más unos pocos poemas inéditos como bonus track. Sobre la calidad de la poesía de Benjamín Prado creo que ya he dicho lo esencial en otra entrada, pero insistiré de todos modos en que se trata de una obra de primera línea, engañosa por lo bien que deja sentir, de a pocos, la solapada gravedad que guardan sus versos, con giros poéticos que tienen tanto de violento como de cálido, y a veces hasta de tierno. Una obra de gran calibre, que nos da a entender muy bien que la mano que empuña la pluma es, sin lugar a dudas, la de un Poeta de esos que pueden llevar la mayúscula por delante y con orgullo. 
La temática es variada, y a lo largo de las páginas, cada una de las líneas que se van encadenando sobre el papel juega a dibujar un paisaje, evocar una nostalgia o plantearse una duda, poniéndonos a nosotros, los lectores, la almohada bajo el mentón y la pistola en la cabeza (que es una de esas cosas que puede hacer la buena poesía). Cuando abres un libro de Prado pasa lo que pasa con los buenos libros: que te ves forzado a encarar tu propia mirada con un puñal en la mano, y sin embargo no dejas de sentir placer en semejante posición. 
En cuanto al poemario como tal, pues está muy bien, y pone sobre la mesa algunos manjares que nos dejan hacernos una muy buena idea de la envergadura total del autor. Sacaría a relucir algunos títulos de los poemas que más me han gustado, pero la verdad es que terminaría por copiar casi todo el índice del libro; en todo caso, incluye, como ya decía, unos cuantos inéditos, entre los que se incluye uno bellísimo, que hace las veces de declaración de amor a su mujer y de homenaje a Ángel González (María y el fantasma). Ya lo ven: una selección muy bien pensada. Y, si eso no es lo mejor de lo mejor (si es que debemos hacer caso de las dudas del autor respecto a las antologías en general), pues el poemario funciona mucho mejor aún, porque es una invitación de oro para seguir explorando el universo de su creación poética. 
No me cuentes tu vida, pues, es un libro que merece un lugar en los estantes de todo aquel que se precie de ser un buen lector de poesía. Además (y este es un dato que siempre se agradece), no es un libro caro. Yo le tengo en deuda la memoria de muchas noches y madrugadas en las que me he podido refugiar en el placer que encierran sus páginas; al resto, le dejo la tarea de comprobar lo que digo, y ya verán que no me equivoco. 
Aunque no dé listas, dejo uno de los poemas incluídos en el libro. Para el deleite de la peña, con una copa en alto, como debe ser. 

No me cuentes tu vida

No me cuentes tu vida
No me des la mitad de lo que ya no quieres.
No olvides que el dolor es lo que un golpe
recuerda de nosotros
y si lo tocas,
                      puede despertarse,
pensar de nuevo en ti.

No me hables del pasado
-si quieres encontrar respuestas, corre
en dirección contraria a las preguntas-
ni me arrastres a un tiempo
en el que aún no sepa
quién eres, pero ya no seas mía.

¿De qué sirve arrojar peces muertos al río?
¿Por qué pintar dianas encima de la herida?
¿Para qué conocerte, si te puedo aprender?

Acuérdate: -No existe mayor preso
que el que duda entre dos puertas abiertas.
-Quienes lo saben todo de aquellos a los que aman,
sólo los aman... a pesar de todo.
-Lo que no busca nadie, deja de estar perdido.
No me cuentes tu vida
y entonces
                   será solo
                                   para ti
                                               y para mí.

viernes, 24 de junio de 2011

La del sábado: Frank Sinatra - "New York, New York"

No, no es que traiga suficientes copas encima como para pensar que ya es sábado... de hecho, no cargo ninguna. Pasa que mañana estaré todo el día fuera, y no podré caer por aquí a cumplir con nuestro ritual de los sábados (con el cual, es verdad, no he cumplido en las últimas dos semanas... pero bueno, lo pasado, pasado está, y no hay nada que hacerle). Así que, en vistas a ello, he decidido anticiparme un poco. Y como mañana no habrá resaca para mí -me tengo que despertar muy temprano-, y me deprimo sólo de pensar en cómo tendría que ser si fuera a tenerla, pues he pensado que lo mejor que podía hacerse es traer a sonar aquí al grande, al único e inigualable Frank Sinatra, "La Voz", a entonar toda la poesía de ese himno que es New York, New York. ¿Por qué es esa la solución? Bueno, hay algunos que lo saben bien, y con eso me basta y me sobra. Además, digamos las cosas como tienen que ser dichas: ¿acaso es necesaria una excusa para invocar a Frank Sinatra? En eso, creo yo, estaremos todos de acuerdo. Así que, sin mayores preámbulos, dejo a rodar esta pieza soberbia, magistral. Nunca terminaré de creerme que de verdad haya existido una voz semejante. 

miércoles, 22 de junio de 2011

De Diavolo questionae...


Acabo de hacerme con un libro del que nunca había oído hablar, pero que me enamoró desde el título: Historia del diablo. Siglos XII - XX, de Robert Muchembled. Como es una adquisición reciente, no he tenido tiempo de leerlo, pero ya lo he hojeado, y promete. Por ejemplo, hoy más temprano estaba echando un vistazo a sus páginas cuando de pronto me he topado con una frase extraordinaria, agudísima... que deslumbra, precisamente, por ser tan clara, sencilla y obvia: "El diablo es siempre un producto de su tiempo". Aprovecharé, pues, que aún tengo esta lectura como pendiente para dar un par de vueltas a esta sentencia, como quien va preparando el terreno. 
Siempre me ha fascinado todo lo que se relaciona al demonio y sus allegados (el Infierno, los gnósticos, las visiones, la alquimia, la nigromancia...). Desde mis años más oscuros, cuando todavía me enorgullecía (¡me enorgullecía!) de ser cristiano, y más lejos aún, desde mi más tierna infancia, todo lo que tuviera que ver con el asunto me atraía enseguida, con una sensación que, ahora no me cuesta nada reconocerlo, tenía (y tiene) mucho de morbo. Interés intelectual también, claro, pero eso es una novedad: cuando, con ocho años, sabía que mi libro favorito era el Apocalipsis de San Juan, no había interés analítico, científico, filosófico ni teológico alguno. En cambio, me fascinaban esos paisajes oscuros, grotescos, tan parecidos a lo que después encontraría en los cuadros de El Bosco. Los niños no piensan en escribir libros. 
Ahora, que sí había algo que me acuciaba, que me quemaba las entrañas y me producía no malestar, sino una profunda preocupación, un dolor agudo, y que yo encontraba en cada una de las páginas a lo largo de las cuales San Juan relata su visión del fin de los tiempos: el problema del Mal, la posibilidad de la salvación, la condena del mundo. ¿De verdad estaban ya escritos los nombres de los condenados en los libros? ¿No debía preocuparme de que mi destino pudiera ser el destierro en la Segunda Muerte? ¿Qué podía hacer yo
El problema del diablo, en los tiempos antiguos, estaba directamente relacionado con el problema del Mal. Claro que, en aquellos tiempos, Bien y Mal todavía se escribían exclusivamente así, con mayúsculas, y sus definiciones correspondían a una ley absoluta, dada por un libro que recopilaba los libros sagrados, que supuestamente inspiró una paloma, y que encierra, entre todas sus santas contradicciones, el sentido de la vida y de la muerte. Pero corrían otros tiempos, y hoy por hoy las cosas han cambiado mucho. De hecho, empezaron a cambiar con la Ilustración, cuando los pensadores post-cartesianos de Francia decidieron que ya estaba bien de cuentos, y que era hora de limpiar un poco de supersticiones al mundo. 
El demonio, sin embargo, no es tan fácil de matar, y sabe más por viejo que por diablo. Francia misma sería el escenario en el que decidiría montar algunas de sus más extraordinarias representaciones, empezando por los años de Terror que siguieron a la Revolución, pasando por los pensadores libertinos al estilo Marqués de Sade o Restif de la Bretonne, y de allí hasta llegar a casos tan ambiguos y excéntricos como el de un Baudelaire, que lo celebraba con una cruz en el pecho y una pipa de opio entre los labios, sonriente. Mientras tanto, en Alemania, Satanás tomaba un nombre nuevo, Mefistófeles, y nos sonreía y gastaba bromas desde las páginas de Goethe. 
Entre el siglo XX y lo poco que vamos malviviendo del XXI, creo que el diablo se ha convertido ya en algo distinto: en una manifestación de nuestros propios fantasmas. Eso, creo yo, es lo que pensaba Faulkner cuando decía que el artista es un ser guiado por demonios. Ahora que el Bien y el Mal ya no llevan puestas las mayúsculas, sentimos la amenaza de las minúsculas, las que sentimos cerca, pero que no podemos ver claramente, porque no tienen contornos definidos y absolutos, ni Ley que nos diga hacia dónde volver la cabeza. El hombre, en su soledad, bajo ese cielo vacío y silencioso, tiene que aprender ya no sólo que el Infierno son los otros, como decía Sartre, sino que está en todos lados: en las calles, en la soledad de una habitación vacía, en los espejos, en la oscuridad que queda cuando uno cierra los párpados, detrás de cada palabra. "Un estado del alma", lo llamó Juan Pablo II en el Concilio Vaticano Segundo; yo prefiero llamarlo "uno de tantos gajes del oficio de andar vivo". 
El diablo, pues, visto a la luz del correr de los años... y un poco apresuradamente, dicho sea de paso. Ahora, queda la duda: ¿y qué si se trata de una presencia corpórea, como nos lo aseguran la tradición y las películas? Francamente, no lo sé. En todo caso, yo lo invitaría a tomar unas cervezas. 


