martes, 29 de marzo de 2011

Pasión perfecta: la "Tosca" de Puccini


Los primeros sonidos de mi vida: recuerdo el viejo radiocassette del auto de mis padres escupiendo notas y ritmos de diverso género e índole. Del lado de mi padre venían Rubén Blades y Sui Generis; del de mi madre, Joaquín Sabina y de cuando en cuando algo de los Rolling Stones. Sonidos que se graban en los huesos, los riñones, el páncres y el hígado, en todo eso que se parece a lo que algunos llaman "alma", y que hasta el día de hoy acompañan mis tardes y mis noches. Pero eso no era todo: había algo más, un sonido que era perfectamente capaz de llevarme, literalmente, a universos en los que las notas musicales adquirían vida propia y dibujaban verdaderos paisajes incorpóreos; una música que no sólo se oía, sino que además se podía oler, saborear, tocar... algo que lo atravesaba a uno y, en cierto modo, lo elevaba. Con el paso de los años, aprendí que eso que tanto me maravillaba y, por así decirlo, me sacaba de mí mismo, tenía un nombre: música clásica. 
No es que quiera poner "mejores" y "peores" a los géneros musicales que me gustan, porque no tengo preferencias absolutas entre mis favoritos. ¿Qué hace que prefiera escuchar, en un determinado momento, a Tchaikovski antes que a Serrat, una de Sabina a un viejo blues o un flamenquito a un tango? Pues el humor con el que me agarre la tarde: tan sencillo como eso. Pero ya lo digo: la música clásica sigue empapando mi vida, y con qué gusto lo digo. 
Ahora bien, que dentro de ese universo que es la música clásica hay tantos universos igualmente gigantescos que, realmente, es para pegarse un tiro sólo del agradecimiento. Hoy, sin embargo, quiero dedicarme a uno de ellos, que siento muy profundamente, y que puedo quedarme escuchando horas muertas sin un solo segundo de aburrimiento: la ópera. Y no digamos la ópera en general, sino esa que yo creo que es la ópera, mi favorita entre favoritas: la Tosca de Puccini. 
No será tan conocida como Madama Butterfly o La boheme, pero la pura verdad es que la Tosca es una obra sublime, que te pone el puñal al cuello con tal sutileza que antes de darte por enterado ya tienes la sangre encima. Para empezar, la historia (de complejísima sencillez), es extraordinaria, por muy tocado que esté el argumento del amor en tiempos jodidos (la revolución, o lo que fuera), que es el mismo viejo argumento que ni muere ni morirá (oigan, que eso ya lo había hecho Homero, ¿no?).
En cuanto a la música... bueno, es que aquí las palabras se me escapan. ¿Cómo carajo puedo dibujar con letras el pedazo de perfección que es, a mi juicio, la Tosca de Puccini? Es que es algo que hay que escuchar... En todo caso, diré que, desde las primeras notas, uno entra a un torrente furioso del que es imposible librarse: una ópera violenta, pero elegante; poderosa, pero sutil; magnífica, pero humana; visceral, pero sentimentalona. Y todo esto, ojo, lo digo por la música. 
Es verdad que hay muchas otras, que existen Bizet y Wagner, alguna que otra cosa de Mozart, Verdi y, también, Roger Waters (porque la ópera que compuso me parece extraordinaria). Quién sabe, a lo mejor y hasta muchos de los mentados han hecho cosas mejores que la Tosca, pero la pura verdad es que eso no me importa: antes que por ninguna otra, levanto mi copa y todas las botellas que tenga delante por esta obra maestra de Puccini, que sigue y seguirá siendo mi favorita, y que sonará, espero, entre otras pocas cosas que me acompañarán a la última morada el día de mi muerte. 
Dejo aquí, para vuestro deleite, una de las canciones de la Tosca, interpretada nada más ni nada menos que por esa voz de oro que tenía María Callas. Recomiendo acompañarla con una buena copa de tinto. 

Una para pasar caleta...

Los pocos seres a los que imagino les importará tendrán que saber disculpar el silencio de los últimos días, porque no me he pronunciado ni el sábado como tendría que haber sido, pero he estado fuera de la ciudad, así que ni modo. Y, ya que nadie me paga por esto, pues tampoco es que pierda el sueño por ello. Pero ya lo ven, volvemos a la carga; y, tomando en cuenta que podría haber algún lector fanático que se resienta (poco probable), así como tanto psicópata suelto (muy cierto), les dejo un videíllo como para pasar las horas, o por lo menos hasta que me de el tiempo de regresar y escribir lo que tiene que ser escrito. Esto, pues, no es más que un hasta luego... y al que no me crea, pues tendrá que creerle a Pepe:

 

