miércoles, 28 de julio de 2010

Unas copas con Rimbaud


"Lo mejor es un sueño bien ebrio, sobre la playa". Y, una vez anclado en esta utopía poética y marginal, abandonarse a las imágenes, los rumores y las palabras... el mar de palabras del que, pensaba él que desgraciadamente, no podría salir. La literatura tal y como la entendemos el día de hoy debe demasiado a Arthur Rimbaud, el muchacho que quiso ser el Dante de los suburbios y que terminó su existencia lejos, demasiado lejos de los versos, pero no lo suficientemente tarde como para evitar dejar una sombra sobre la que echarían sus semillas las nuevas generaciones.
Pensar en Rimbaud es invocar a un pajarillo que deambula entre los excesos. El mundo siempre pareció quedarle demasiado ancho, y él deseaba, más que nada, devorarlo y transmutarlo en algo diferente. Cuando notó, siendo todavía un joven de veintipocos años, que la poesía no tenía esos poderes alquímicos, abandonó el quehacer literario y se dedicó a otras cosas (entre ellas el tráfico de armas), y aparentemente sin una gota de nostalgia. Más de una vez se ha hecho notar que Una temporada en el infierno es la expresión de un carácter dantesco, en tanto que prueba convertir al poeta en un viajero que se adentra en las regiones tenebrosas de los inframundos demoníacos. Pero Rimbaud, a diferencia del Dante, no llegaría al Empíreo, a la Rosa en la que Beatriz se pierde, a las luces que coronan el Universo llenándolo de sentido. No: él sienta a la Belleza en sus piernas y la encuentra como una pobre prostituta más, llenándose de náuseas y de desazón. El mundo está demasiado lejos (o demasiado cerca), y él no encuentra otra cosa que hacer que despertar de su ebriedad, abandonar la playa y reconocer que la poesía es sólo eso: un fatuo delirium tremens que vende monigotes de la verdad, mientras la Verdad sigue jugando a las escondidas.
Rimbaud, pese a su tono desgarrado y ebrio, a sus imágenes de pesadilla y a su abandono a los sentidos, es uno de los poetas más vitales que recuerda la historia de la literatura. La poesía, en su caso, se traduce como lo que Kierkegaard llamaba un "modo de existencia", del que al final saldrá desengañado. Su amante Paul Verlaine, en cambio, lo erigiría como un monumento, pero claro: para él, la belleza era un fin en sí mismo, y la poesía no hacía más que jugar con esas formas fantasmagóricas para construir algo semejante a esculturas parlantes. Rimbaud aspiraba a algo diferente, a transformar la realidad y la vida. A diferencia de su admirado Baudelaire, que no encontraba mayor felicidad que el desengaño y las pesadillas, y que escribía versos como los de El muerto alegre o Madrigal triste haciendo énfasis en las sonrisas, Rimbaud sentía verdadera congoja ante el desgarramiento. Cuando escribió que "La verdadera vida está ausente. No pertenecemos al mundo", tengan por seguro que lo hizo con el corazón y la tráquea comprimidos, apretados como un puño ante la enormidad fatal del universo.
Pero ya lo decíamos: la literatura debe demasiado a Rimbaud, así sea pese a él mismo. Sin un espíritu como el de Rimbaud, al lado de uno tan (aparentemente) distinto como el de Whitman, jamás hubiese podido existir la generación Beatnik, con Ginsberg a la cabeza, y obras como la de Henry Miller tendrían unas cuantas páginas menos que, ténganlo por seguro, extrañaríamos. Si se me permite mencionar una existencia tan intrascendente como la mía, diré que mis años de adolescencia hubiesen sido muy distintos, y lo digo en un sentido negativo, sin las páginas de Rimbaud, que corrían al lado de las de Baudelaire, las de Byron y las de Bukowski.
Alguna vez Víctor Vich dijo, en clase, que hay que tener coraje para leer poesía. También hay que tenerlo para escribirla, como bien lo demuestra un caso como el de Rimbaud. Suena un poco extraño, porque no pudo haber sido un compañero demasiado alegre, pero yo me hubiera tomado unas copas con él. Dada la imposibilidad que impone el universo, sólo me queda satisfacerme descorchando una botella, siriviendo un vaso, y sumergiéndome en sus maravillosos versos, sintiéndolos en cada uno de mis poros: "Yo debiera tener un infierno para mi cólera, un infierno para mi orgullo, y el infierno de las caricias: un concierto de infiernos".

martes, 27 de julio de 2010

Un infierno perfecto: "Melodrama", de Jorge Franco


Es uno de los monstruos más enigmáticos, fascinantes y sórdidos de la última literatura latinoamericana, y habría que preguntarse si de verdad existe alguien capaz de competir contra él. Supongo que así es como tiene que empezar a hablarse de una novela como Melodrama, del colombiano Jorge Franco (que presentará hoy su nuevo libro, Santa suerte, en la FIL Lima). Una obra poblada de fantasmas, que camina por callejones desolados y llenos de mierda y suciedad con la angustia clavada en cada uno de sus poros y que, encima, tiene el valor de hacernos ver la belleza de todo ello.
En otras palabras, que se trata de una novela de gran intensidad y sumamente compleja, que hace de la sordidez una virtud, en la que se entabla la más portentosa tensión entre el estar vivo, el ir muriendo y el estar más que muerto. El personaje principal, un homosexual, sabe que tiene una enfermedad mortal (Sida), y avanza por el pasillo oscuro que es su vida rumbo a una muerte que él sabe que lo está esperando. Casi no hay olor a esperanza, y cuando éste aparece, es sólo para apretar aún más el nudo que ya está en torno al cuello (de los lectores, si quieren). Ya se imaginarán lo que voy a decir: que se trata de una novela genial, sí, pero para la que hay que tener estómago y nervios de acero.
La fama ha saludado a Jorge Franco Ramos por otras causas. Rosario Tijeras es uno de los mayores éxitos de la literatura colombiana más reciente, y ya se ha hecho no sólo la película, sino también la telenovela. El libro es espectacular, vertiginoso, pero no es más que la primera llama del infierno que viene preparándose, y que recién abre sus puertas en Melodrama. Libro que, por algún motivo, parece pasar más o menos desapercibido, pero creo que eso es algo que no va a quedar así por demasiado tiempo: llegará el día en que la gente descubrirá todo el peso de sus páginas, y Melodrama tiene todo lo necesario para convertirse en un clásico de la literatura latinoamericana. Y, si esto no llegase a suceder, pues qué importa: el libro seguirá allí, como una trampa para los incautos y atrevidos, en los márgenes del cánon (tan caprichoso e inseguro).
Como comentaba hace unos días, Fernando Ampuero comparó este libro con Pedro Páramo de Juan Rulfo. Esto sucedió en la preentación del libro, en la FIL de hace unos años (todavía en el Jockey Plaza). Luego de escuchar estas palabras, Franco confesó que leía la novela del mexicano todos los años, para contagiarse lo más que pudiera de su genio. Según mi humilde parecer, lo logra. ¡Y de qué manera! Los fantasmas que pululan por las páginas de Melodrama tienen una corporeidad abrumadora, y la lectura es vertiginosa como el salto de Altazor en el vacío (aunque mucho más cruda).
A todos los que puedan interesarse por mis recomendaciones literarias (y creo que soy un buen lector) les digo que no dejen de dar un vistazo a este libro, que es lo que seguramente sucedería si lo encuentran en los estantes de una librería. Ya habrán notado que no tengo un solo "pero" que sacar a relucir, y eso es porque creo que, tal como está, la novela funciona a la perfección. Sé muy bien lo difícil que puede resultar elegir entre las obras de los autores nuevos o jóvenes; pero vale la pena echar una luz sobre estas tinieblas. Melodrama no tiene pierde: le guste o no al lector, tenga por seguro que no va a pasar como un librito más. Eso queda prometido.