viernes, 17 de junio de 2011

Los Proverbios del Infierno - William Blake (Para Fiona, Mr. Mierdas y Tripi)

El Infierno, tal y como lo pintó Blake para ilustrar la "Comedia" de Dante.

Creo que debe ser imposible leer a William Blake con verdadera indiferencia. A uno pueden gustarle o no sus versos, pero me cuesta creer que éstos puedan pasar realmente desapercibidos. Basta seguir con la vista esas sofisticadas líneas de palabras para ingresar en otro universo, uno en el que las letras se convierten de pronto en múltiples espejos, que a medida que reflejan la realidad desde diversos ángulos la desdibujan, sólo para volver a reconstruirla, ya convertida en algo oscuro, profundo, espectral y, a la vez, luminoso y bello. Y que nadie se deje sorprender por los antagonismos, porque una poesía como esta no solo admite contradicciones, sino que hasta las invita a bailar en el centro de nuestra lectura. Blake no es un poeta de la razón, sino de lo oculto, de ese reino en el que la fe y la duda tienen que tomarse de la mano para atravesar largos territorios montañosos, pantanos y prados, que son habitados por presencias antiguas, por ángeles, demonios y dioses.
Hoy, quiero sacar a relucir algunos proverbios que salieron de la pluma de Blake, pero que se supone fueron inspirados por una visión, la que inspiró el libro del que forman parte: Las bodas del Cielo y el Infierno. Es, de más está decirlo, uno de los textos poéticos más elevados de la literatura inglesa de todos los tiempos, así como una de las obras más misteriosas que he leído: una en la que el eco de las voces se pierde en el fondo de abismos acerca de los cuales es difícil decir algo claro. Y van especialmente para Fiona (a quien se los tenía prometidos), Mr. Mierdas (a ver si alguno de estos proverbios sí lo convence) y sumo al Tripi a la lista, porque estoy seguro de que va a encontrar que más de uno digno de él. Ahí les dejo una selección: 
Proverbios del Infierno:
"En tiempos de siembra aprende, en la cosecha enseña y en el invierno goza."
"Conduce carro y arado sobre los huesos de los muertos."
"La senda del exceso lleva al palacio de la sabiduría."
"La prudencia es una fea y rica solterona cortejada por la incapacidad."
"Sumergid en el río a quien ama el agua."
"El necio no ve el mismo árbol que ve el sabio."
"No hay pájaro que vuele demasiado alto si lo hace con sus propias alas."
"El cuerpo muerto no venga injurias."
"Si el necio persistiera en sus necedades llegaría a sabio."
"Las prisiones se construyen con piedras de Ley; los lupanares [burdeles] con ladrillos de religión."
"Del agua estancada espera veneno."
"No sabrás lo que es bastante hasta saber lo que es más que bastante."
"Si otros no hubiesen sido tontos, tendríamos que serlo nosotros."
"La condena estimula, la bendición relaja."
"¡Las oraciones no aran!"
"El perfeccionamiento traza caminos rectos; pero los torcidos y sin perfeccionar son los caminos del genio."

Aquí una pequeña dosis de sabiduría infernal y poética, pues. El tipo de cosas que, si podemos creerle a Blake que las escuchó donde él dice que las escuchó, uno puede aprender del diablo (un tipazo, por lo que se ve). Así que dejo estos proverbios para que los mastiquen en paz y me despido. Eso sí, con una copa en alto. ¡He dicho!

martes, 14 de junio de 2011

Y frente al Abismo... una carcajada


De los muchos grandes poetas que han pisado esta tierra de nadie, hay algunos que me han sacudido profundamente, que se me han clavado con especial fuerza en la médula espinal o entre las tripas, precisamente porque nos recuerdan, con sus palabras, con la lenta y fatídica cadencia de sus versos, eso: que esta tierra que vamos hollando con nuestros pasos no es de nadie, y sin importar cuánto nos esforcemos por rastrear el cielo, no daremos con los ojos de un buen padre que nos eche una sonrisita desde las alturas, sino que veremos abrirse, entre las nubes o entre las estrellas, otro cielo, un cielo vacío que hace de testigo mudo al correr de los lentos años bajo cuyo imperio nos vamos marchitando. Una tarde que parece eterna, pero que se desploma en polvo, en sombra, en nada.
Llegados a este punto, imagino que la reacción de muchos sería llevarse las manos a la cabeza y ceder a la desesperanza, como si la amargura fuera algo más que un sabor que, si va bien acompañado, pasa muy bien. De hecho, siempre he pensado que lo más duro del credo del pesimismo es aprender que resignarse no significa, necesariamente, bajar la cabeza. 
No sé si será una cuestión personal, pero siempre he descreído profundamente de la Esperanza, puesta así con mayúscula. Recuerdo unas palabras, geniales como todas las suyas, del maestro Pier Paolo Pasolini: "No debemos esperar nada. La esperanza es algo horrendo inventado por los partidos para sostener sus escritos". Él, claro está, siguió encabezando una lucha que, a lo mejor, ya sabía perdida, pero tomándosela muy a pecho, como una verdadera pasión, como si al decir estas palabras él mismo distinguiera esa Esperanza abstracta y portentosa de la otra, la esperanza a la que puede aspirar un ser humano cualquiera, sentado en su sala, paseando por la plaza, lustrando zapatos. Como lo hizo Sartre, también. 
Siempre he admirado a los que pueden luchar por un ideal, siempre que lo hagan con esa mezcla tan especial de lucidez y pasión, ya sea que se trate de pesimistas o de optimistas. Pero sé, también, en qué trinchera me toca estar a mí. Mi escepticismo es lo bastante sólido como para no permitirme escuchar o leer nada Serio sin desconfiar. Pero entonces, ¿significa eso que el mundo, para el pesimista verdadero, debe reducirse a cuatro paredes en los que luzca retratado el más puro y asfixiante absurdo?
Bueno, en cierto modo sí, pero lo bueno es que se puede decir esto con una sonrisa bien dibujada en la boca. Como lo hacía, dicho sea de paso, Schopenhauer, el filósofo pesimista por excelencia, que hablaba del Infierno disfrazado que era en realidad el mundo frente a mesas muy bien servidas, gastando bromas y tomándose un tiempo para practicar con la flauta. La actitud de Petronio, que se abrió las venas metido en una bañera y esperó a la muerte rodeado de sus amigos, conversando de poesía y, nada nos cuesta imaginarlo, haciendo comentarios cargados de humor, y del más negro. 
Reconocer que vamos arrastrando nuestras existencias por territorios baldíos, bajo un cielo vacío, no tiene por qué deprimirnos, creo yo. Siempre que se tenga la lucidez y el sentido del humor necesario, uno se da cuenta de que esta tragedia se viste de entremés cómico y adquiere "dignidad" por su propio patetismo. Además, la cerveza sale más barata, sobra la buena compañía, y lo mejor que puede hacer uno para quedar bien es reír, así no entienda el chiste. 
Dejo, pues, estas reflexiones sueltas. Para variar, tendría que articularlas y sustentarlas mejor, pero por ahora basta y sobra. En todo caso, y esperando que me disculpen las malas letras, voy a cerrar con broche de oro, con uno de esos poemas de los que hablaba al principio, nada más ni nada menos que uno del gran Salvatore Quasimodo:

Y enseguida anochece
Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra
traspasado por un rayo de sol:
y enseguida anochece.