martes, 22 de marzo de 2011

Gerald Durrell: memorista de la felicidad


Ya han sido muchas las veces que he invocado por estos lares el nombre de Lawrence Durrell, un escritor capaz de manejar registros inimaginables, con un dominio soberbio tanto de la pluma como del diccionario, versado en los clásicos pero no por ello menos dispuesto a demostrar que su sensibilidad está muy a la altura de su siglo, y cuya prosa hace pensar más en una orquesta sinfónica entera que en ninguna otra cosa. Y, sin embargo, este sujeto que es por sí mismo ya un universo no agota todavía la vena de genialidad que atraviesa a los miembros de la familia Durrell, como bien lo sabemos todos los que hemos conocido la suerte, la gracia y, sobre todo, la felicidad de leer los libros de su hermano menor, el benjamín de la familia: Gerald Durrell. 
Ahora bien, que no hay que pensar que el parentesco hace compartir a estos dos autores la pluma. Lawrence Durrell es un escritor de envergadura, en el sentido en que se interesa mucho por la estilística, el dominio de esa prosa que, por muy recargada o barroca que sea, fluye como un arroyo sin revelar por eso lo que guarda la oscuridad de su fondo. Es un literato, un escritor en el sentido más profesional del término, y además uno de los más grandes. Gerald Durrell, en cambio, prefiere el vuelo sereno y lleno de vitalidad de las aves pequeñas que, en lugar de buscar los vientos más altos mientras su silueta se convierte en un símbolo al recortarse contra el cielo, prefiere revolotear por entre los jardines y los bosques, posándose en tal o cual rama, acercando el pico con curiosidad a los estanques. 
Pero tratemos de ser aun más específicos: Gerald Durrell no fue, esencialmente, un escritor. Su obra de ficción es casi nula, y se reduce en realidad a algunos pocos libros para niños. Ante todo, él fue un naturalista, director del zoológico de Jersey (Inglaterra) y un profundo defensor del medio ambiente y sus habitantes, que viajó alrededor de medio mundo para buscar y capturar especímenes de diversas especies de animales para que fuesen llevadas a zoológicos en los que se las pudiera estudiar y conservar. Y, como buen viajero que era, y haciendo gala de una memoria de elefante (cosa que su hermano mayor también ha asegurado), el menor de los Durrell fue llevando al papel sus muchas memorias; y, luego, publicándolas. 
¿Qué les puedo decir? Creo que, salvo por las ocasiones en que no cargaba un centavo encima, nunca he dejado de comprar cuanto libro de Gerald Durrell me he topado, si es que no estaba ya en mi colección. Todo empezó cuando, más o menos a los catorce o quince años, leí su primera obra, la hoy llamada Trilogía de Corfú, en la que narra sus recuerdos de los cinco años que vivió en dicha isla griega con su familia (madre y hermanos). Tenía sólo diez años cuando llegó, y quince cuando regresó con su madre a Inglaterra, pero sobran los detalles, las anécdotas y las bromas, a lo largo de tres libros (cuyos títulos no podrían ser más llamativos: Mi familia y otros animales, Bichos y demás parientes y El jardín de los dioses) que brillan por la claridad con que han sido escritos, la mirada y sentir inocentes que reviven y, de paso, el humor que recogen las historias familiares. Dicho sea de paso, Larry  (como llamamos los "amigos" al mayor de los cinco hermanos Durrell) se nos revela, en sus veintipocos, como un personaje realmente hilarante, rápido para el humor y los juegos de palabras, y dueño de uno de los espíritus más sarcásticos y suculentos de cuantos recuerda la historia de la literatura, digno de algunos de sus mejores personajes. 
En esta trilogía, las anécdotas familiares y las observaciones sobre las costumbres de los animales de la isla se cruzan todo el tiempo, lo que hace que su lectura sea no solo grata, sino hasta adictiva. Y, por todo lo que he mencionado, uno no puede hacer menos que agradecer de todo corazón a su autor: yo, que ya he leído estos libros más de una decena de veces a lo largo de tantos años, sigo volviendo a ellos de cuando en cuando, y sigo riéndome a carcajadas. Además, Gerald Durrell no va a abandonar este estilo narrativo a lo largo de toda su vasta obra: las memorias de sus viajes por Centro y Sudamérica, África y demás, recopiladas en varios libros. Aunque quizá la mejor manera de hablar de su "estilo" sea, en realidad, citar algo que él mismo escribió en la introducción al libro de memorias de su hermana Margareth ("Margo") Durrell: "Desde siempre Margo mostró, de forma tan vital como los otros hermanos Durrell, un gran interés por el lado cómico de la vida y la capacidad de observar las debilidades de la gente y los lugares. Al igual que nosotros, también ella tiende a veces a la exageración y a dar rienda suelta a la imaginación, pero pienso que esto no es malo, cuando implica un modo más entretenido y divertido de contar las propias historias". Y, creo yo, no le falta la razón en ninguno de estos puntos. 
Supongo que tampoco está de más mencionar uno de los objetivos que perseguía Gerald Durrell al publicar sus memorias: la lucha por la conservación. Después de todo, hay que recordar que él creó el Fondo de Jersey para la Conservación de la Fauna, y la venta de sus libros (empujada en un principio por la fama de su hermano mayor, y luego por lo que ellos mismos eran) le significó unos muy buenos ingresos para dicho Fondo. Pero eso no es todo, sino que sus memorias, además, han servido para perpetuar, para mantener con vida, ese amor tan profundo y sincero que sintió por la naturaleza, y que sigue llegando a todos nosotros en su estado más puro. Por suerte. 
Todos tenemos algo que aprender y mucho que disfrutar de estos tesoros. Las memorias de Gerald Durrell, además, parecen escritas para no envejecer nunca, y pocos placeres he conocido que sean tan puros y gratuitos como los que guardan sus páginas. Levantar una copa en honor de este hombre y de su invaluable obra es, para mí, un verdadero honor.

domingo, 20 de marzo de 2011

¿El atardecer de las selvas?


