jueves, 3 de marzo de 2011

Fernando Pessoa


Creo que, a estas alturas, se hace realmente imperativo darse un momento para recordar a uno de los grandes poetas del siglo pasado: Fernando Pessoa. Poeta que, dicho sea de paso, no fue otra cosa que una suma de voces, tan distintas entre sí que cada una de ellas mereció un nombre distinto, y que sin embargo dibujan, como en un collage, uno de los tantos rostros que puede tener, a la larga, la intimidad. 
Si he de ser sincero, diré que no estoy demasiado familiarizado con la poesía portuguesa. Sé que sobran los nombres de los buenos autores, y que hay todo un océano de belleza; pero, por uno u otro motivo, nunca he terminado de hacer míos esos mares. El mismo Pessoa llegó tarde a mi vida (yo tendría unos diecinueve años por aquel entonces). Pero ya lo digo: se trata de un poeta de proporciones tan, literalmente, fantásticas, que desde que sus versos cayeron por primera vez en mis manos me he sentido invitado a atravesar las puertas de la poesía portuguesa. 
¿Qué decir, qué no decir de un autor como este? Que fue de los grandes, ciertamente, como ya lo he dicho antes. Pero, también, que fue de los más curiosos, irónicos y extraños. Recuerdo haberme topado alguna vez con alguna edición de un libro que recopilaba las cartas que sus diferentes seudónimos se escribieron entre sí. Lo que significa que bien nos podemos imaginar a Pessoa sentado, escribiendo cartas que luego él mismo tendría que leer y contestar como si fuese alguien más, uno de estos sujetos extraños e íntimos a los que él había dado vida a través de la imaginación y los versos. 
Por estas cosas, Pessoa ya no sólo es un gran poeta, sino también un símbolo, tanto del espíritu creativo como de la imaginación en sí misma. Y, más allá de todo esto, el leerlo sigue siendo una de las experiencias más gratificantes que la poesía del siglo pasado puede brindarnos, como no lo duda ninguno de cuantos ha echado un vistazo a sus páginas. Definitivamente, es una buena noche para evocar sus versos, así que vayamos a ello. 
Abdicación
Tómame, oh noche eterna, en tus brazos
y llámame hijo.
Yo soy un rey
que voluntariamente abandoné
mi trono de ensueños y cansancios.
Mi espada, pesada en brazos flojos,
a manos viriles y calmas entregué;
y mi cetro y corona?yo los dejé
en la antecámara, hechos pedazos.
Mi cota de malla, tan inútil,
mis espuelas, de un tintineo tan fútil,
las dejé por la fría escalinata.
Desvestí la realeza, cuerpo y alma,
y regresé a la noche antigua y serena
como el paisaje al morir el día.

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