miércoles, 29 de septiembre de 2010

La nada en el horizonte


 Y, también, en el pecho. Después de todo, no es del todo injusto pensar que, desde cierta perspectiva, el siglo XX empezó con la irrupción de la Nada en el mundo y el pensamiento humanos. Que hubieron precedentes, queda clarísimo: Parménides ya se preguntaba "¿Por qué el ser y no la nada?" hace casi veinticinco siglos, y mucho antes de que otro pensador de avanzada, David Hume, señalara que así como no podemos afirmar el conocimiento, tampoco podemos afirmar al conocedor, osea que el "yo" raya con el vacío (y si a Descartes le duele, pues peor para él). Pero de todos modos, esto no se equipara a la verdadera irrupción, esa penetración que se multiplicó como un virus y que llevó a la Nada a ocupar un lugar privilegiado en el quehacer del pensamiento occidental. 
En otras palabras, que el grito de "Dios ha muerto" de Nietzsche taladró con fuerza en los oídos de la generación que le siguió. De hecho, Sartre sería, en este sentido, el que acribillaría al cadáver de la vieja divinidad, por si las dudas. Así, una tarea a la que deben enfrentarse los nuevos pensadores es, precisamente, tratar de llegar a las conclusiones acerca de lo que podría (o, para algunos, "debería") hacer el hombre ante tal perspectiva: eso a lo que José María Valverde llamó, con tanta presición, la "muerte de las Ideas". 
Sartre, al que ya mencionamos antes, es un caso paradigmático porque, en su obra, este carácter se revela a los dos niveles, teórico y literario. El ser y la nada es un libro que, desde su título, ya nos está diciendo mucho de lo que vamos a encontrar, encarnado en una hipóstasis genial y desgarradora, en su novela La náusea. Es el encuentro del hombre consigo mismo y que de pronto nota que hay algo que falta. Es decir, que hay una nada, o que el hombre está de pie entre la nada y la nada. Claro que hace falta pesar bien esta palabra, "nada", para sentir ese temblor al que nos invita Sartre: es la nada del sentido, la luz que alguna vez guiaba los pasos de la humanidad y que, de pronto, se ha apagado (y, quizá, hasta con una carcajada). La condición humana se ha quedado encerrada en su propio circuito de nadez, y no tiene idea de cómo salir, porque sencillamente no hay hacia dónde ir. 
Claro que este encierro tiene sus límites. Si se lo quiere plantear así, el "Ser" tiene dos niveles que, de un modo u otro, se contaminan entre sí: podríamos hablar, de hecho, de un nivel "privado" (el yo que se encuentra consigo mismo y que es su propia cárcel, del que no puede escapar) y el yo "interaccional" o "público", ese yo cuyos contenidos mentales, lenguaje e inclusive capacidades de autocognición y atribución psicológica (véanse las obras de Davidson y Carruthers en torno a este tema) dependen de la interacción efectiva con "los otros". O, en lenguaje heideggeriano, que el Dasein se reconoce (interpreta) a sí mismo en tanto que se reconoce como parte de una realidad circundante en la que están incluídos "los otros" y el propio "mundo circundante". (Dicho sea de paso, Sartre sabía esto de sobra. Que yo sepa, nunca leyó a Davidson, pero era un ferviente admirador de Heidegger, y de hecho Ser y tiempo es el punto de partida de El ser y la nada. Si se quiere una prueba de esto que no implique tener que meterse a un libro tan denso como El ser y la nada, puedo recomendar su obra de teatro A puerta cerrada, donde de hecho hay una frase memorable que dice que "El Infierno son los otros"). 
¿Dónde está, pues, esta nada que pasó del horizonte a meterse hasta en la sopa de todos los hombres? Pues, precisamente, hasta en la sopa. Es decir: que esta nada que ha quedado como un agujero después de la muerte de Dios (con mayúscula) se hace presente todo el tiempo, convirtiendo nuestra vida entera en una suerte de "situación límite", ese término que tanto le gusta al existencialismo. 
La pregunta que sigue es, por supuesto: ¿Y qué demonios hacemos nosotros ahora? Bueno, si llamar al Chapulín Colorado no funciona, pues sencillamente reconocernos dentro de este panorama. Todo el que llegue a la conclusión de que el pesimismo es la única actitud posible, creo yo, debería reconocer también que el pesimismo no implica vivir torturándose, ni mucho menos suicidarse. Es una posibilidad, pero un poco tonta. Es verdad que hay una nada, pero para nosotros esa nada se traduce como un todo: se trata, pues, de generar nuestras creencias, fundar nuestras actitudes existenciales frente a ellas y salir a caminar por las calles con la sonrisa de un actor de tragicomedia o de gladiador romano. Es un espectáculo absurdo, pero vale la pena. Como decía Bukowski, "es divertido". 

La imágen, que algo tiene que ver con lo que he escrito, pero no demasiado, la incluyo de todas formas y dejando de lado otras posibles por el sencillísimo hecho de que es genial.De hecho, yo plagiaría la idea para fabricarme un epitafio.

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