Recuerdo haber leído una vez, hace muchos años, cuando todavía era un niñuelo, un artículo en el que preguntaban a un importante ecologista que, si tuviera que escoger un solo país para convertirlo en área protegida, cuál sería. Su respuesta fue rápida: "Perú". Y le sobraban motivos para decirlo. 
Todos los que me conocen saben que desprecio absolutamente ese mal de masas al que llaman "nacionalismo", que no es otra cosa que la estupidez iluminada con neones en el super-consciente colectivo: desconozco ese sentimiento al que llaman "responsabilidad cívica", no he visto ni tengo interés por ver una sola de las peleas de Kina Malpartida, no he visto La teta asustada de Claudia Llosa porque Madeinusa me pareció una reverenda cagada, no creo que Machu Picchu sea la antesala del paraíso (ni que merezca el título de "Maravilla del mundo") y definitivamente estoy convencido de que ya es hora de que dejen de preguntarle a cada famoso que viene del extranjero si ya probó un plato de ceviche (o de que alguno de ellos diga: "Sí, y me pareció una porquería", aunque suene a blasfemia porque la verdad es que es muy bueno). Y claro que me gusta el pisco, pero eso sí: a mí que nadie me joda con panfletos de amor por la patria cuando me tomo un trago, o nos vemos afuera: mis copas no son un conventillo, y las pago yo, no Promperú.
Bien: cerrado este paréntesis, diré lo que tengo que decir, y eso es que amo a este país de todas las sangres, todos los muertos y todas las resacas, pero sin maquillaje. Y, también, con toda su naturaleza. Porque eso que dijo el ecologista del que les hablaba tiene mucho sentido: el Perú es un país de enormes riquezas naturales, entre ellas la mayor cantidad de microclimas del mundo y una biodiversidad de tal magnitud que sólo Indonesia nos gana por una cabeza. Buena introducción a este tema es este documental, que recomiendo ver completo (las otras partes están en Youtube): Candamo, la última selva sin hombres, de Daniel Winitsky:


 Y eso todavía es poco, puesto al lado de todo lo que hay... Pero nosotros, ¿qué cosa hacemos? Pues lo más sencillo: cagarnos supremamente en todo esto, y sentarnos a mirar cómo algunas empresas lo echan todo a las llamas en nombre del Progreso. ¡Progreso! ¿Cómo pueden llamarle así? Es un nombre que casi da miedo, por el que los seres humanos son capaces de llegar a extremos terribles. No es que no crea en el progreso: claro que es importante, pero siempre y cuando vaya escrito con minúscula, y sea tomado por lo que es: una herramienta de desarrollo social y humano, y no un fin o un ideal de proporciones metafísicas.
Hace no mucho, celebrábamos la desmantelación de las dragas ilegales que habían montado en los ríos de Madre de Dios para extraer oro, porque el efecto que tienen sobre el medio ambiente es terrible. Pero las cosas siguen movidas en nuestra selva baja, y todavía no hay políticas sólidas de conservación que aseguren que nuestra amazonía esté a salvo y pueda dormir tranquila por las noches. Creo que ya es lo hora de que los que pueden hacerlo hagan algo.
Yo no sé de qué color se pintará el futuro, pero tal y como van las cosas, espero que se tome su tiempo, cosa que me agarra bien enterrado y ya algo putrefacto cuando llegue. Hay cosas que es mejor no ver. Ya que tenemos cerebros con lóbulo frontal y todo eso, ¿por qué no usarlo? Ya que tenemos tecnología de punta, ¿por qué no hacer algo útil con ella? A mí los rollos moralina no me van muy bien, pero es que con asuntos de este tipo... ¿qué les puedo decir? Me indigno, me entran ganas de aplicar lo que he aprendido leyendo al Marqués de Sade a algunos seres a los que me cuesta llamar "humanos" y con los que no me tomo una cerveza pero ni aunque ellos la paguen. No se trata de ser fundamentalistas, porque eso es una basura del tamaño de un camello, pero sí de poner otra voz en el diálogo, de hacer notar que hay cuestines por las cuales preocuparse y que, de verdad, merecen la oportunidad de seguir con vida. Echen un vistazo al documental que les he dejado más arriba, o a  este blog y díganme: ¿todo eso vale menos que un caserón de lujo con piscina, yate privado y perritos ultra-pedigree que entran en tu bolsillo si te lo propones? Yo creo que no... en todo caso, el tipo de atardecer que quiero es el de la foto que encabeza esta nota, y no el otro.

sábado, 19 de marzo de 2011

La del sábado: Yes - "I've seen all good people"

Creo que un grupo con la envergadura de Yes no necesita presentación alguna. Oigan, que hablo de una de las bandas más jodidamente grandes del panorama de la música universal, otros planetas incluídos, y le debemos tanto a sus canciones que nadie tiene derecho a hacerse el loco y mirar hacia otro lado. Hablo de sonidos clásicos fundidos en composiciones de absoluta experimentación, de canciones hechas para la inmortalidad y de músicos de genio, versatilidad y talento como para hacer morir a dios en persona. De más está decir que se trata de una de mis bandas preferidas, o que el eco de su música atraviesa muchos de los recuerdos que guardo de mi adolescencia preparroquiana. En cuanto al tema que he elegido para echar a rodar este sábado, como quien pone música de fondo al limbo, se trata de una de las más conocidas de su repertorio, I've seen all good people, que casi todo el mundo debe recordar, y que yo seguiré escuchando hasta el fin de mis días. Es el lado luminoso del progresivo en su esencia más pura, elegida especialmente para todos esos hombres de poca fe y declarados impuros a los que tengo el honor de poder llamar mis lectores. ¡Ah! Y no puedo olvidar la dedicatoria: André D'auriol, donde quiera que te encuentres, espero que tengas un vaso en la mano, porque hay un brindis pendiente, y no soy de los que se hacen esperar por un trago, como tampoco tiemblo ante la inminencia de la resaca. Que se levante el telón, señores.