Desencuentros Encontrados #2: César Gutiérrez

Un Bombardero Desbocado
Entrevista a César Gutiérrez


Muchos historiadores están de acuerdo al afirmar que el siglo XX empezó, en realidad, en 1914, al estallar la Primera Guerra Mundial; del mismo modo, creo que podemos decir desde ya, estando todavía tan cerca, que el XXI no empezó con los millones de fiestas que recibieron el año 2000, sino casi dos años después, el once de setiembre del 2001, cuando dos aviones fueron a dar contra las Torres Gemelas, con lo que la Historia puso su sello de sangre para indicarnos que, efectivamente, empezaba un nuevo milenio. Y esta es, precisamente, la fuente de la que ha bebido hasta hartarse César Gutiérrez para escribir Bombardero, que pese a ser su primera novela, ya es reconocida por muchos como una obra mayor. Pero no sólo eso, sino que, con sus complejas propuestas de lenguaje, estéticas y ontológicas, Bombardero es, también, una obra que entra de lleno a una nueva sensibilidad, muy propia de los tiempos que corren. Ahora, viendo que el libro ha sido reeditado, que algunos de sus fragmentos han sido publicados en inglés y que de hecho empieza a hablarse de una traducción íntegra, he pensado que es un buen momento para volver a traer a su autor, junto con su compleja creatura, al frente.
Quedamos en vernos en el Piselli, una taberna barranquina de la que ambos somos asiduos. Antes de salir, puse un par de canciones de Bowie mientras preparaba preguntas, grabadora y casete. Luego salí hacia el bar, con la idea de llegar un poco más temprano: una vez allí, pedí una cerveza y evoqué el olor de las páginas de ese libro, el Bombardero. Caos, violencia y mugre conviven, allí, con la ternura, el placer y la fugacidad de un tiempo que se desmorona. Es un libro arriesgado: complejo, tortuoso, por momentos hasta agresivo. Pero tiene un olor inconfundible: el de la buena literatura. César llega al cabo de un rato, con un amigo. Trae consigo la revista neoyorquina en la que han publicado los primeros fragmentos de Bombardero traducidos al inglés. Pedimos otra cerveza y nos quedamos charlando hasta que hace su aparición el fotógrafo. Preparo mis cosas. Estamos en el aire


Han pasado tres años desde que apareció Bombardero y arrancó a volar. ¿Cómo ves tú, desde tu posición de autor, el mar de reacciones que ha ido generando el libro?

Absolutamente sorprendente, desde el primer momento. Inclusive desde antes de que saliera el libro era entre gracioso y terrorífico saber que había una expectativa que pendulaba entre la admiración y el ataque frontal, digamos. Y sospecho que va a seguir siendo así, porque cuando se publicó la primera “proto-versión” del libro, que después siguió siendo corregida, en un blog bastante conocido, han pasado muchas cosas. Yo jamás pensé que pudiera generar la respuesta que tuvo; y ahora que cierro este ciclo me pongo a pensar si yo realmente tenía en ese entonces el más mínimo cálculo de lo que podía haber generado durante todo este tiempo, y te confieso que no. Yo nunca pensé que este libro iba a ser reproducido por una editorial tan fuerte como Norma; que iba a tener una repercusión internacional como la que tuvo; que iba a ser traducido… No: yo pensé que iba a ser totalmente apabullado, sepultado por el mar de críticas y por toda esta cosa que tiene el Perú. Pero supongo que también esa es la senda del perdedor, como decía Bukowski: si tú haces algo para llegar al fondo de las cosas, llega un punto en el que ya no puedes caer más. Entonces yo hice este libro sabiendo que ya había tocado el fondo, y supongo que por eso estoy flotando un poquito hasta ahora. (Risas)

Pero la crítica en general no ha sido mala. Además de Fernando Ampuero y Mirko Lauer, que fueron los que presentaron el libro, ha habido otras críticas buenas. La de González-Vigil, por ejemplo.

Bueno, sí. Debe haber habido por lo menos unas… 29 o 30 críticas absolutamente favorables. Hay sólo una que no es tan favorable, pero es de un chico que siempre termina diciendo lo mismo, ¿no? Es el único que quiso distinguirse por ser el “alumno malcriado” de la clase (Risas). Es un chico que tiene una columna en La República, se llama Javier Ágreda. Pero él siempre termina sus columnas así, diciendo que los libros no lo convencen. No lo convence ningún libro. Pero los otros sí. Julio Ortega fue muy generoso, en EEUU hicieron exégesis muy amables… y supongo que uno debe estar contento con eso.

Reacción, además, bastante amplia, si tomamos en cuenta que el primer tiraje del libro no pasó de los cuánto, ¿quinientos cincuenta ejemplares?

Fueron quinientos, en realidad. Menos uno que se quedó el impresor. Cuatrocientos noventa y nueve libros, que salieron en enero del 2008, y que fueron guardados en veinticinco cajas que parecía que pesaban una tonelada cada una, y que yo mismo cargué hasta el lugar donde estaba alojado acá en Lima, un hotelito que queda aquí cerca, en Barranco. Presenté el libro con Fernando y con Mirko, y después pasó una cosa muy bonita. Porque yo no tenía dónde ni cómo vivir, pero el libro me fue manteniendo. Es más, durante un año, y casi dos, viví de este libro. Creo que hasta podría enorgullecerme de ser tal vez el tercer autor peruano en vivir de su obra. Porque quiénes están: Vargas Llosa, Bryce… y yo (Risas).

A ver, yo siempre he pensado en algo que se desprende de la lectura del libro, y es a lo que podríamos llamar el “Universo Bombardero”. ¿Cómo definirías tú este “Universo”?

Bueno, ahora que he tomado algo de distancia, porque hace un tiempo que no lo leo, y ha pasado mucho desde que lo escribí, es mucho más fácil tratar de definirlo. Porque claro: cuando está fresco… el “muerto fresco” uno nunca sabe a qué huele, ¿no? Pero ahora que sé que está bien muerto, y supongo que debe ser un scanner de las distopías. Pueden ser también once pedazos rotos de un motor muerto. Me parece que pueden ser once amores que se fragmentan en once ciudades en las que se demuelen esos amores uno a uno. Me parece que son muchas historias que corresponderían a la idea original posmoderna de que el fragmento puede hacer que por sus muchas partículas elementales, utilizando un término de Houellebecq, enarbolen y quizá hasta compongan una idea más o menos sólida de una historia que tenga algo que ver con algo parecido a la novela moderna. Supongo que eso sería lo que yo tendría que decir de este libro, que por lo demás me sigue pareciendo una cosa muy extraña, absolutamente inasible, que yo en este instante no podría hacer, y ante la cual me siento absolutamente empequeñecido.

Además, el lenguaje que usas, mitad prestado del mundo contemporáneo, mitad inventado, ayuda mucho a generar esta impresión ontológica, de universo “cerrado”, que tiene Bombardero. Los nombres de las ciudades, los préstamos, los juegos de palabras… ¿cómo surge este proceso lingüístico?