lunes, 26 de julio de 2010

¿Neurociencias y literatura?


Puedo imaginar el rostro que habrán puesto uno o dos de mis profesores de la universidad al toparse, mientras corregían mis exámenes y trabajos finales, con las referencias que incluí a las neurociencias. Porque claro: ¿quién se imagina que se hable de neuronas-espejo, relaciones sinápticas axionales o del lóbulo frontal en un trabajo sobre literatura? Y no crean que escribo esto para que la gente piense "ah, bueno, este se cree la cagada porque habla de neurociencias", sino para llamar la atención respecto a otro asunto, y es el de los límites que muchos imaginan que tiene la teoría literaria.
En otras palabras, que no veo por qué las neurociencias hayan de ser apartadas del quehacer ensayístico y teórico de los que se dedican a comentar e investigar (vale decir, interpretar) la literatura como un oficio, pasional o no. Al fin y al cabo, creo que se trata, siempre, de buscar una nueva serie de explicaciones que abran cada vez más y más puertas desde las que podamos recorrer y recrear los textos, enriqueciéndolos o, si se quiere, explotándolos al máximo.
Si pensamos en autores como Freud o Heidegger, a los que el análisis literario vuelve una y otra vez para tomar teorías y herramientas, mi tesis encontraría otra confirmación. Después de todo, ¿qué hicieron Freud o Heidegger sino tratar de explicar lo humano, incluído su comportamiento, a través del estudio de sus estados mentales? El Dasein heideggeriano es, visto desde cierto enfoque, el individuo autoconsciente, es decir, capaz de la autocognisción, que es uno de los temas más recurrentes de la filosofía de la mente, que trabaja de la mano con las teorías y las investigaciones desarrolladas por la psicología cognitiva y las neurociencias, y las categorías existenciarias son parte de lo que conforma los estados mentales, en tanto que formas de interpretar la realidad interpretándo-se como parte de la misma (y si no me creen a mí, revisen los libros de Davidson, Carruthers o Nagel). El caso de Freud ni siquiere necesita ser explicado, pues su mayor interés fue la mente humana, así como las funciones cerebrales, de las que en su tiempo era imposible saber gran cosa. En todo caso, ¿por qué no hacer notar la vigencia de algunas teorías de Freud, una vez revisadas bajo la luz de los nuevos aportes teóricos y científicos? Los comportamientos y sentimientos "ambivalentes", por ejemplo, hoy cobran un nuevo matiz gracias a los estudios sobre las neuronas-espejo. ¿Y eso no es llamativo? ¿Acaso la teoría literaria debe quedarse satisfecha con lo hecho y visto?
En pleno siglo XXI, sin embargo, el panorama ha cambiado, y contamos con una larga serie de teorías y herramientas nuevecitas, recién sacadas del horno de los laboratorios, que permiten una nueva forma de aproximación al estudio de las diversas materias, entre las que cabe incluir a la literatura. ¿La utilidad de esta aplicación tan, aparentemente, tirada de los pelos? Abrir nuevas lecturas, claro está, que pueden ser sumamente reveladoras e interesantes, y que permiten leer los textos desde un nuevo enfoque.
Claro que, con todo esto, no trato de decir que las neurociencias y las teorías de la mente sean LA teoría obligatoria, fatal y necesaria. Eso lo podría decir el materialismo eliminativista, con Paul Churchland a la cabeza. Yo no creo que exista LA teoría, ni LA explicación. Creo que existen muchas teorías, cada una de las cuales es más o menos explicativa en vistas a un contexto determinado (digamos, el texto analizado, o los objetivos propuestos en base a ese objeto). Las neurociencias y las teorías de la mente, en este sentido, son una de tantas herramientas que nos permitirán abrir la lectura de textos literarios, jugando a la par (y de la mano) con las otras ya conocidas o en proceso de desarrollo. ¿Por qué no?
Queda mucho que decir y argumentar, claro está, pero no es éste el lugar indicado para ello. Dejo mi reflexión abierta, eso sí, y a ver por dónde vamos marchando. Al fin y al cabo, si nos preguntamos por el objetivo y la utilidad de todo esto, habría que preguntarse por lo mismo acerca de lo otro, y nadie sabe nada en el fondo. Lo que sí defiendo es que la interpretación no tiene por qué ir a chocar contra la barrera del prejuicio.