La voz del demonio


Tengo muy metidas en el páncreas unas palabras que dijo alguna vez William Faulkner, ese genio de los portentos de la sangre y el polvo, sobre el oficio de escribir; palabras que pesan lo que pesan, y que dicen mucho más de lo que parecen decir: "Un artista es una criatura dirigida por demonios. Él no sabe por qué lo eligieron, y normalmente está demasiado ocupado para preguntárselo". 
Claro que muchos se dirán que bueno, que no se trata sino de una frase recargada, "bonita", el tipo de cosas que dice un escritor para sonar interesante. Pero no hagamos caso a los juicios simplones: estas palabras son muy sentidas, muy mascadas e infinitamente afiladas, dichas por alguien que, sabemos de sobra, no tenía mayor interés por lo que su público pensara de él. ¿De qué se trata, entonces? ¿Qué es esto de ser el títere inesperado de los demonios? ¿De quién es la voz que va arrastrando vidas, carne, tierra y esperanzas a lo largo de las páginas de un libro? ¿Qué pulso es este temblor que va agrietando nuestra sensibilidad hasta echarnos a rodar por una colina? O, si lo prefieren, preguntémonos: ¿qué demonios son estos?
Siempre he interpretado estas palabras en un sentido muy humano. Es verdad que, alguna vez, los poetas eran "invadidos" por la inspiración, ya fuera por culpa de las musas o los dioses, o aún de los demonios. Y ni siquiera es necesario irse tan lejos como a los tiempos de la antigüedad, pues ya en la Francia ilustrada (siglo XVIII, sobre todo) se tenía este proyecto de "exorsizar" el universo de las artes y de las ciencias, y alguno autores fueron llamados verdaderos "posesos" (entre ellos, el Marqués de Sade). Pero imaginar una inspiración semejante en nuestros días no parece muy inteligente: ¿a quién se le ocurriría aparecer de pronto hablando de revelaciones infernales, místicas de ultratumba a lo William Blake o sueños donde la voz de los espíritus dicta poemas y visiones? Bueno, a lo mejor y sí se le puede ocurrir a alguien, pero nuestro error sería suponer que estos universos, espíritus y demonios están por ahí, afuera, en lugar de notar que sudan y gruñen desde dentro. 
Desde que el psicoanálisis existe, diferentes autores han tratado de esbozar la relación que hay entre la creación artística y la neurosis, reconociendo la suerte de catarsis que se produce. Freud, Jung, Otto Rank: todos ellos han dedicado páginas enteras a meditar sobre el fenómeno. ¿Trato de decir acaso que los demonios son nuestros males mentales, nuestros traumas y demás? Algo parecido, pero no exactamente. Los demonios pueden ser infinitos, llevar cualquier nombre o apariencia y manifestarse de formas muy diversas. No es necesario ser un neurótico: el mismo respirar puede ser un demonio perverso. Los hombres estamos solos con ellos, esos demonios que somos, también, nosotros mismos.
¿Y el arte, entonces, qué es? ¿Está llamado acaso a domesticar a los demonios? Eso que lo responda cada artista por su cuenta. Yo, personalmente, no estoy muy seguro de si pueden ser domesticados: más bien, son ellos los que juegan con nosotros, empujándonos a hacer cosas tan absurdas como hilar palabras que, poco a poco, van adquiriendo vida propia, bebiendo de nuestra propia sangre y convirtiéndose en dolorosos espejos en los que, poco a poco, vamos reconociendo nuestros rostros más ocultos. 
Quizá lo mejor sea aprender a resignarse y, de ser posible, echarse un trago con los demonios con los que vivimos. Al fin y al cabo, les debemos mucho, aunque nos duela o no nos guste. Voy a cerrar mis divagaciones con una recomendación: una novela del Quinteto de Avignon de Lawrence Durrell, que lleva por título Monsieur o el príncipe de las tinieblas, que no es otra cosa que una forma más de esta reflexión sobre la oscura voz que va dictando las palabras y los destinos de las vidas que su otro títere, el escritor, está forzado a ir viviendo lenta y desgarradoramente. La vida misma. 