A ver… te cuento cómo trabajé. Lo trabajé de una manera absolutamente cerebral, porque yo jamás pensé que la inspiración pudiera guiarme. En realidad, lo que me guió fue eso que dicen los italianos: que en un libro tienes diez por ciento de inspiración y noventa por ciento de transpiración. Y en este caso creo que fue casi un cien por ciento de transpiración. Porque inspiración no hubo mucha. Lo que hubo fue la chamba de un sujeto que necesitaba vengarse de sí mismo. Hacía mucho que yo estaba vinculado al periodismo, y me sentía todo el tiempo mal yendo a trabajar para que otros se llevaran los frijoles. Así que me dije: “Bueno, sí, a mí me pagan tanta plata por trabajar y tal, pero yo quiero trabajar para mí”. Obviamente, esto derivaría necesariamente en un cataclismo económico cuyas consecuencias sigo sufriendo, pero me siento mucho mejor, más liberado, con menos plata pero con más amigos que antes, y habiendo hecho esto que fue, como te digo, una venganza. Y mi venganza consistió en crear un aparato que no existía, pero que yo inventé. Era una licuadora, o era un sampler, o era cualquier cosa que sirva para mezclar. Ya tenía más o menos una idea de la situación, y con eso había que habilitar dos cosas: atmósfera y personajes. Entonces, con la situación, buscaba aliados en la red, en historias, en libros, en películas, en versos, en pinturas… todo lo que fuera útil para la historia que supuestamente estaba en mi mente. Y todas estas situaciones confluían en esta licuadora, en este sampler, en este mecanismo de disolución de fragmentos, y allí empezaban a trabajarse, a anularse y a reeditar mutuamente sus perspectivas. Es así como cada situación fragmentaria se fue uniendo de manera más o menos trabajosa y con una cantidad enorme de información, porque había una selva de ideas, y el problema era cómo hacer que esta aparatosa conflagración de elementos que tenía funcionara con todas las demás sensaciones que había acumulado durante el proceso para la situación. Era muy complicado. Me demoraba mucho en armar una pequeña parte, y la novela se fue armando así, y yo no tenía idea de qué cosa iba a ser este libro al final. Ni siquiera sabía que tenía que ser una historia de amor, pero pensé: el 11S, las Torres y demás… bueno, aquí hay una guerra. Y en la guerra tiene que haber una víctima y tiene que haber un héroe, un héroe y una heroína, un héroe y su relación con la heroína. Entonces ya ocurrió el primer momento, en el que vinculé dos conceptos, que luego se fueron multiplicando en la velocidad del tiempo en que ocurrían las situaciones para alimentar la historia principal y las miles de historias sucedáneas, alternas, que ocurrían en torno a este tronco principal.

Pero no sólo eso. Porque de acuerdo: por un lado, Bombardero es una historia de amor y de violencia, de destrucción y sensualidad, erótico y tanático… una suerte de tour de force interior en el que al final le cedes el cuchillo al lector para que escenifique su autoviolación o su automasacre. Pero no sólo eso, sino que también es una suerte de “persiana americana” a través de la cual revelas tu propio mundo. Hay un placer voyeur.

¡Sí, claro que sí! Sobre todo, potenciado por la poesía, ¿sabes? Justo estábamos hablando de Fernando hace un rato, y él siempre decía una cosa maravillosa: que el narrador puede hablar desde cualquier punto de vista, supuestamente, así sea para esconder el suyo; pero el poeta siempre habla en primera persona. No hay un solo verso en la historia en el que el poeta no esté presente. Entonces este libro es casi un pretexto para hacer un poema. Claro, que he usado la trama y todo eso, pero para darle un vuelo poético a cada momento donde debía ponerlo. Cuando hay ironía bueno, el lenguaje digamos que se degrada. Pero siempre pensé que los grandes momentos de la historia de la literatura tienen que ser necesariamente poéticos, y como yo no soy un gran escritor de los grandes momentos de la historia de la literatura, apelé a la poesía para que mi librito por lo menos pudiera flotar, gracias a la maravilla del lenguaje. Como no soy un gran imaginador, como no soy un portento joyceano o borgeano, me apoyo en las pequeñas cosas que tengo. Y la pequeña cosa que tengo es la poesía, y he tratado de que mi libro se salvara por ese lado: que tenga una cosa poética que pudiese subyugar al lector. Por eso es que siempre hablo en primera persona.

Bueno, si hasta has puesto una foto tuya en una parte del libro.

Ah, sí. En “Hiroshima”.

Y precisamente ese es uno de los temas de los que quería hablarte. Porque tú recurres a muchos lenguajes: al de la historia, al de la publicidad, al de las ciencias, hasta al de la crítica musical, en esa exposición que haces del disco de Bowie… y todo esto es una excusa para hacer poesía.

Claro. Y por otro lado, estos lenguajes son otra forma de exponerme. Lo que me dices de la crítica musical, por ejemplo, tiene que ver con que yo un tiempo también escribía sobre música, que fue lo que me llamó finalmente a la literatura. Yo era un disjockey, era cualquier otra cosa menos escritor, y me di cuenta de que era escritor cuando me llamaron mis amigos de Caretas porque yo tenía una columna sobre rock en un diario perdido en las estribaciones de los Andes surperuanos…

¿En “Momiamía” (Cuzco)?

(Risas) No, no… en “Ciudad Pálida” (Arequipa). Y bueno, esta columna tuvo cierta repercusión, así que me llamaron los de Caretas. Y resulta que estos amigos no eran periodistas sino más bien escritores, poetas. Así que me metieron al taller de literatura, y me decían: “Oye, escríbete un poema pues, hermanito”, y yo bueno, escribía un poema. Y luego empecé a leer a Eielson, y a conocer qué había pasado en este país, porque yo había salido de una cabina de radio y no sabía nada de literatura, y me encontré con este mundo tan maravilloso. Después me contrataron en Caretas, y allí aprendí a escribir poniendo sazones graciosas en una columna política, “Mar de fondo”, adornando con palabras.

Y, en vistas a esta fusión de estilos, a esta diversidad de lenguajes con la excusa de la poesía, ¿tú crees que Bombardero propondría en cierto modo una “nueva sensibilidad”, no para hacer frente, sino para reconocerse dentro de un mundo contemporáneo, virtual, catastrófico, que corre a mil por hora?

Mira, Santiago, a mí me encantaría que Bombardero no solo haga eso, sino que nos sumerja a todos, incuyéndome, en el universo de las 23 o 56 escalas de grises que tiene un e-book. Me encantaría que fuera un libro cibernético, que tuviera movimiento, olor… y esa es una de las grandes frustraciones que yo tenía al momento de escribirlo, porque lo que realmente quiero, y aspiro, es lograr crear una cosa que conjugue literatura con movimiento, con imágenes, que integre cine, escultura, pintura… es decir, que sea totalmente interactivo. Si este libro no es interactivo es porque está en papel. Y a mí lo que gustaría sería corporeizar y dinamizar aún más el universo de Bombardero, que puedas tocar y que aparezcan las imágenes, que estalle. Mi libro lo intenta, pero tiene grandes frustraciones. Digamos que es un proto-libro, hecho por un pobre sujeto enamorado de los nuevos tiempos por venir. Porque yo creo que llegará un momento en el que uno pueda hacer un e-book inmediatamente, ¿no? Osea, agarras y pones “print” y sale un e-book (Risas).

Ya que volvemos a estos temas, hay una palabra que mencionaste antes sobre la que me gustaría volver. ¿Cómo definirías tú, no en lenguaje Vattimo sino en lenguaje César Gutiérrez, la posmodernidad?

En una frase, diría que es una nueva posibilidad de las sensaciones. O aún mejor: que es una nueva estructura de sentimiento.

Hace no mucho el líder del grupo “Nocilla”, Agustín Fernández Mallo, con el que estuviste en Nueva York, comentó que lo que más le interesaba del panorama literario peruano actual eran Alarcón y tú. Y claro, ustedes tienen proyectos literarios muy diferentes, pero comparten eso que Wittgenstein llamaba un “parecido de familia”. ¿Cómo ves tú la obra y el proyecto de Fernández Mallo?