sábado, 24 de julio de 2010

Gianni Vattimo en la FIL Lima


La FIL de este año viene con intenciones de pegar duro. No sólo se trata ya de escritores de la talla de Jorge Franco o Edmundo Paz Soldán, más los peruanos, sino que asistirá, desde Italia, nada más ni nada menos que un filósofo, uno de los mejores y, para mí, más sugerentes pensadores de los tiempos en los que andamos perdidos: Gianni Vattimo.
Para los que anden un poco perdidos al respecto, Vattimo es un seguidor de la escuela hermenéutica de Gadamer, aunque algo más radical que el maestro, y ha hecho mucho hincapié en las interpretaciones del arte y la estética, además de sus escritos sobre hermenéutica en general. Si pensamos en la filosofía no sólo como en una disciplina a la que le corresponde plantear preguntas y problemas sino también explicarlos, Vattimo se ha enfocado, más de una vez, en tratar de explicar los problemas implicados en la interpretación entre un sujeto y otro, en vistas a categorías tales como la "diferencia".
Otro tema que ha abordado constantemente es el de la religión, y lo ha hecho en una forma tan fascinante que hasta los ateos más burlones nos sentimos llamados a leer sus textos, y con la boca muy abierta. Y ese es, precisamente, el tema que va a tratarse en la FIL: Vattimo participará en un diálogo con monseñor Luis Bambarén sobre la fe en el nuevo milenio. De más está decir que tengo muy altas expectativas al respecto, y no pienso perderme la ocasión de escuchar a un pensador de su talla.
¿Cuándo? Este martes 27 de julio, a las 8:15 pm. El ingreso es libre, así que mejor llegar temprano.

jueves, 22 de julio de 2010

Jorge Franco is back


La FIL Lima está a la vuelta de la semana, y con ella las actividades culturales, las presentaciones y, por supuesto, las ofertas de libros (que pienso tomarme muy a pecho). Recién me entero, sin embargo, que uno de los invitados para este año es nada más ni nada menos que el colombiano Jorge Franco, conocido sobre todo por su novela Rosario Tijeras (que ya ha sido llevada a ambas pantallas, la grande y la chica), y autor de una de las novelas más profunda y sórdidamente ambiciosas de la literatura latinoamericana de los últimos tiempos, Melodrama, que por algún motivo pasó un poco desapercibida, pese a ser una de las mejores obras escritas de este lado del mundo (recuerdo que el mismísimo García Márquez dijo que Franco era el autor al que quería pasarle la antorcha).
Yo tuve la ocasión de enterarme de su existencia de paso que de conocerle bravemente hace ya algunos años, en la presentación de Melodrama. En esta ocasión, el motivo que lo trae a tierras peruanas es la aparición de su nuevo libro, Santa suerte, que será presentado, como el anterior, por Fernando Ampuero (que también presenta un libro propio por las mismas fechas, dicho sea de paso). A decir verdad, tengo muy buenas expectativas al respecto: Jorge Franco aún no ha tenido ocasión de defraudarme. Rosario Tijeras es una de las novelas más vertiginosas que he leído, con su mezcla entre realismo crudo, grandes personajes y el más inesperado sentido del humor; de Melodrama no creo necesitar decir mucho más, porque es un libro que habla por sí solo, y espero escribir pronto una nota sobre él por estos días. No he leído Paraíso Travel, pero he escuchado muy buenas críticas. En pocas palabras, que es un autor que sigue sacando oro del pozo, y qué oro.
¿Algo más que decir? Bueno, quizá traer un recuerdo a colación. En la presentación de Melodrama, hace unos años, Fernando Ampuero comparó el libro a otros dos: Doña Flor y sus dos maridos de Jorge Amado y Pedro Páramo de Rulfo. Franco, al tomar la palabra unos momentos después, comentó que era curioso (y, para él, más que agradable) oír la comparación con la obra del mexicano, pues, afirmó, Pedro Páramo es una lectura a la que vuelve cada año sin excepción, para tratar de contagiarse todo lo que pueda de él. Y ni hay que decir, a estas alturas, que lo logra, porque ya debe haber quedado sobreentendido. Ya hablaremos de esto el día que escriba la nota sobre Melodrama. Y, hasta entonces, yo seguiré a la espectativa de la llegada de Jorge Franco y su aparición en la FIL. Lo digo desde ya: no hay forma de perdérselo.

martes, 20 de julio de 2010

La refutación del tiempo III: Apéndice

O, si prefieren, llámenlo "epitafio", ya que andamos enterrando tiempo, y con él nuestras cenizas, en el tiempo. La refutación del tiempo nos ha llevado, ya decíamos, a darnos con nuestros rostros, a reconocernos en el corazón del problema que hemos abierto, ya sea que empujados por el juego, el desgarro o la duda. Y porque creo que la argumentación filosófica no es sino uno de los tantos caminos que llevan a Roma, dejo dos canciones magistrales, compuestas cada cual por un genio de nuestro siglo, a manera de apéndice (o ya lo decíamos, de epitafio). El título de ambas canciones es Time: la primera es de David Bowie y la segunda de Pink Floyd (composición de Roger Waters). De más está decir que vale la pena prestar atención a la letra.