martes, 15 de marzo de 2011

Una película con olor humano... demasiado humano


Hoy voy a ponerme autobiográfico, y les voy a compartir una historia de esas en las que el amor, la ansiedad, la depresión, la absoluta crisis existencial, la fascinación y las ganas de volarme la tapa de los sesos se reúnen en una sola vivencia. Como tantas veces, dirán algunos... pero bueno, es que esta fue una ocasión especial. 
A ver: calculo que esto habrá sucedido hace uno... cinco (¡cinco!) años, allá por el lejano 2006. Hacía mucho que oía hablar de un sujeto llamado Pier Paolo Pasolini, y en prticular de una película suya, titulada Teorema (bueno... ya se imaginarán cómo sigue esto...). Pues resulta que un amigo la compra, y en lugar de esperarme para verla, aparece un día, me la da y me dice: "Mírala". Así que la subí a mi cuarto, la puse sobre mi mesa, y seguí con lo mío, que es escribir, hasta las tres de la madrugada. Entonces, me dí cuenta de que aún no tenía sueño, y me dije: "Bueno, ¿por qué no? No puede ser taaan larga". 
Ahora sigue una pregunta clave: ¿alguno de ustedes, lectores míos, ha sabido alguna vez lo que es ver una película de Pasolini por primera vez, solo y a las tres de la mañana? Bien, resumamos lo que sucedió: termina la película casi a golpe de seis (ya salía el sol, lo recuerdo), y yo en un estado tal de... de demasiadas cosas reunidas que hubiera podido hacer cualquier cosa menos dormir o ponerme a menos de tres metros de cualquier otro ser humano. Fue algo devastador: los ojos como platos, la angustia devorando cada uno de mis poros, la lengua reseca, el paquete de cigarros vacío... y en mi mente una sola frase: "Maldito pedazo de genio". 
Más de una vez me ha pasado, comentando o tratando de recomendar a mis amigos alguna película de Pasolini (después de esa primera experiencia, he visto cada una de las que han caído en mis manos), que alguien me pregunta: "¿y para qué voy a ver algo que sólo va a servir para torturarme, algo que no voy a disfrutar?" Aunque no lo parezca, es una pregunta jodidamente difícil. En efecto: ¿por qué?
No soy de los que creen que el deleite tenga que ser, necesariamente, dulce. El miedo, el desgarramiento, la angustia, el horror y la pesadilla son, también, jardines de los que podemos arrancar eso a lo que llamamos placer... sólo que en una versión oscura, fuerte, cruda y, de paso, morbosa. Es como preguntarse por qué carajo leeríamos una novela del Marqués de Sade, Jean-Paul Sartre o Elfriede Jelinek hasta el final: sencillamente, porque ahí hay algo que siento muy mío: el absurdo, el horror, el vacío, la perversidad o la náusea. Oigan, que humanos hemos nacido todos. 
Y vuelvo a la carga: Teorema es, de lejos, una de las mejores películas que he visto en mi vida, y a ella le debo, de paso, una de las experiencias más fuertes y, sin embargo, provechosas de las que tengo recuerdo. Se trata de una tragedia que huele a tragedia, y quizá lo peor de todo sea, precisamente, la forma en que vamos notando (y sabiendo desde siempre que será así) cómo la narración se va cerrando hasta llegar a su punto más agudo y descarnado, como una obra de Sófocles, pero también como un teorema. 
Los que sepan algo de Pasolini recordarán que él nunca la tuvo muy fácil: atacado, censurado, amenazado y, finalmente, brutalmente asesinado, su vida fue, siempre, una lucha apasionada en la que trató de demostrar su amor por la humanidad mostrando su rostro más grotesco, desagradable y sucio. Los que hayan visto Saló o le centovente giornate di Sodoma (yo, hasta la fecha, lo he hecho unas cinco veces) sabrán mejor aún a lo que me refiero. Alguna vez lo llamé "un ángel caído". Bien: creo que puedo volver a firmar estas palabras. Un ángel que se levanta desde el lodo, conocedor profundo de lo oscuros que son los sótanos de nuestro ser, y sin embargo todavía es capaz de luchar por una sonrisa, aunque nos siga pateando con cada una de sus obras. Desde ya, alzo mi copa. 
¿Por qué, pues, ver una película como Teorema, o como tantas otras en las que lo que nos aguarda es una experiencia de esas magnitudes? Bueno, vale la pena que nos lo preguntemos. Pero cuidado: a veces los gustos sirven para esconder el miedo a vernos reflejados en el espejo, y como nunca nos habíamos visto antes. 


domingo, 13 de marzo de 2011

Como para filosofar en la cama


De cuando en cuando, viene alguien a pedirme que les recomiende algún libro de filosofía, pero algo que "no sea demasiado difícil" o "técnico", o similares. Normalmente, yo recomiendo ese extraordinario librito de José María Valverde que es Vida y muerte de las ideas, una breve historia de la filosofía que es al mismo tiempo esclarecedora, práctica, sencilla y escrita con un lenguaje transparente que no duda en soltar una que otra broma. Si me piden algo más intermedio, que tenga algo más de profundidad y tecnicismos, mi respuesta suele ser la Historia de la filosofía de Coplestone, algo más larga, pero sólida, con todo y algunos pasajes aburridísimos, pero perfectamente legible. Pues bien, me gustaría sumar otro libro a la lista, escrito por el siempre preciso y divertido Simon Blackburn, que lleva un título irresistible: Lujuria.
Para los que se pregunten qué tiene que ver un libro con semejante título con la filosofía, agregaré un par de palabras al respecto: se trata nada más ni nada menos que de un acercamiento filosófico a la lujuria. ¿Es esto posible? Pues ya lo ven: Simon Blackburn nos ha demostrado que sí: el libro entra de lleno en la cuestión, planteando preguntas y desarrollando problemas en torno a este encantador fenómeno al que algunos eunucos han preferido llamar (nunca entenderé por qué) un "pecado": ¿qué es la lujuria? ¿cómo definir sus límites en tanto que estado mental? ¿cuál es su naturaleza? ¿cuál su fin?... En otras palabras, el tipo de cuestiones con las que Hamlet se rompería la cabeza después de verse una de Sasha Grey o Noemí Russell. 
Y todavía hay que agregar algo. Porque claro: si el tema del libro es, de por sí, atractivo, falta recordar que su autor no es otro que Simon Blackburn, un filósofos inglés que no sólo tiene uno de los mejores estilos a la hora de escribir sobre materias filosóficas (claro, comprensible, lineal... como una tarde de primavera, si quieren que haga metáforas maricas), sino también uno de los mejores sentidos del humor de entre los de su oficio, (cosa que, a la hora de leer filosofía, se agradece mucho) con lo que la lectura se convierte en una experiencia aún mejor. Yo he pasado algunas horas de verdadera diversión, riéndome a lo largo de pasajes enteros. Y claro: también tiene una buena mente fría y clara, que no se hace problemas a la hora de resolver los problemas como sólo un tipo duro sabe hacerlo, que es sin hacer muy jodido el rollo y con una buena carcajada llena de tierna malicia. 
Así que ya lo ven: el Marqués de Sade y Freud (ese par de pervertidos...) no son los únicos que han dedicado obras enteras a hablar de la lujuria y el deseo de la carne. Este librito de Blackburn es, definitivamente, uno que no puede faltar, sobre todo en esas crudas noches de invierno. Como para filosofar en la cama (o antes, o después... eso ya depende del gusto de cada cual). ¿Acompañamiento? Yo recomiendo un vasito de buen whiskey, con tres hielos. 