Bueno, cuando lo conocí no lo había leído, y él tuvo un gesto maravilloso: entró en una librería y compró los tres libros y me los regaló. Y, cuando los leí, me sentí emocionado de saber que tenía eso que dices, un familiar cercano. Porque normalmente eso de los “booms” literarios españoles te dan cierto tipo de desconfianza. Pero esta vez estaba muy bien, y creo que la posibilidad que le han dado las editoriales españolas y la cabida que ha tenido se las tenía muy bien merecidas. Lo que ocurre es que hay un descentramiento del mainstream desde el germen. Fernández Mallo no es un escritor. Fernández Mallo es un físico. Entonces sus libros están llenos de coordenadas, y él las adecua de tal forma que tienes información extra-literaria. Y yo tampoco procedo de la literatura. Yo soy un advenedizo. Y así me trataron de marginar en su momento. Cuando lancé mi revista, “Revólver”, la convoqué como discjockey, y tuvo una respuesta terrible en Arequipa, aunque tuvo una gran respuesta aquí en Lima. Y supongo que se trata también de lo que algún crítico notable dijo: “El español es el idioma que más maltratos trae a la consciencia del ser humano”. Porque es un idioma arribista, violento. Y lo que hacen los escritores es crear un lenguaje alterno, en el que se refugian. Esta alteridad, en el caso de Fernández Mallo, es la ciencia, de la que exprime una prosa de hechos científicos. En el mío, la ciencia ficción, que todavía está un poco más cerca de la literatura. Y estos lenguajes alternos, al subvertirse como literatura, se convierten en conjuntos de metáforas.

Ahora háblanos un poco del próximo bombardeo. ¿Tienes algún proyecto entre manos, o todavía estás maquinando? Recuerdo que hace un tiempo me hablaste de algo relacionado al teatro. Si se pueden dar adelantos, claro.

Sí, claro. Se puede hablar de todo. Yo no tengo esas cábalas de no hablar de lo que se está haciendo porque me va a traer mala suerte. Yo ya he tenido suficiente mala suerte en la vida, así que por qué voy a estar diciendo ese tipo de huevadas. (Risas) Y si no que me vaya mal, pues; que me vaya muy mal. ¡Si cuando estoy en el fondo es cuando mejores cosas me pasan! Así que todas las cábalas se van a la mierda. Y bueno, sí. Tenía este proyecto, que estuvo trabajándose con Óscar Naters, de “íntegro”, y que ya tenía un esquema más o menos hecho. Pero estos chicos de “Norma”, que son tan informales, y que no siguen la norma que te dice que tu palabra la tienes que cumplir… de hecho, no sé de dónde han sacado a estos “desnormados” que han puesto como directores de “Norma” (Risas). Así que el proyecto ha tenido que ser puesto de lado de momento, y ya lo haré cuando me dé la gana. Tengo muchos amigos que son excelentes actores y actrices, así que sería cuestión de darse un tiempo. Durante mucho tiempo también, antes, se estuvo haciendo una película, que terminó así, frustrada…

“En el aire”

Así, es. “En el aire” (Risas). Y después tuve el proyecto de irme de este país. Irme de Lima. Lima me parece uno de los lugares más bellos para tener amigos, a contrapelo de la ciudad, que me parece francamente horrorosa. Por eso vivo mirando al mar. Pero después hay que darse la vuelta para ir a comprar comida, y a dos cuadras de la casa está el Perú en su más gris explosión.

Eielson dijo una vez que Lima es una ciudad asediada por la muerte.

Es verdad. Lima es una ciudad agónica. Y es una ciudad no sólo asediada por la muerte, sino también por los peruanos.

Que son peores que la muerte (Risas).

Que son un aperitivo del infierno. Pero bueno, hay que seguir navegando en medio de la humedad de esta ciudad. Y yo estoy tratando de irme para escribir otro libro que pivote en torno a Nueva York. Hace poco estuve por allá más de un mes, y busqué todas las coordenadas que me lleven a investigar esta cosa en la que he pensado desde que terminé Bombardero, que es una cosa metafórica: la teoría de que, cuando caen las torres, todo –la vida, la muerte, las situaciones– ocurre en el subsuelo de la ciudad. Se trata de una novela que siempre quise hacer: un libro que sea una mezcla de las crónicas del artista del time-out que está sobre las vías del metro y sabe qué es lo que pasa en el interior, en las tripas de la ciudad. Y que en determinado momento los influjos de este mundo subterráneo operen de manera violenta en la superficie; porque las torres cayeron, y todos hemos muerto en ese momento. Entonces, ese magma flota a la superficie, donde ocurren los multi-ciber-procesos. Una novela que vaya desde el subsuelo a la superficie. Claro que yo no sé cómo hacer esto, pero ya tengo las coordenadas, ya sé cuáles son las cuatro estaciones en base a las cuales tengo que trabajar: ya las estudié, las tengo filmadas, sé cuál es movimiento exacto de los trenes, la cantidad exacta de óxido que hay en cada una de las cicatrices de plomo, y cuántos son los asesinatos, y cuántas las prostitutas que asisten… Quiero hacer un trabajo de ingeniería genética en base a esta ciudad fabulosa, fascinante, extraordinaria y catastróficamente emocionante.

Y volviendo al Bombardero, hablemos un poco de cómo marcha la traducción al inglés.

Perdidos en la traducción.

Bueno, tomando en cuenta las dificultades que ofrece el texto, por la cantidad de juegos de palabras, los términos y demás, ¿crees que el inglés da una nueva posibilidad a tu texto, o que más bien lo limita?

Yo no puedo saber tanto sobre eso. De hecho, lo experimenté en abril, en la ciudad de Amherst, que es la ciudad de Emily Dickinson. Allí se formó un primer equipo de traductores a raíz de la gira que hice por cinco universidades: había un grupo de chicos que estaban allí siempre, tomando fotos, grabando… y en cierto momento me abordan en la fiesta que me hicieron después de la presentación en la Universidad de Massachussets y me proponen sacar una traducción del libro. Hubo otro conflicto con otro editor, también, y se peleaban, y me ofrecían esto y lo otro, que un departamento en Nueva York y no sé que tanta cosa; y yo sólo les decía: “I want to drink a beer with you”. (Risas) Era muy gracioso, porque estaba borrachísimo, y los chicos se reían, y yo me sentía un poco como Oscar Wilde, que cuando llega a Estados Unidos y todos le abordan y le preguntan que qué tiene que declarar, él les dice: “Además de mi talento, nada”. (Risas) Así que pasó todo esto, y se forma este primer grupo que empieza a traducir los fragmentos que han aparecido en el “New York Tyrant”. Me quedé todavía otro par de semanas, y de pronto se empezaron a pelear entre ellos, porque surgían problemas de ese tipo: cómo traduces, por ejemplo, “Quechueslovaquia”. Entonces uno decía una cosa y el otro decía otra… y yo aportaba con lo que podía, que era mínimo, y les recomendaba qué se yo... que pusieran un pie de página explicando el juego de palabras o algo así. Pero los chicos se siguieron peleando, y se pelearon tanto que se disolvieron. Así que yo opté por lo más salomónico: les dije que bueno, si ustedes no pueden, Mónica Bellevan, que es una chica brillante y la que me ha acompañado todos estos años empujando al Bombardero, podía encargarse del asunto. Y confié en Mónica para que hiciera una reedición, porque cuando le mostré esta traducción del “Tyrant” ella se quedó pasmada, y me dijo: “¿Vos has dejado –Mónica ha vivido muchos años en Uruguay, y se le ha quedado el voceo– que hagan esto? ¡Pero si le han quitado toda la poesía!” Y ahora quiere mandar una carta y denunciar a los traductores y qué se yo (Risas). Pero voy a confiar en ella, porque ella conoce todo el proceso, y me ha acompañado todos estos años. Cuando nadie le daba bola a este libro, y yo era un tipo abandonado y completamente derrotado, descastado, Mónica fue el único lazo sólido que tuve con la cultura nacional: me escribía a Nueva York, me mantenía al tanto y se preocupaba por mis progresos. Yo le preguntaba que qué podía hacer con este libro que nadie quería, y ella me respondía que fuera paciente como las arañas. Y cuando ocurrió el milagro y cayó la plata para sacar el libro, Mónica me dijo: “Bueno, ¿no te dije? Ahí está”. Pero yo, como soy medio paranoico, entraba en desesperación, y creía que todo el mundo estaba en mi contra. Sólo que claro, no soy tan importante como para que todo el mundo esté en mi contra, ¿no?