domingo, 18 de julio de 2010

La refutación del tiempo II


Hora de dar la vuelta a la tortilla. Y es que, si en la primera parte de estas divagaciones atacábamos la existencia del tiempo partiendo de nuestra experiencia en contraste con lo que vendría a ser una existencia "real" del tiempo, ahora toca atacar algunos puntos y ver por dónde escapamos. Después de todo, habría que partir de la pregunta por lo que entendemos al hablar de lo que es "real", o lo que "existe", y si acaso son realmente lo mismo.
¿El tiempo es una ilusión de nuestra mente, una trampa en la que nos vemos obligados a caer? si reconocemos que la respuesta a esta pregunta es afirmativa, luego no podemos decir que el tiempo no sea real: su categoría de realidad es mental, pero eso no la hace menos real. Siguiendo este camino, podríamos llegar a la afirmación de que el tiempo existe y no existe, dependiendo del enfoque desde el que ataquemos la cuestión.
Por poner un ejemplo de lo que digo, están los colores. ¿Existen? No, porque son resultado de nuestra interpretación mental de las refracciones de luz, gracias a las características de nuestro ojo: el mundo real está en blanco y negro (que son tonalidades, no colores). Pero sí existen, en tanto que forman parte de nuestro repertorio de significados, mediante los cuales interpretamos e interactuamos con la realidad. Los dioses del Olimpo no existen, pero existieron en cierto modo. Del mismo modo podríamos preguntarnos si existen los agujeros negros, pero eso sería salirnos demasiado del tema.
De acuerdo con Heidegger, el tiempo (o la temporalidad, en tanto que es interpretación y aprehensión del fenómeno en nuestra existencia óntica) no solo existe, sino que esta existencia es necesaria en tanto que cifra las posibilidades de "abrir" el ser (o, mejor dicho, el "Ser-ahí") de tal manera que puede no solo interpretar el mundo circundante en el que se encuentra metido, sino que también la de interpretar-se como y en tanto que forma parte de este mundo circundante. Claro que Heidegger habló del Tiempo como una "categoría existenciaria", pero hoy podemos relacionar ese término con el de "categoría mental". En otras palabras que nosotros, como existentes, interpretamos el universo como temporalizado y, en tanto que lo hacemos, podemos comprenderlo y comprendernos como parte del mismo y en relación constante con él. El tiempo existe, fatal y necesariamente.
Mucho antes de que Heidegger hubiera nacido siquiera, Kant habló del Tiempo como una "forma de sensibilidad", arrancándolo de la existencia "objetiva" al mundo subjetivo, como parte del "filtro" mediante el cual podemos formarnos algún conocimiento del mundo. Pero el que no esté en el mundo como tal no implica su inexistencia: sencillamente, la pone en otro lugar. Los fenómenos mentales son realidades. Yo podría autosugestionarme al punto de creer (o sospechar) que hay un fantasma en mi casa, lo que no implica que ese fantasma exista. Mi estado mental, sin embargo, sigue estando allí, y su existencia es harina de otro costal.
Ahora, ¿debemos seguir el ejemplo de Kant y arrancar el tiempo del mundo para meterlo sólo en nuestras cabezas? ¿O debemos reconocer, como Heidegger, que el tiempo existe en nuestra mente como la interpretación de un hecho que existe como tal en la realidad? Yo, personalmente, prefiero optar por lo segundo. Es verdad que alguna vez no se llamó "tiempo", pero la sucesión de estados geológicos que antecedieron a la llegada de los hombres y del lenguaje necesitó algo que los hiciese fluir. ¿Existe el tiempo per sé? Bueno, al menos no podemos negar que hay procesos mediante los cuales se generan cambios de estado en los objetos de la realidad, y no veo por qué no llamar a lo que permite la movilidad de estos estados por el nombre de "tiempo", así fuese sólo por ahorrarnos problemas.
El error, creo yo, es confundir una categoría, estado o concepto mental con una "ilusión". Las cosas no tienen que estar "allí afuera" para ser reales. El gran problema es que, hasta ahora, nadie entiende muy bien lo que se trata de decir con "allí afuera" ni, mucho menos, con "aquí adentro", aunque muchos pensadores (Heidegger, Freud, Davidson, Carruthers, entre otros) nos dan una buena idea de ello, o un camino que seguir para hacerlo más o menos explícito.
La pura verdad es que los seres humanos no podemos concebir una existencia atemporal: en eso estoy muy de acuerdo con Heidegger. Y no veo para qué demonios habríamos de hacerlo, tampoco. Como decía el propio Borges en su refutación del tiempo, dicha actividad no pasa de ser un juego académico: el tiempo sigue imponiéndose. Seguimos siendo nosotros, y como tales seguimos amarrados a las cadenas de las horas, los minutos y los años. El tiempo abre las posibilidades de interpretarnos históricamente, dijo Heidegger: en otras palabras, nos permite comparar estados fácticos actuales con pasados o supuestos futuros, aún con supuestos presentes y pasados. Todo proceso implica, necesariamente, temporalidad. Claro que la temporalidad implica a su vez la muerte, y quizá sea esto lo que hace tan atractiva la posibilidad de un atentado terrorista contra el imperio de los calendarios y los relojes. Pero es en vano, creo yo: nada ocurre extra-temporalmente. El tiempo puede ser el río de Heráclito o el Laberinto que se bifurca eternamente de Borges, pero está allí, aunque no nos guste.

Esta nota es la segunda parte de otra, que lleva el mismo título, escrita y publicada unos días atrás. De parecerme necesario, podría publicar aún una tercera, pero no prometo nada. Como dije en la nota anterior, habrá que disculparme de la poca exhaustividad con la que manejo algunos argumentos y definiciones: esto es un blog, y no creo que un blog sea lugar para textos excesivos, o al menos no lo es gratuitamente. Pero esa es mi opinión personal, claro.

La inspiración (una reflexión personal)