¿A que la portada del libro es genial? Con el piececillo ese que cuelga y todo. ¿Quién dice que la filosofía es aburrida, carajo?

sábado, 12 de marzo de 2011

La del sábado: Oscar Avilés y Arturo "Zambo" Cavero - "Contigo Perú"

Supongo que ha sido una semana bastante inactiva por estos lares, pero de todos modos vamos a coronarla con un clásico, una de esas canciones que hacen que la cantina entera se ponga de pie, mano en pecho, para vivir juntos un chispazo de patrotismo ebrio. Porque aborrezco el nacionalismo, es verdad (y, mucho más aún, este que se vive hoy por hoy en el Perú, al que los peruanos han convertido en la Vedette del cóctel turístico internacional), pero eso no me hace querer menos a esta tierra sucia, resaqueada y gastada en la que he tenido el lujo de nacer. Y entre las cosas que más me gustan de mi país está, definitivamente, su música, de paso que el sentimiento con el que se unen parroquianos de todas las edades para entonar temazos como este. Así que, asiduos al Café de Desencuentro, este sábado charrasqueado tenemos el honor de presentar a Arturo "Zambo" Cavero y a Óscar Avilez, el duo dinámico de la canción criolla, con ese clásico de clásicos que es Contigo Perú (¡Carajo!). Se recomienda acompañarla con un par de cervezas (cosa que procederé a hacer en cuanto termine de escribir estas líneas). Y ya saben cómo están las cosas: Barranco, como el Paris de Hemingway, no se acaba nunca.


martes, 8 de marzo de 2011

Los sonidos de Gato Barbieri


Hablar de jazz, hoy por hoy, es hablar de uno de los universos musicales más variados, infinitos y llenos de rarezas del mundo. ¿Quién puede dudarlo? A lo largo de los años, y habiendo pasado tanto tiempo desde que Jelly Roy Morton dibujó los primeros acordes de jazz en un burdel del sur de los Estados Unidos, el jazz sólo ha hecho una cosa: amplia su horizonte, alimentarse y servir de alimento a cuanto género musical pudiese aparecer, rompiendo con las etiquetas y trascendiendo de las palabras con las que pudiéramos tratar de capturarlo. Pronto, hubo que hablar de swing, de bebop, de jazz & blues; llegada de década del sesenta, sobre todo, y gracias al empuje que los que empezaban a meterle a la onda de la psicodelia y a los primeros experimentos del rock progresivo, el jazz entró a otro universo, nace lo que hoy llamamos rock & jazz y tantas otras cosas, como el jazz-disco que rompió los esquemas en los años setenta... y en fin, que si sigo así se me va la vida tratando de abarcarlo todo, y moriría antes de conseguirlo. 
Pero en esta historia de genialidades y sonidos, de experimentos y desenfreno improvisatorio y arquitectónico, hay un nombre que no puede dejarse de lado: me refiero, cómo no, a Gato Barbieri, saxofonista, ícono del jazz latino, pero uno de los grandes del jazz como tal. Un músico que no sólo replanteó la forma de tocar el saxofón (con notas largas que se siguen unas a otras en un solo soplido, en lugar de independizar cada una de ellas en soplidos individuales) y supo meterse de lleno y con originalidad a la experimentación de sonidos y melodías que empezaban a hacer del jazz algo muy diferente a lo que había sido hasta entonces, sino que, por todo esto y un par de cosas más, replanteó el hecho y la forma mismos de escuchar música, sobre todo la de su género. También se lo recuerda por algunas de sus contribuciones a la música del cine, sobre todo por esa pieza maestra que es la banda sonora de El útlimo tango en Paris, de Bertolucci. 
Bajo la influencia de nombres tan grandes como lo pueden ser Charlie Parker, John Coltrane y Miles Davis, el saxo tenor y los arreglos musicales de Barbieri se han convertido, hoy por hoy, en un verdadero clásico, un capítulo escencial en la historia ya no solo del jazz, sino también de la música en general. Una obra compleja, a veces hasta difícil de seguir, donde cada canción parece haber sido escrita para narrar una historia de sensaciones (él mismo dijo de una de ellas, incluída más abajo, que la había escrito "como si fuera una película"), capturando algo a lo que podríamos llamar, tal vez, "esencias" a través de la suma de sonidos diversos y extraños, que de alguna forma llegan a alcanzar esa poesía fascinante que tiene la armonía del caos (disculpen el tono esotérico, pero es que son las únicas palabras que encuentro para tratar de explicar lo que escucho cada vez que pongo un disco suyo). 
Para mí, hablar de Gato Barbieri es hablar de la música que me ha acompañado a lo largo de tantos años llenos de memoria, de algunas canciones fundamentales en el soundtrack de mis días. De un repertorio, también, que es muy diferente a los usuales, y que se ha contado alguna vez entre los primeros en dar el arriesgado paso que lleva de un océano al otro. Compartirlo es algo más que un placer, algo parecido a una necesidad. Levantar una copa por él, también.

lunes, 7 de marzo de 2011

¿Algo bueno en el cine? Pues el cisne...