Esta entrevista fue realizada en el transcurso del año pasado, así que donde se lee "tres años", tendría que leerse ahora "cuatro". Por diversos motivos, al final quedó inédita, así que me he dado el lujo de publicarla íntegra, sin mayores procesos de edición, pero con la esperanza de que pase a formar parte del corpus de textos que rodean esta obra única en su especie que es el Bombardero, y de que sea no sólo una lectura relevante para alguno, sino también grata. Las fotografías son obra y gracia de mi compadre Jorge Chávez.

Un servidor (no exactamente en su mejor ángulo) y el entrevistado, Gutiérrez, gozando de los dones del Piselli.

lunes, 13 de junio de 2011

"Glorias del Cigarro", un fragmento (Ricardo Palma dixit)

Permítaseme traer a la memoria estas palabras, que tanta falta hacen hoy por hoy, como quien dice, para depurar un poco la fantasía de todos esos que se creen que los hombres somos ángeles, cuando es tan obvio que las alas y la aureóla nos quedan bastante anchas. Ni qué decir, que el vicio es tan humano como el errar. Curioso, porque cuando Ribeyro se preguntaba, en Sólo para fumadores, por los autores que habían glorificado el tabaco en la literatura, se acuerda de Moliére, pero olvida por completo este texto genial de un compatriota nuestro, nada más ni nada menos que el gran Ricardo Palma; texto que lleva el poético título de Glorias del cigarro, y del que extraigo unos fragmentos, para que brillen por aquí, entre nuestras copas y tazas. Ya lo digo: que a la estatua de Palma que está en el Parque de las Tradiciones le falta un pucho en la boca. Y al que no me crea, pues que lea y se entere (por cierto, que Leónidas Ballén, del que se habla en el texto, era un cigarrero de la época de Palma y amigo suyo, y a él le dedicó el texto su autor):
 
"Que el cigarro es un curalotodo, una eficaz panacea para los males que afligen al hombre, una especie de quitapesares infalible, es cuestión que no puede ya ponerse en tela de juicio. Por eso tengo en más estuma una cigarrería que una botica. Y si no vea usted lo que leí en un centón, escrito por un fumador de cuyo nombre no quiero acordarme.
Va de cuento.
Hablaba un predicador en el sagrado púlpito sobre las miserias y desventuras que a la postre dieron al traste con la paciencia del santo Job. Los feligreses lloraban a moco tendido, salvo uno, que oía con la mayor impasibilidad la enumeración de las desdichas y que, interrumpiendo al sacerdote, le dijo:
-Padre cura, no siga usted adelante, que estoy en el secreto. Si ese señor Job gastaba tan buenas pulgas, fue porque tenía en la alacena muy ricos puros, de esos que llevan por nombre Club Nacional y que se encuentran en casa de Ballén. Así cualquiera se aguanta y lluevan pensas, que no en balde dice el refrán: A mal dar, pitar
-¡Hombre de Dios! -contestó el cura -. Si entonces ni había clubs, ni don Leónidas pasaba de la categoría de proyecto en la mente del Eterno, ni se conocía el tabaco...
-¿No se conocía? ¡Ah! Pues ya eso es otro cantar. Compadre, présteme su pañuelo.
Y nuestro hombre se echó a gimotear como un bendito".
 
Y ahí va otro fragmentito:
 
"¿No le parece a usted, señor Ballén, que si el pobrete Adán hubiera tenido a mano una caja de coquetas o de aprensados, maldito si da pizca de importancia a las zalamerías de la remolona serpiente? Entre un cigarro y la golosina aquélla, que a ciencia cierta nadie sabe si fue manzana o pera, de fijo que para su merced la elección no era dudosa. Así nos habríamos librado los humanos de mil perrerías y no vendríamos a la vida, sin comerlo ni beberlo, con esa manchita de aceite llamada pecado original". 
 
Así queda escrito en Glorias del cigarro, y ahora también dicho aquí, en el Café. Ojo, que no lo digo yo, que no soy nadie; que es palabra de Ricardo Palma, y eso ya es otro cuento.


viernes, 10 de junio de 2011

Tocayaje: Santi Guillén y Yabo Torbo


Hoy quiero hablarles de uno de mis hermanos. No es la primera vez que lo hago, porque aquí en el Café nos hemos tomado muy a pecho lo que hace, registrando paso por paso el desarrollo de su proyecto musical, pero hoy quiero sacar un poco más las vísceras a relucir, y no sé si será culpa de la resaca o qué, pero lo cierto es que hoy me siento autobiográfico. 
España (máter severa, pero que no usa ropa interior) ha querido metérseme en la vida para alegrarla un poco. Su música y sus toros me han acompañado desde que tengo memoria, y con el paso de los años empecé a interesarme por su historia y su cultura, a contagiarme de su negro sentido del humor y a emborracharme con sus vinos, en crudo o en versión tinto de verano (ya se podrán imaginar que mis amigos me joden por la hispanofilia... qué se le va a hacer). Y, sobre todo, España me ha deparado hermandades de hierro, amigos de esos que queman biblias por uno y que están allí, como dice el cliché, en las buenas, en las malas y en las juergas. 
Hoy, pues, quiero hablar de mi hermano, mi tocayo murciano, el gran Santi Guillén. Músico, ingeniero de sonido, compositor, letrista, y toca la guitarra... que te cagas de pie. Nos conocimos en Buenos Aires, allá por el 2008, vía una amiga común, María Villegas, una española con la que compartía departamento en Borgeslandia. Ni bien nos conocimos hicimos buenas migas, y a la primera borrachera ya éramos hermanos de sangre. Jamás olvidaré esas tardes eternas en las que, armados de guitarras y cigarros, tentábamos a los vigilantes nocturnos de las puertas del Infierno. Que si él me enseñaba los acordes de alguna canción de los Beatles, que si yo le enseñaba a tocar rancheras y tangos... a la noche llegábamos con el humor templado para jugar al mus entre las cervezas y los vinos, y a la madrugada la mandábamos a dormir sin beso de buenas noches. Después, en Lima, hemos compartido más de un blues bajo el sol enfermo de mi maravilloso Barranco. 
Pasan dos, tres años. Él, ahora, estudia música en Madrid, aunque tenga las venas a la orilla del Mediterráneo y el corazón (y el hígado) entre Lima y Montevideo. Yo, cómo no, encerrado entre las cuatro paredes de mi vida, siguiendo la misma ruta que va de mi casa a la universidad y de ahí al bar de la esquina, tomándome el tiempo que pueda para hacer de periodista. Voy recibiendo noticias suyas: que algo se está armando, que el huevo que empollaba empieza a abrirse, que un documental por ahí... hasta que de pronto llega a mi casa un cartero (¿todavía quedan carteros?) y me entrega un paquete: el primer disco de Yabo Torbo, el dúo dinámico y musical del que forma parte mi compadre Guillén (que no sólo el apellido lo tiene de poeta, eh). Le he dado mil vueltas, he escrito alguna crítica por aquí, y sueño con el día en que nos pongamos de pie sobre el mismo escenario para cantar a viva voz y botella en mano esa que se llama Me dispongo a morir
Urbano y sin embargo etéreo, Santi Guillén es de ese tipo de personas que pueden imaginar el Paraíso aunque tengan los pies metidos en una cloaca. "Mirando las estrellas", como decía Oscar Wilde. Bien parado sobre la tierra, dando a la cara a la vida, todavía se puede dar el lujo de soñar y, lo que es aún más importante, de luchar por algo en lo que cree. Yo, que soy un escéptico nato, siempre lo he admirado por eso, por la fuerza con la que puede seguir un ideal, eso para lo que yo soy un negado. Y, encima, el muy cabrón se da el tiempo de vivir, de gastarse noches y días y de ser uno de los tipos más divertidos y más de puta madre que he conocido.
Memorial de las noches sin memoria... veamos lo que puedo rescatar de las lagunas que la vida me va dejando... 
Estamos en el departamento de Buenos Aires yo, mi tocayo el Santi, y el soperuano Jorge Chávez, leyenda viva de los arrabales más macabros. Sobre la mesa, botellas vacías de cerveza, tal vez una de pisco, y otra a medio vaciar. Surge, después de varias horas de charla, el tema de la masturbación. Risas, ejemplos, alguna anécdota, más risas y de pronto sale Santi con la metáfora perfecta: "Puñalada de carne en barra". Poco después (o antes... ya no lo recuerdo) nos aleccionaba con dos sentencias de gran sabiduría y la más poética belleza (haz memoria, Tripi): "Si hay pelito, no hay delito" y "Si pesa más que un pollo, me la follo". Carcajada general, otro brindis, y ya no recuerdo lo que sigue. 
Esta copa, pues, la levanto por Santi Guillén, mi hermano y sin embargo amigo, mi tocayo del otro lado del charco, mi cófrade en esta cantina de la poesía del fracaso. Breve y necesario homenaje, de paso que luz verde a la memoria. Es que a mí las resacas me ponen sentimental. Venga, dejémonos de mariconadas: otra botella, y un poco de música. Con ustedes, Santi Guillén. 