Más de una vez lo he dicho: no soy de los que defienden sus opiniones personales como si se tratase de verdades universales. Y, en materia de gustos, no hay juez que tenga nada que decirnos, y repitiendo por enésima vez al siempre citable maestro Joan Manuel Serrat, "cada loco con su tema", que de gustos y colores los autores mejor no dicen un carajo, ¿no?
Pero como este blog es de mi autoría, aunque todos sigan estando invitados a decir lo que les entre en gana, voy a traer a colación uno de mis pareceres, sin esperar a que estén de acuerdo conmigo todos. De lo que vengo hoy a reflexionar es ese viejo tema, la inspiración.
¿Qué carajo es la inspiración? He sabido (y conocido) de muchos que piensan que no puede haber trabajo si no se está "inspirado". Es decir, si no se siente ese temblor interno, ese extraño pacto en el que la realidad parece darnos luz verde para cruzar a dios sabe dónde, no hay nada que pueda hacerse que valga la pena. Pero sigue valiendo la pena que nos preguntemos: ¿es realmente así?
La inspiración es una tradición viejísima. Ya los griegos invocaban a las musas para que los animasen y guiasen en sus cantos; o, en su defecto, a los dioses. Recuérdese, sino, cómo inicia Homero sus poemas: siempre con una invocación. No quiero meterme hasta la nuca a tratar lo que los antiguos entendían por la inspiración, pero baste con aclarar que, para ellos, la creación como el recitado, lo relativo a la poesía y el drama, estaba muy ligado a la intervención de las fuerzas supremas: dioses, musas y demás seres por el estilo.
Por obvios motivos, a los románticos esta idea no podía dejar de llamarles la atención. Hegel, en sus lecciones de estética, hace mucho hincapié en el tema de la inspiración, señalando cómo es a través de ella que lo Universal se manifiesta en códigos humanos a través del Artista (sí, con mayúscula), que en ese sentido era su portavoz, y gracias a su sensibilidad. En ese sentido, los artistas eran hombres de dios, o si prefieren del Espíritu Absoluto. Schelling sostuvo ideas muy semejantes a esta, y, como Hegel, sobre las ideas que tenía Goehte sobre el arte. Es decir, que el artista era, por naturaleza, un ser especialmente sensible, ya que la imaginación, en estos términos, es también producto de esta sensibilidad, en tanto que busca las fórmulas para expresar lo más perfectamente posible aquello que, en sí mismo, es Ideal, y como tal se encuentra muchísimo más allá de lo que nuestra pobre percepción humana es capaz de comprender, aunque sí que puede intuirlo.
Pero las cosas han cambiado mucho. Hoy, el desarrollo de los estudios en neurociencias nos señalarían cómo la inspiración es producto de determinadas reacciones químicas, procesadas , seguramente, gracias a ese trocito del cerebro llamado amígdala, que determina los procesos que nosotros traducimos como emociones o sentimientos. La de las neurociencias, claro está, es sólo una de las muchas posibles explicaciones, y cada cual puede quedarse con la que más le interese.
En todo caso, lo que me interesa señalar es cómo la inspiración puede ser, también, un error. Los románticos, por su universo de creencias tan distinto al nuestro (o, en todo caso, al mío) podían darse el lujo de estar inspiradísimos siempre, y Coleridge no necesitaba soñar los versos que escribiría al día siguiente para la composición de cada poema, que fue lo que le sucedió con el Kubla Khan. Si los sueños no le ayudaban, siempre había un estado anímico a la vuelta de la esquina para repintar la realidad (y todo esto lo digo sin querer ser peyorativo, ni mucho menos, por si las dudas). Pero hoy por hoy, yo prefiero creer en otra cosa, que tiene un nombre tan sencillo como "trabajo duro". Claro que mi ejemplo no sirve para nada, porque mi nombre no vale un centavo, pero hay otros exponentes que pueden resultar interesantes en este sentido.
El primero de ellos es William Faulkner. Para él, trabajar era lo primordial, sin importar por dónde anduvieran las musas. Recuerdo haber leído una entrevista en la que él señalaba cómo un escritor no podía andar preocupándose por las ventas, las críticas ni nada relativo a sus libros, porque no tenía tiempo para ello: siempre había algo más que hacer, y esto era escribir.
También Camilo José Cela estaba en esta línea. Dijo alguna vez que no creía en la inspiración; que le parecía una excusa demasiado sencilla. Expuso una teoría (que ya he comentado antes, algunos meses atrás) según la cual el de escritor era un oficio total, que implicaba las veinticuatro horas de todos los días del año. Una frase suya que he anotado en mi filosofía de vida es ésa que escribió en el prólogo de La colmena, que dice que "La literatura no es una charada", sino que es una actitud. También fué por una entrevista suya por la que me enteré de esta respuesta de Picasso, en una ocasión en la que le preguntaron por la inspiración: "Siempre que llega, me encuentra trabajando".
He de reconocer que hay algo que es muy cierto, y es que uno no siempre se encuentra en estado de sentarse a escribir: uno necesita cierta lucidez, algo de energías, capacidad (auto)crítica, entre otras cosas, y después de X horas de trabajo o estudios o lo que fuere, no se cuenta con ello. Pero sigue sin ser una excusa: uno sigue, fatalmente, dando vueltas a lo que puede o no escribir cuando se siente a hacerlo. Lo importante es no dejarse vencer por las excusas, que ninguna vale suficiente.
¿Y la inspiración? Bueno, según mi experiencia personal, hasta puede ser negativa y dar el tiro por la culata. Uno se siente invadido por un vértigo febril, se le arremolinan las ideas y las palabras y escribe qué se yo, cuatrocientas páginas en quince minutos. Luego, corrigiendo, me ha pasado que descubro que entre el 90 y el 98% (a veces, un aterrador 100%) no vale nada, y es pura mierda.
Pero como dije al principio, esto me vale a mí, lo creo yo, y porque funciono así. Al final, lo que importa son los resultados, mucho más que los medios. Juzgar a una obra no es lo mismo que juzgar los métodos de su autor, y esto puede ser secundario. Dejo, sencillamente, mi humilde parecer.

Fuente de la imágen: http://unadonnadellarte.blogspot.com/2007/12/w-e-r-t-h-e-r.html

sábado, 17 de julio de 2010

¿Dónde están los poetas?

Hay una creencia según la cual la globalización ha de traer a todos los rincones esos fragmentos de cultura que antes eran inalcanzables si es que no los traía de los pelos un grupo con el dinero para hacerlo a brillar bajo los focos de los medios de comunicación. Pero la globalización, el mundo virtual y todo lo demás tampoco son la democracia soñada: más que de esperar a que llegue la cena a nuestras mesas, se trata de tomar el fusil y salir a recorrer las montañas, los pantanos y los valles del ciberespacio a la caza de estos fragmentos que, si tenemos algo de suerte, se nos revelarán como universos enteros.
Ya lo dije alguna vez, que espero que algún día llegue el Gran Recopilador para reunir, de una vez por todas, a tanto poeta del que no hemos tenido la suerte de oír mencionar siquiera, y cuyos versos nos pueden estar guardando más de una sorpresa. Algo así como lo que Lawrence Durrell hizo con el griego Kavafis, introduciéndolo al mundo anglosajón y, después, el mundo mundial a través de su Cuarteto de Alejandría. Hay antologías que todavía podríamos leer.
¿Dónde están, pues, los poetas? Los poetas de nombres más oscuros, los de países más inalcanzables o impensables, si se quiere. ¿Qué clase de poesía se está escribiendo y se ha escrito en lugares como Surinam o las Guyanas, en la lejana Camboya, si quieren en Trinidad y Tobago? ¿Cuántas maravillas nos estamos perdiendo? Pienso en algunos nombres que tendríamos que conocer mejor, y de los que sin embargo seguimos sin saber nada. ¿Quién ha leído al surinamés John Leefmans, o a su compatriota Louise Wondel? ¿Y qué hay de los poetas africanos? No recuerdo quién me comentó hace no mucho que África suda poesía, y de eso seguimos estando aún demasiado desenterados.
Dejo esta breve nota, que no dice mucho, pero que se cuestiona lo suficiente. Y les dejo un video de la poeta surinamesa Louise Wondel, una de las pocas cosas que pude encontrar en la web, y que me llamó la atención, más que por los versos mismos, por la forma en que se concibe el poema, titulado Danza, y escrito en un idioma dialectal surinamés, que hace que pensemos en los versos como un rito vivo y, sin embargo, antiguo, arcaico, tribal, pero que sigue respirando y palpitando. A ver a dónde llegamos, ¿no?


