Los primeros sonidos de mi vida: recuerdo el viejo radiocassette del auto de mis padres escupiendo notas y ritmos de diverso género e índole. Del lado de mi padre venían Rubén Blades y Sui Generis; del de mi madre, Joaquín Sabina y de cuando en cuando algo de los Rolling Stones. Sonidos que se graban en los huesos, los riñones, el páncres y el hígado, en todo eso que se parece a lo que algunos llaman "alma", y que hasta el día de hoy acompañan mis tardes y mis noches. Pero eso no era todo: había algo más, un sonido que era perfectamente capaz de llevarme, literalmente, a universos en los que las notas musicales adquirían vida propia y dibujaban verdaderos paisajes incorpóreos; una música que no sólo se oía, sino que además se podía oler, saborear, tocar... algo que lo atravesaba a uno y, en cierto modo, lo elevaba. Con el paso de los años, aprendí que eso que tanto me maravillaba y, por así decirlo, me sacaba de mí mismo, tenía un nombre: música clásica.
No es que quiera poner "mejores" y "peores" a los géneros musicales que me gustan, porque no tengo preferencias absolutas entre mis favoritos. ¿Qué hace que prefiera escuchar, en un determinado momento, a Tchaikovski antes que a Serrat, una de Sabina a un viejo blues o un flamenquito a un tango? Pues el humor con el que me agarre la tarde: tan sencillo como eso. Pero ya lo digo: la música clásica sigue empapando mi vida, y con qué gusto lo digo.
Ahora bien, que dentro de ese universo que es la música clásica hay tantos universos igualmente gigantescos que, realmente, es para pegarse un tiro sólo del agradecimiento. Hoy, sin embargo, quiero dedicarme a uno de ellos, que siento muy profundamente, y que puedo quedarme escuchando horas muertas sin un solo segundo de aburrimiento: la ópera. Y no digamos la ópera en general, sino esa que yo creo que es la ópera, mi favorita entre favoritas: la Tosca de Puccini.
No será tan conocida como Madama Butterfly o La boheme, pero la pura verdad es que la Tosca es una obra sublime, que te pone el puñal al cuello con tal sutileza que antes de darte por enterado ya tienes la sangre encima. Para empezar, la historia (de complejísima sencillez), es extraordinaria, por muy tocado que esté el argumento del amor en tiempos jodidos (la revolución, o lo que fuera), que es el mismo viejo argumento que ni muere ni morirá (oigan, que eso ya lo había hecho Homero, ¿no?).
En cuanto a la música... bueno, es que aquí las palabras se me escapan. ¿Cómo carajo puedo dibujar con letras el pedazo de perfección que es, a mi juicio, la Tosca de Puccini? Es que es algo que hay que escuchar... En todo caso, diré que, desde las primeras notas, uno entra a un torrente furioso del que es imposible librarse: una ópera violenta, pero elegante; poderosa, pero sutil; magnífica, pero humana; visceral, pero sentimentalona. Y todo esto, ojo, lo digo por la música.
Es verdad que hay muchas otras, que existen Bizet y Wagner, alguna que otra cosa de Mozart, Verdi y, también, Roger Waters (porque la ópera que compuso me parece extraordinaria). Quién sabe, a lo mejor y hasta muchos de los mentados han hecho cosas mejores que la Tosca, pero la pura verdad es que eso no me importa: antes que por ninguna otra, levanto mi copa y todas las botellas que tenga delante por esta obra maestra de Puccini, que sigue y seguirá siendo mi favorita, y que sonará, espero, entre otras pocas cosas que me acompañarán a la última morada el día de mi muerte.
Dejo aquí, para vuestro deleite, una de las canciones de la Tosca, interpretada nada más ni nada menos que por esa voz de oro que tenía María Callas. Recomiendo acompañarla con una buena copa de tinto.