miércoles, 8 de junio de 2011

La institución de la Originalidad


¿Quién no ha tenido alguna vez, cuando sale a la calle, mientras camina por una acera abriéndose camino por entre la gente que viene andando en camino contrario, la sensación de que se encuentra hundido en medio de una masa informe de seres sin rostro ni voz, de sacos de carne y huesos que marchan como por inercia para dejar de existir ni bien les damos la espalda o en cuanto doblamos la esquina? O, peor aún, ¿quién no ha llegado a pensar, con horror, que tal vez nosotros mismos somos un pedazo más en ese anónimo y callado mosaico? La muerte del individuo, tragado por las fauces furiosas de la vida contemporánea, esa en la que queda tiempo para todo menos para la vida, donde la muerte se parece a cualquier cosa más que a la muerte. 
Creo que todos (o casi todos) hemos pasado (o paseado) alguna vez por esta pesadilla sartreana, por este infierno de espejos, aceras y luz de sol. Pero no es más que una cara de la moneda, y tiene un reverso. Reverso que, tal vez, no sea tan terrible, pero que comete otro pecado que, en cierto modo, es hasta peor: el de la ridiculez más superficial. Tanto, que hasta casi dan ganas de volver al mundo de la colectividad y el anonimato.
Yo no sé por dónde es que tantas personas arrancan de la premisa "sé tú mismo, sé original" la absurda conclusión "sé diferente". Es cuando la gente da ese salto que uno, cuando sale, se siente hundido de pronto en otra comedia del absurdo. Aunque tal vez, dadas las pintas a las que algunos se sienten obligados a imponerse, sea más preciso decir que uno se siente perdido en Marte, o en la luna de algún planeta en Alfa Centauri. Rebeldillos, artis, bizarrines de poca monta, punkies de revista de modas. Y todos ellos sin la más mínima convicción, empujados por el deseo de distinguirse de los otros pero con la cabeza más vacía que la tumba de Lorca. 
Ahora, que no es que esté mal que a la gente le dé por vestirse, hablar o pensar como le salga del culo hacerlo. Yo mismo me encajo la cachucha que me regaló mi abuelo algunas noches, y sólo porque me da la regaladísima gana de hacerlo. El problema, el malestar, empieza cuando de pronto la gente se siente obligada a hacerlo, cayendo en su fuga de la alienación en la más grande y jodida de las alienaciones. ¿Qué quieren que les diga? Hoy en día, no hay nada que sea menos original que ser original. El "ser diferente" se lleva el puñal al cuello cuando todo el mundo se lo toma a pecho. 
Ojo: que no hayan confusiones. No estoy hablando de la forma de vestir, sino que la tomo de ejemplo para hablar de algo que está mucho más metido en las cabezas y los esfínteres de la gente. ¿Cuántas veces me he topado con tipos de esos que hablan abusando de las mayúsculas, defendiendo ideas y creencias que parecen haber nacido de un viaje de ácidos y que no tienen ni podrían tener el más mínimo nexo con la realidad, usando tonos de voz impostados mientras juran por la oscuridad (con sus tres obvios puntos suspensivos) o por Snoopy? 
Los gustos que se imponen esta clase de personajes son otra materia digna de interés. Yo puedo entender que a uno le gusten las rarezas, las pichuladas, el canon del gafapastismo y la cultura del underground, pero entre eso y hacer un fetiche de la rareza hay un foso. Me refiero a esos tipos (todos hemos conocido a alguno) para los que sólo puede ser buen cine el independiente, y si es de algún país de nombre extraño (ya sea la República Checa, Albania o Kazajstán), pues muchísimo mejor, y siempre y cuando no llegue a los grandes públicos, porque ahí mismo declaran la muerte de dios. Qué, ¿si me gusta Tarkovski no me puede gustar también la última de Stalone? ¿No puedo ser fan de Kurosawa y decir que me partí de la risa viendo una comedia americana a lo "Hangover"? ¡Que no! ¡Si para ellos sólo existen dos directores americanos dignos, y esos son Tarantino y Tim Burton! Dos genios, dicho sea de paso, que se cagarían de risa en sus narices y que, les guste o no, son tan de multitudes como cualquier anónimo de Hollywood. 
¿Lo que trato de decir? Pues nada. Yo, para moralinas, no estoy ni ahora ni nunca. Soy de los que piensan que cada cual ha de hacer lo que le salga del culo y listo. Y a mí, francamente, me daría pereza tener que reinventar mi personaje para adecuarlo a las exigencias de "lo diferente", que además, ya lo digo, me parece el colmo de la falta de originalidad. A mí me gusta la sencillez, y con esto me refiero a que cada cual cargue con su carácter tal y como es, con sus posturas e imposturas bien clavadas en el páncreas, y sin falsas convicciones ni exclusivismos destinados a la pose y el conventillo. Ya bastante jodido es esto de ser uno mismo como para encima romperse la cabeza pensando en el maquillaje. 

Cierro esta nota con un brindis bien alto a Mr. Mierdas y el Sgt., que desayunan gafapastas crudos a diario y saben de sobra de lo que estoy hablando. Y les dejo de paso un video, para que todos los que me vengan a mí con parafernalias del buen gusto se den cuenta de que hasta un rosadito como Luis Miguel puede hacer unas cosas de la puta madre, con ese vozarrón que tiene: porque sus canciones serán una mierda, pero me divierto mucho escuchándo una que otra de cuando en cuando; y porque cuando le da por cantar un clásico, lo hace mejor que dios en persona, como bien lo demuestra el video. A toda la peña: una copa en alto, carajo.  


sábado, 4 de junio de 2011

La del sábado: Orquesta Mondragón - "Viaje con nosotros"

No hay mejores resacas que las de Ley Seca (esa pichulada), y mientras la tarde se aproxima a su fin, yo vengo a invocar por estos lares a nuestra rockola sabatina una vez más, para cargarnos la vida en el hombro y apurar los pasos a ritmo de cha cha cha. Hoy, suena entre nosotros la inconfundible voz de Javier Gurruchaga, ese sicario con espíritu de bufón, acompañado por la siempre necesaria Orquesta Mondragón, interpretando ese clásico de clásicos que es Viaje con nosotros. Ya sólo nos falta poner por aquí un par de acróbatas, unos leones y la carpa de colorinches, pero lo dejaremos para cuando haya el presupuesto. Y ahora, a prepararse, que se nos cae la noche encima, y todavía hay que preparar la resaca de mañana. Oigan, que no es para tomárselo a broma, porque hay que ir a viciar un voto. Por lo pronto, y de aquí al final de la noche, pues seguiremos bailando. 