miércoles, 14 de julio de 2010

La refutación del tiempo I


Los correos que he recibido de un tal Lucho González (más que atinados, y muy agradecidos por un servidor, dicho sea de paso, y para dejar en claro las cosas) me han jalado la vista, una de tantas veces más, a ese viejo problema con el que los hombres tendríamos que vérnoslas una y otra vez a lo largo del día, que es el del tiempo. Y vaya uno a saber: a lo mejor y tendríamos que escribir la palabrita con mayúsculas. ¿O no?
Hay una tradición filosófica muy vieja que ha tratado de refutar la existencia del tiempo, llamándolo "ilusión" de los sentidos o de la mente, o llamándolo mera nada, nihil, vacuum o lo que quieran. Recuerdo un ensayo muy bueno, bien estructurado, que Borges incluyó en sus Otras inquisiciones, titulado Nueva refutación del tiempo, donde construye un argumento fundamentado en las filosofías idealistas-escépticas de los empiristas británicos (Locke, Berkeley, Hume), sobre todo, para tratar de refutar la idea de que el tiempo es una entidad ontológica. De acuerdo con Borges, y siguiendo el desarrollo que él mismo hace de las teorías de los filósofos nombrados, el tiempo es sólo ilusorio en tanto que pertenece a un universo al que sólo conocemos empíricamente, y esto a través de nuestras sensaciones: estas últimas son todo lo real, y lo demás es mera ilusión. Para Hume, de hecho, ni siquiera podemos afirmar la existencia de un ego que perciba, pues éste sólo se conoce como "percibido por sí mismo", y en ese sentido está de pie sobre la nada (cf. Sartre, El ser y la nada).
Otro argumento al que puede recurrir el refutador del tiempo es al de la fugacidad. ¿Cómo va a existir ese Tiempo del que todos hablamos, si es inasible? Conocemos un presente que se nos escapa de las manos una milésima de segundo tras otro, por lo que en realidad no podemos decir que lo conozcamos; vivimos recordando lo que vamos viviendo, una vez que ha pasado, pero el pasado ya no está aquí, y por eso mismo lo recordamos; y el futuro es, siempre, una quimera de la que no podemos decir nada, salvo esperanzas y temores. El tiempo no existe porque no está en ninguna parte: nuestro ser defragmentado se arrastra por un laberinto de estados mentales que unificamos mediante ese concepto, fantasioso, llamado tiempo.
Refutar el tiempo es filosóficamente legal, y los argumentos sobran para todo el que quiera hacer la prueba. De hecho, recuerdo un razonamiento particular, practicado por Gosse en su Omphalos y por Ernesto Sábato en su Informe sobre ciegos, según el cual el Universo podría haber sido creado en cualquier momento, hace mil, ciento trece, veinte, o un año y medio; o hace dos minutos, o un segundo, pero que éste no fue creado vacío. En otras palabras, que se lo creó viejo, con millones de años de historia, ruinas de civilizaciones extintas, libros de miles de años de antigüedad y fósiles de megaterios repartidos por los continentes. ¿Y por qué no?
¿Y quién nos prueba que la Historia en realidad ha sucedido? No recuerdo quién se preguntaba (creo que fue Bertrand Russell, pero podría equivocarme, y si no es así sáquenme de mi error), siguiendo el estilo de pensamiento de Hume: "¿Y quién nos puede probar que Napoleón Bonaparte existió? Empíricamente, es imposible saberlo: no lo hemos conocido, ni nada. Sólo sabemos que fue un hombre que vivió hace mucho, que hizo tales o cuales cosas, pero esto es indemostrable, como su existencia", y de paso, como la existencia de tales y cuales cosas. Vistas las cosas desde este enfoque, hay muy poco que podamos saber en realidad.

Viene en preparación la segunda parte. De más está decir que, por cuestiones de epacio y ambiente, este tipo de reflexiones de matiz filosófico no son todo lo exhaustivas que debieran ser (un blog como este no me parece que sea lugar para tratados de ontología), así que en ese sentido lo siento, y me quedo tan campante y, Baco lo quiera, con una cerveza, que hoy ha salido un indemostrable sol en pleno julio limeño que me hace pensar muchísimo en los argumentos de Hume sobre la causalidad y la costumbre. Como decía, pronto la segunda parte, para dar vuelta a estos argumentos y probar un bocado del otro camino.

lunes, 12 de julio de 2010

Lanting: captar la vida


El simple hecho de que un hombre pueda captar un todo y expresarlo a través de una imágen me parece algo no sólo admirable, sino hasta envidiable. La fotografía es un género donde brillan muchos nombres. Y, sin embargo, creo que todos los fotógrafos que lo hayan intentado saben que una cosa es una cosa y otra es muy otra, y la fotografía de la naturaleza tiene exigencias y dificultades que van más allá de las que uno podría imaginar en un principio. Y si no, se lo pueden preguntar a mi tío, Arturo Bullard, que en sus largos años de dedicación a la fotografía de naturaleza tiene este asunto bien aprendido.
Y, dentro de este subgénero, si quieren llamarlo así, el fotografiar animales es un mar de dificultades muy particular. Exige, ante todo, paciencia, por no mencionar un cierto conocimiento del comportamiento de las especies. Y suerte, claro está: mucha, pero muchísima suerte.
En este sentido, un fotógrafo como el holandés Frans Lanting es un buen ejemplo de cómo el talento y la suerte pueden ir tan bien de la mano. Yo recuerdo haber visto sus fotografías por primera vez siendo un niño, en un libro sobre migraciones de animales titulado Viajes fantásticos (que sigue en mis estantes, y en muy buen estado), en el que había algunas fotografías suyas de focas y tortugas de mar. En aquel entonces yo ni enterado, pero años después me encontré con su nombre, y con las mismas fotos que, de niño, me habían sorprendido tanto.
¿Cómo consigues acercarte lo bastante a un animal sin perturbarlo y, a la vez, lograr una imágen tan completa y precisa? Y, por si todo esto fuera muy poco, una imagen expresiva, a veces hasta chocante. Basta ver algunas de sus fotos para notar que fotografiar la naturaleza no es reflejarla solamente, sino que se convierte en una forma de poner algo de uno mismo en la imágen, dándole un giro, a lo que se agrega lo que nosotros, como observadores, podemos tratar de rellenar con nuestra imaginación, esa pregunta crucial: ¿y cómo carajo hizo para hacer una foto como ésta? Menudo cabrón. Un verdadero genio del lente.
Si quieren dar con él y sus fotografías, les recomiendo seguir uno de dos caminos: o recorren los números de National Geographic hasta dar con su nombre, o se dan un paseo por su página oficial: www.franslanting.com. Lo demás es solo sorprenderse y disfrutar. O, si prefieren, quédense con lo dicho por Thomas R. Kennedy, director de fotografía del Washington Post, que atribuye la genialidad de Lanting al hecho de que "tiene la mente de un científico, la pasión de un cazdor y los ojos de un poeta".