No, no y no: no son las pasiones desatadas por eso a lo que algunos llaman los Premios Óscar, ni son las ganas de subirme al bus de la farándula feliz. Tampoco entraré a darme de cabezasos por ahí con las comparaciones y el consabido "por qué no ganó tal y tal", por dos motivos: el primero, que no me he visto todas las películas nominadas; el segundo, porque creo que el buen cine no tiene nada que ver con la Academia (para demostrarlo, basta recordar que Pasolini nunca fue nominado, mientras una basura del tamaño de Titanic se llevó once estatuillas), aunque a veces afinen un poco el ojo y tomen una que otra buena decisión. 
No, señores: todo lo que quiero es decir que El cisne negro me pareció un peliculón de cabo a rabo (y con los que incluye, obviamente). Lo digo desde todas las ventanas: desde la de la crítica cinematográfica, por donde digo que la película es acojonante, que lo captura a uno y lo arrastra con su ritmo frenético y denso; desde la del analista, por donde digo que me parece extraordinaria no solo la forma en que sacan adelante un guión muy bien pensado e inerpretado a imágenes, sino también cómo se ayudan ya desde el movimiento de las cámaras para introducirnos al mood psicológico de la película; y, además, desde la del morbo, porque hay dos escenas con las que sigo soñando despierto (ustedes saben de sobra cuáles son). 
Los que la han visto saben, más allá de los gustos, que se trata de una película impactante, muy al estilo de Darren Aronofsky (supongo que todos los que la hayan visto recuerdan Requiem por un sueño), con esas ganas de joder constantes, de meterse en nuestros cerebros y páncreas y poner el dedo no donde duele, sino donde incomoda, donde nos agarra ese nerviecillo que hace que se nos encoja la piel por dentro. Hay quienes piensan que eso es una mierda. Yo creo que, bien hecho, es magia. Pero digamos las cosas claras: Requiem es una buena película, pero poco más que eso. El cisne negro es un Peliculón con todas sus letras y la mayúscula bien puesta por delante. La forma en que se desarrolla el guión, siguiendo ese ritmo de música clásica y manteniendo, de paso, la tensión siempre en sus niveles agudos, es realmente extraordinaria. Y el final... es que oigan, cuando terminó la película ya se me caía una lágrima. Y no de pena, que yo no lloro en las películas ni de tristeza ni de nada parecido: no, no... a mi se me suelta el lagrimón cuando realmente siento esa cosa que tienen algunas películas que nadie sabe lo que es, pero que te tocan en lo profundo y te hacen sentir que, por unos segundos, has visto a la perfección bailando desnuda frente a tus ojos.
Tampoco puede dejar de mencionarse el papelón que se hace Natalie Portman representando a esta bailarina que sueña con representar a la mala de la película, y que está loca como una cabra. Creo muy sincera y jodidamente que se trata de uno de sus mejores personajes... y la verdad es que además está muy churra con su cara de "no entiendo lo que está pasando aquí, pero creo que voy a matar a alguien". Como he escrito alguna vez en una nota sobre ella, es el tipo de mujer a la que, en otros siglos, se dedicaban libros como La divina comedia. Y yo hubiera sido el primero. Basta con mirarla...


Y todavía no es nada (bueno... en verdad ya es todo, pero... es que esta otra foto, aunque no sea de la película, es para pegarse un tiro y no querer volver a ver a nadie que no sea ella): 


En fin, que ya lo ven: todo lo que tengo para esta película son flores. Sé que no todos estarán de acuerdo conmigo, pero ya lo saben: a gustos y sabores no se les mira el diente, y cada loco con su tema. Yo, pues, con este peliculón que recomiendo con los ojos cerrados. Ahí les dejo el trailer.


sábado, 5 de marzo de 2011

La del sábado: Snowy White - "Bird of Paradise"

Hemos vuelto, después de un fin de semana en silencio (ya lo digo, que estuve fuera de la ciudad) a retomar nuestro tradicional sábado con canciones, esos temas destinados a acompañar nuestras tristes y gloriosas resacas mientras tratamos de poner un pie delante del otro y retomar la vida a la que nos invitan las horas a medida que la noche vuelve a estar próxima. Y, acompañar esta tarde, he elegido una de mis favoritas, por poco escuchada o comentada que sea. Aunque más de uno conoce a Snowy White sin saberlo: guitarrista de blus de primera línea, y maestro a la hora de armar solos donde cada nota cae inesperada pero preciosamente, White (que alguna vez se llamó Terence Charles) ha sido la segunda guitarra de Thin Lizzy por algún tiempo, aunque muchos lo recordamos mejor por haber sido músico de apoyo de Pink Floyd en discos y giras, y luego de Roger Waters. También participó en el disco Wet dreams, de Richard Wright. En estas compañías, ya lo digo, ha ejecutado algunos de los mejores y más sentidos solos de guitarra de la historia del rock, y al que no me cree busque la versión de Another brick in the wall part II en vivo desde Berlín, concierto de Waters del 91. En todo caso, aquí se trata de algo distinto: un tema compuesto y cantado por él, con fraseos de guitarra que se asestan en el pecho de la audiencia como sendos puñales y con la compañía de los White Flames, su banda. Si valoran sus vidas, pongan play y echen a rodar este tema: las palabras, aquí, se quedan cortas.


jueves, 3 de marzo de 2011

Fernando Pessoa


Creo que, a estas alturas, se hace realmente imperativo darse un momento para recordar a uno de los grandes poetas del siglo pasado: Fernando Pessoa. Poeta que, dicho sea de paso, no fue otra cosa que una suma de voces, tan distintas entre sí que cada una de ellas mereció un nombre distinto, y que sin embargo dibujan, como en un collage, uno de los tantos rostros que puede tener, a la larga, la intimidad. 
Si he de ser sincero, diré que no estoy demasiado familiarizado con la poesía portuguesa. Sé que sobran los nombres de los buenos autores, y que hay todo un océano de belleza; pero, por uno u otro motivo, nunca he terminado de hacer míos esos mares. El mismo Pessoa llegó tarde a mi vida (yo tendría unos diecinueve años por aquel entonces). Pero ya lo digo: se trata de un poeta de proporciones tan, literalmente, fantásticas, que desde que sus versos cayeron por primera vez en mis manos me he sentido invitado a atravesar las puertas de la poesía portuguesa. 
¿Qué decir, qué no decir de un autor como este? Que fue de los grandes, ciertamente, como ya lo he dicho antes. Pero, también, que fue de los más curiosos, irónicos y extraños. Recuerdo haberme topado alguna vez con alguna edición de un libro que recopilaba las cartas que sus diferentes seudónimos se escribieron entre sí. Lo que significa que bien nos podemos imaginar a Pessoa sentado, escribiendo cartas que luego él mismo tendría que leer y contestar como si fuese alguien más, uno de estos sujetos extraños e íntimos a los que él había dado vida a través de la imaginación y los versos. 
Por estas cosas, Pessoa ya no sólo es un gran poeta, sino también un símbolo, tanto del espíritu creativo como de la imaginación en sí misma. Y, más allá de todo esto, el leerlo sigue siendo una de las experiencias más gratificantes que la poesía del siglo pasado puede brindarnos, como no lo duda ninguno de cuantos ha echado un vistazo a sus páginas. Definitivamente, es una buena noche para evocar sus versos, así que vayamos a ello. 
Abdicación
Tómame, oh noche eterna, en tus brazos
y llámame hijo.
Yo soy un rey
que voluntariamente abandoné
mi trono de ensueños y cansancios.
Mi espada, pesada en brazos flojos,
a manos viriles y calmas entregué;
y mi cetro y corona?yo los dejé
en la antecámara, hechos pedazos.
Mi cota de malla, tan inútil,
mis espuelas, de un tintineo tan fútil,
las dejé por la fría escalinata.
Desvestí la realeza, cuerpo y alma,
y regresé a la noche antigua y serena
como el paisaje al morir el día.