viernes, 3 de junio de 2011

Alejandra Pizarnik: el sabor de la nostalgia

Uno de los mayores logros de la poesía (y de la buena literatura, que es otra forma de poesía) creo yo que es la de poder convertir la tristeza, el horror y aún la más aguda náusea existencial en algo con lo que podemos deleitarnos desde lo más íntimo de nuestra médula hasta cada uno de los poros de nuestra piel. ¿Quién podría imaginar es posible cosechar placer de una pesadilla? Pues ahí están Byron, Baudelaire, Rimbaud y el Inferno de Dante para demostrarlo. ¿Cómo puede la ausencia hacernos sentir un grato y a la vez incómodo cosquilleo en el estómago? Lean a Mallarmé, a Nerval o a Borges y, si no comprender, al menos sí que podrán sentirlo.
También, la ausencia de sí mismo, el leve pero desgarrador distanciamiento de sí, el lento hundirse en el polvo de la muerte y la nada. La nostalgia de la vida y de sí mismo, si quieren, y olé por Cernuda. De entre los peruanos, se me vienen ahora a la mente el maestro Eielson ("¿Seré yo, arenas giratorias, libres astros, / firmamento hundido, el que se inclina / y besa su rostro puro entre velos y serpeintes?") y Blanca Varela ("El corazón se deshoja"). Y pienso, también, en otro nombre, el de la argentina Alejandra Pizarnik. 
Sus poemas, creo yo, son para ser leídos como un grito que te susurran al oído. Y no gritos de guerra, ojo, sino de profundo pero resignado dolor, que es el que puede sentir uno cuando trata de saldar cuentas con un espejo, y que llega a nosotros a través de palabras que se tejen en versos, algunos de los más hermosos (y crudos, también) que se han escrito de este y de todos los lados del mundo. 
Yo la descubrí la primera vez que fui a Argentina, allá por el año 2007, en una calurosa noche de principios de otoño o fines de verano. Desde entonces, se ha convertido en uno de esos tragos poéticos que son tan necesarios para que la existencia que trato de remolcar hasta el fin de mis días no pierda su forma y se me vaya cayendo a trozos por el camino. De más está decir que es, para mí, un verdadero gusto poder compartir un poco de él con ustedes, así como añadir que ya tengo la copa en alto, esperando a que caiga el primero que brinde conmigo. Entretanto, ha caído la noche. La vida, esa lenta forma de morir, continúa. 

Exilio
Esta manía de saberme ángel,
sin edad,
sin muerte en qué vivirme,
sin piedad por mi nombre
ni por mis huesos que lloran vagando.

¿Y quién no tiene un amor?
¿Y quién no goza entre amapolas?
¿Y quién no posee un fuego, una muerte,
un miedo, algo horrible,
aunque fuere con plumas
aunque fuere con sonrisas?

Siniestro delirio amar una sombra.
La sombra no muere.
Y mi amor
sólo abraza a lo que fluye
como lava del infierno:
una logia callada,
fantasmas en dulce erección,
sacerdotes de espuma,
y sobre todo ángeles,
ámgeles bellos como cuchillos
que se elevan en la noche
y devastan la esperanza. 


En la foto, claro está, la guapa Pizarnik.

miércoles, 1 de junio de 2011

Lo que (no) podemos creer


Hace un tiempo, acompañé a mi ahijado (que hoy por hoy tiene dos años) al parque en el que se reúne con todos sus amigos (una pandilla pre-juvenil, vamos) a jugar por las tardes. Era, si mal no recuerdo, una tarde de día soleado, de esas en que el clima y la temperatura del ambiente resultan no sólo cómodas, sino hasta maravillosas, que es algo bastante extraño en esta ciudad que es Lima. Total, que yo me hice a un lado y me quedé observando a los chiquillos sin mayores acrobacias mentales, cuando de pronto me sentí profundamente interesado por uno de sus juegos: algunos de los niños se habían subido a un pequeño montículo que tenía un árbol en el centro e imaginaban ser piratas. El montículo, obviamente, era su barco; el pasto que lo rodeaba, el mar.
¿Quién no puede evocar una imagen parecida, si se digna a recorrer los angustiosos pabellones de la propia infancia? O bueno, los que estén al alcance del día de hoy, porque yo he olvidado buena parte de mi niñez. Pero eso es lo de menos: lo intrigante es cómo podíamos fingir con tanta honestidad que algo era una cosa que no lo era. Aunque "fingir" es una palabra injusta: bien dichas las cosas, habría que reconocer que "creíamos", seriamente, que un objeto podía y podía no ser otro objeto. Metidos como estaban en su juego, esos niños creían, realmente, que eran piratas que surcaban el ancho y peligroso océano en su magnífico navío, seguros al mismo tiempo, y con la misma convicción, de que no eran más que niños de pie en un montículo en la mitad de un parque, muy cerca de sus casas y de sus madres. Es más, ni siquiera es necesario ir tan lejos y meter la mano en nuestra memoria, porque todavía nos volvemos a esta espistemología del juego, donde dos creencias (aparentemente) contradictorias son igualmente ciertas. Si dejamos correr nuestra imaginación, dejando a un lado la vergüenza que pudiéramos sentir ante nuestra propia mirada, creo que cualquiera de nosotros es capaz de subirse a una piedra y "jugar" a que está de pie sobra la más alta de las montañas, en la luna, o surcando los siete mares en un barco que hace lucir una bandera negra y decorada con dos tibias y un cráneo. O, si prefieren un argumento definitivo, es exactamente lo que nos pasa cuando leemos un buen libro: que enseguida, y sin darnos cuenta, admitimos la creencia de que lo que nos narra es real, a veces hasta que es más real aún que el mundo al que regresamos después de cerrarlo. 
Esta gracia (llamada metarrepresentación, y que poseemos en virtud a que la ley de selección natural nos ha permitido desarrollar un lóbulo frontal en nuestros cerebros) es una de los detalles que más enriquecen nuestra experiencia del día a día. Básicamente, en esta misma capacidad de creer en sucesos "irreales" la que nos permite imaginarnos en situaciones posibles en el futuro, el pasado o aún en el presente. ¿Lo que se desprende? Por supuesto, los cuestionamientos más afilados del banquete filosófico: la relación entre creencia y realidad, la relación entre imaginación y facticidad, la pregunta por el fundamento de nuestras representaciones mentales y, de ahí, al problema mente-cuerpo (uno de los más tocados en filosofía de la mente), más un larguísimo y tal vez infinito etcétera. 
Por un lado, entonces, tenemos esto: un verdadero océano de posibilidades, de "juegos" en los que podemos (y, de hecho, lo hacemos, al punto que si no lo hiciéramos nuestra existencia sería una cosa bien distinta, y hasta quizá impensable) creer, en tanto que los asumimos, por un lado, como hechos, sin dejar de asumir, del otro, que no lo son. Vaya rompedero de cabeza, eh... 
A lo que trato de ir, en el fondo, no es más que a señalar un fenómeno fascinante, y es este: cómo tenemos, por un lado, la capacidad de creer en tantas cosas, ilusorias o no; y, del otro, tanto en lo que sencillamente creemos, aunque no debamos, o podamos en el fondo, hacerlo. Que este mundo en el que todos vivimos sea, a la vez, un sólido terreno de convicciones y un pantano en el que nuestros pies no hacen otra cosa que hundirse en el lodo de las dudas. Piensen en los tópicos más clásicos del tema: ¿qué es lo que la publicidad trata, realmente, de decirme o venderme? ¿qué es lo que está debajo de determinado discurso? ¿cuál puede ser el verdadero sentido de ciertas palabras cuando son pronunciadas en un determinado momento y a un público tal o cual? Y, sobre todo, ¿cómo podemos ser tan cándidos de creernos todo ese montón de payasadas?
Recitemos con Hamlet, entonces: "¿Creer o no creer? Ésa es, señores, la puta cuestión". En terreno filosófico, hay caminos para solucionar el rollo, empezando por la atribución de intencionalidad al agente emisor, entre otras. (Claro que, me dirá alguien, en rollo durrell-foucaultiano, esas soluciones son, también, palabras, signos articulados, discurso). Y, sin embargo, seguimos en la encrucijada, aún sin darnos cuenta de ello, de pie en ese tartamudeo que dice tanto que sí como que no, y hasta sonreímos y la pasamos como si todo este rollo fuera la fantasía de algún esquizofrénico y/o de algún filósofo. Supongo que, al final, las cosas son mucho más complejas de lo que los simples mortales quisieran, y mucho más sencillas de lo que los filósofos piensan. Y, como habrán notado, volvemos a la encrucijada, ésa de la que los seres humanos no podemos, por suerte, escapar del todo. Un sádico juego de niños grandes. 
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