domingo, 11 de julio de 2010

Sexo y control


Las diversas corrientes de la teoría crítica (las favoritas de los que piensan que el mundo está lleno de complots, y que justifican los delirios paranoides y persecutivos de millones) se han apañado en buscar los discursos de hegemonía y control en absolutamente todo. Lo que no es un defecto: una interpretación inesperada nunca está de más, y aún escuchar a Zizek hablando de tapas de baño o a Barthes sobre lo que compromete el diseño de un automóvil, tiene muchísimo sentido y, no podemos dejar de reconocerlo, es realmente fascinante. Lo duro está en tratar de ponerse en sus zapatos. Es decir, después de todo lo que ha escrito sobre la clínica y su rol controlador, y del discurso hegemónico tácito en el quehacer médico, ¿cón qué cara podría ir Foucault a hacerse una revisión médica? Porque es la pura verdad: a mí me interesa mucho la teoría crítica, y estoy muy de acuerdo con mucho de lo que han escrito sus diversos autores, pero eso no implica que, a la hora de vivir, haga como decía Hume y trate de pasar como un desentendido en casi todas estas cosas. No porque niegue mis creencias, sino porque hay creencias que es mejor dejarse en el refrigerador en ciertas ocasiones.
El siempre genial Gore Vidal ha explorado los discursos de poder en más de una de sus novelas, pero sobre todo me interesa recordar una en este momento: Myra Breckinridge. En ella, el discurso sobre el que vuelve su atención es el de la sexualidad, y en una forma llena de sarcasmo y humor, sin dejar de echar mano de lo sórdido y lo grotesco. Porque si reconocemos, como por ejemplo Lawrence Durrell lo hizo, que el sexo es una forma de diálogo, luego es más que lícito pensar en él como un acto de control, donde lo carnal y lo sentimental se convierte en látigos y cadenas cuyo objetivo es, por supuesto, la subordinación de un individuo al otro. En la novela de Vidal, esa subordinación se realiza a través de un sinnúmero de símbolos, que juegan también con la idea del género: el travesti que penetra a un muchacho (estereotípico del "Macho") con un consolador, cambiando radicalmente la cosmovisión de ese individuo, subordinándolo a otro "principio de actuación", diríamos con Marcuse, pero en un tono más acentuadamente psicológico.
El debate de géneros (cuando la sexualidad toma rienda de algún "ismo") me parece absolutamente innecesario. Gore Vidal parece pensar así también, y dará giros muy interesantes a estos diálogos de poder, haciendo de machismo y feminismo un montón de excusas para reírse, en tanto que se pueden considerar, también, como un discurso demasiado hinchado, y en vano. Pero no estamos hablando de ismos, así que dejemoslos para otra ocasión y regresemos a lo nuestro.
¿Por qué la sexualidad se deja definir en términos de poder y control? Por la carga psicológica de por medio. El error, en este caso (y que en cierto modo cometía Foucault) está en considerar que el discurso es unilateral en cualquier sentido. Si un lado es subordinado al otro, el segundo también se ve afectado en alguna forma. Claro que palabras como "subordinación" suenan mal aquí, y hacen pensar que el sexo es siempre algo parecido a una pelea callejera. Pero no es así necesariamente, y no hay que leer "subordinación" en un tono negativo. La subordinación puede ser móvil, y en una pareja pueden cambiar los roles para, entre los dos, construir un maravilloso final de noche. ¿Por qué no?
Pero el sexo, aún visto así, en rosa, sigue siendo una estructura de poder. Un muy buen ejemplo sería, por supuesto, volvernos hacia los autores libertinos franceses de fines del XVIII, donde lo sexual cobra un sentido ontológico. Sade, por ejemplo: la liberación de nuestros instintos naturales, nos dice, se encuentran en la expresión de nuestra sexualidad, así sea perversamente. El placer es un imperativo, y no importan (demasiado) las consecuencias. En este sentido, sin embargo, en que el dolor se puede convertir en un camino del placer, uno asume un rol de victimario y otro una de víctima. Pero ya lo decíamos: la subordinación es un tiro doble: el que recibe el dolor está, también, asumiendo un rol frente al que lo genera, tirando y aflojando las posibilidades del placer. Y cabe agregar eso que decía Freud: que los instintos siempre vienen en combo de a dos, haciendo brillar ambas caras de la moneda. El sadismo es una expresión transformada en su contraria del masoquismo y viceversa (o, diríamos, una forma de su contrario, vuelta hacia el propio individuo al atribuir un rol antagónico al otro individuo).
En Restif de la Bretonne, ese genio tan injustamente olvidado, sucede algo aún más interesante, ya que todo el debate sensual está expresado en términos psicológicos. Sara, por ejemplo, es, más que una novela erótica, un retrato del correr de los estados mentales de un hombre obsesionado con una muchacha. El tira y afloja de la seducción, los celos, la obsesión neurótica, el fetichismo, la culpa... todo ello es el verdadero corpus de la novela, en la que de hecho no recuerdo momentos de sexo explícito, sino más bien grandes abismos de ambigüedad, donde los lectores podemos pensar que han sucedido muchas cosas (la imaginación humana, libre de interpretar, es más perversa que un texto explícito).
Pero, como decía antes, no podemos vivir pensando cosas como éstas todo el tiempo. Es verdad que las creencias generan formas de conducta, "modos de existencia", pero éstos pueden ser voluntaria o involuntariamente olvidados para poder sacar adelante una vida. Pero no deja de ser interesante hacer memoria por unos momentos y tratar de reconfigurar los significados de todo aquello que sucede en en transcurso de nuestras existencias, y sobre todo entre las sábanas. El sexo es una guerra de caricias y de lágrimas.