martes, 1 de marzo de 2011

Nothingnesses


Tras un breve silencio (¿qué quieren que les diga? He estado fuera de la ciudad por unos días), volvemos al Café justo a tiempo para recibir el mes de marzo. La ciudad lo ha celebrado cubriendo una de sus noches de verano con una gruesa neblina, que hace pensar más en Baker Street que en ninguna otra cosa. Yo, por mi lado, supongo que lo haré, como dice la canción, a mi manera. 
¿Y qué es lo que sucede? Pues algo muy sencillo: que me siento frente a la pantalla, pongo mis dedos sobre las teclas, enciendo la máquina de pensar en temas y de pronto... no se me ocurre nada. Dicho esto, calculo que los posibles lectores ya estarán diciéndose que es un buen momento para pasarse a cualquier otra página, revisar el correo, ver qué hay de nuevo en el Facebook o elegir su tube de porno favorito. Bien, bien... adelante. Yo, entretanto, me pondré a pensar en este asunto tan frustrante y sin embargo recurrente que es no tener absolutamente nada que decir, o pereza de decir algunas cosas que me tomarían más tiempo del que quisiera dedicarle a una publicación en el blog, sobre todo tomando en cuenta que tengo que guardar neuronas para escribir un par de artículos (ya lo saben: las cervezas no crecen en los árboles). 
Normalmente, cuando alguien se sienta a escribir por pura afición y se da cuenta de que nones, que su cabeza está tan vacía como la de Paris Hilton, pues se caga en ello y se pone a hacer cualquier otra cosa. Yo mismo lo he hecho miles de veces, y en esta misma página. ¿Eso qué significa? ¿Qué falta una brisa de inspiración que haga caer un buen tema sobre mi mano? ¡De eso nada! Temas los hay miles. Es más, con sólo levantar la cabeza podría ver que tengo al alcance de la mano una National Geographic de febrero del 82 en la que se lee, claramente y en letras grandes, el título de uno de los artículos: "NAPOELON". Ahí lo tengo: un tema perfecto, con uno de mis personajes históricos favoritos como protagonista, y con todo y una buena fuente de la que sacar un par de citas ilustrativas (tengo que prometerme escribir algo sobre él un día de estos...). ¿Pero lo hago? No. ¿Por qué? Vaya uno a saberlo. Por pereza, tal vez.  Es más: si quieren quiten ese miserable y mentiroso "tal vez". 
Pero lo digo desde ahora: este humilde servidor, que hace lo posible por entretener a su público, es un devoto seguidor de la Vírgen de la Pereza, que de vírgen no tiene nada, pero que seduce como si lo fuera. Maravilloso estado del ánimo y de la mente que nos permite dar vueltas y vueltas a nuestras ideas vacías, lo bastante como para que surja, de cuando en cuando, un bonito argumento, esa oración que faltaba en la novela o uno que otro verso. Subestimamos el ocio, hoy en día: oigan, que no todo es romperse lomo y culo para andar sobreviviendo por el mundo. Hay que darse un momento para rascarse los huevos, también. De hecho, creo que una de las tantas genialidades de Bertrand Russell fue ese famoso título de uno de sus libros de ensayos: Elogio de la ociosidad. Un dato curioso, al paso: ¿sabían que la palabra "escuela" proviene, etimológicamente hablando, de la palabra griega "sjolé", que significa "ocio"? Porque claro: los filósofos, por aquel entonces (y hasta ahora, en más de un caso) se dedicaban a eso, al ocio como profesión, echando las horas y los días al balde para dedicarse a la noble tarea de discutir los problemas más trascendentales y poco pragmáticos: el sentido de la vida, la verdad, el bien y el mal, el conocimiento... y el largo etcétera que todos ya conocen y/o imaginan. 
Así que aquí tienen mi contribución a la loa de la pereza: una nota más en el café en la que, bien visto el asunto, no he dicho nada. Bueno, tal vez un par de cosas, pero no muy importantes, y que todos pueden olvidar sin el menor riesgo (y con la mayor probabilidad). ¿Nada más que decir? Bueno, puesto que vengo diciendo naderías desde hace rato, digamos que no: nada más. Lo bueno de tener un blog, ¿no?
Pero para no desalentar a mis lectores, y ya que estuve fuera y no hubo tradición de los sábados, pues dejaré a rodar un temita, uno de los últimos éxitos de la formidable Orquesta Mondragón, y que es lo que muchos de ustedes querrán decirme hace rato, si es que siguieron leyendo: ¿Por qué no te callas? 
    

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