viernes, 9 de julio de 2010

Escribir hasta descorchar la última botella


Alguna vez he comentado cuán certeros fueron los griegos de la antigüedad para atribuir a un mismo dios la poesía y el vino, como asumiendo, si es que no lo inseparables que son, al menos lo bien que una y otro se llevan cuando se las ven mano a mano y, lo más probablemente, sobre la misma mesa. Ya lo saben: vaso, botella, papel y pluma...
En la entrada anterior hablé de la posibilidad de concebir la cata como un fenómeno estético. Pues bien: del mismo modo, y siguiendo el camino de las mismas palabras, afirmaré que beber es un arte. No, no... no escribo esto estando ebrio: todo lo contrario, lo hago a plena consciencia, y con una mano sobre el pecho y la otra sobre el hígado. Pero a ver lo que tienen que decirnos los filósofos.
Para Aristóteles, el objetivo de las obras de arte (o, por lo menos, del género trágico) es la catarsis: lograr que los espectadores se identifiquen con las penas y los dolores de los personajes representados, haciendo consciencia de que esos problemas que enfrentan podrían ser los mismos que los afecten a ellos, por ser universales: el género es relativo a la especie. Pero, desde que irrumpieron en el panorama la teoría psicoanalítica en general y Freud en particular, las cosas dieron un nuevo giro, y la catarsis pasó a ser comprendida como un acto de "expurgación", una liberación de las fuerzas inconscientes que nos remueven por dentro.
En este sentido, siempre he pensado que la borrachera es una catarsis perfectamente válida, por no mencionar que de las más efectivas. En esto, el alcohol se parece a la poesía: logra los mismos efectos para liberarnos de nosotros mismos y echar sobre el asfalto un poco de esa náusea que nos estruja la médula espinal y amenaza con empujarnos a rodar cuesta abajo por el abismo que cada uno de nosotros lleva en el pecho.
Y como todos los otros hombres, pero con un subrayado particular, más de un escritor ha comprendido bien estas cosas. Desde los banquetes llenos de vino de los poemas de Homero hasta las bravuconadas de Bukowski, las botellas han rodado sin descanso entre las letras (¿"Con la pluma y con la espada", decía el Inca Garcilaso? Mejor "con la pluma y con la copa").
Yo no soy un idealista, y no creo en la trascendencia del espíritu más de lo que creo en el espíritu (es decir, nada de nada). No se me ocurre pensar que algo pueda tener una naturaleza metafísica, un alma o un "ser en sí". Pero creo en los misterios que aguardan agazapados en los fenómenos para saltarnos encima como una gran incógnita en el momento mismo en que nos acercamos a interpretar. En ese sentido, el alcohol tiene algo de mágico, en el mismo sentido en el que lo tiene la poesía.
Como un acceso de delirium tremens, estas notas no pretenden ser más que un variopinto desfogue desordenado y caótico. No voy a demostrar una tesis, ni a argumentar siquiera: sólo reflexiono. Y teniendo por seguro que más de uno entiende de sobra lo que trato de decir. Permítaseme cerrar, pues, este aforismo cantinero, ya que me falta copa con qué brindar, con una cita muy certera del siempre genial Petronio: "El vino es vida".

En la imágen, Bukowski, botella en mano, recitando sus poemas (hablando de entender a lo que me refiero...).

lunes, 5 de julio de 2010

En búsqueda de la cata perfecta


Hace mucho que quiero escribir sobre esto. Y porque hace mucho que pienso que ya viene siendo hora de que nos echemos abajo algunos prejuicios etílicos que, a mi parecer, poco tienen que ver con el placer, el verdadero deleite, que tiene para ofrecernos ese maravilloso fruto de Baco, el vino sin el cual muchas de nuestras existencias (conozco a más de uno que firmaría estas palabras) no serían lo mismo, ni valdrían un solo centavo.
Hay un tipo muy especial de supersticioso, y ése es el que se guarda todas las dudas cuando le ponen un trago al frente. ¡Dios santísimo! ¿Qué pensarían los enólogos? Luego se pasan de vueltas tratando de buscarle la lágrima al vino, sopesando la copa temeroso de asirla como no es debido, y mil y un procedimientos mal que, bien vistos, tienen sentido, pero es una esfera que nos queda lo bastante lejos como para dejar de perder el tiempo en todas esas tonterías.
Dicho sea de paso, yo no soy enólogo, ni me especializo en modo alguno en cata de vinos ni alguna otra mierda. Sé de la materia como sé que me gusta muchísimo el vino, y en ese sentido soy un bebedor hedónico (¿es que hay otra forma de serlo?). Por supuesto que tomar un buen vino es como leer una buena novela, o (usando la vieja metáfora de Fellini) ver una buena película. Pongamos ejemplos: uno termina de leer El mar de John Banville o de ver Amarcord de Fellini y lo que le queda es algo similar a un buen sabor que se siente en la boca, mientras mares de sensaciones agradables recorren nuestros miembros. Probablemente sonreímos como idiotas, que es una de esas maravillosas manfestaciones del placer. Bien, ¿y no pasa lo mismo con un vino?
¿Qué demonios trato d edecir? Muy sencillo: que el vino hay que elegirlo como se elige un libro o una película, y esto es siguiendo nuestra más absoluta, terca, obstinada y feliz subjetividad. ¿Cuál es la cata perfecta? La personal, la que dice que si a mi me gusta tal vino, luego ése es el vino perfecto. A mí me pueden poner algunas marcas muy caras delante, y yo por lo común seguiré prefiriendo mi viejo Aberdeen Angus, que es de los baratos de la finca Flichmann. Éso, claro está, si no hay un riojano haciendome ojitos. Y ni que decir que si puedo tener más de una botella de dónde servirme, ya estamos en el paraíso.
Pero volvamos a lo que decíamos respecto a la cata "personal". ¿Qué es lo que esto significa? ¿Qué implica? Recuerdo haber leído hace cosa de un par de años un artículo breve de un catador argentino (no recuerdo su nombre, pero si alguien lo conoce por favor recuérdemelo) que decía que el mejor vino es el que vamos a relacionar con mejores recuerdos: en este sentido, el acto de llevarse la copa (o el vaso, que a menudo es mejor para el vino que la copa, digan lo que digan los entendidos) es una experiencia proustiana, donde hay una búsqueda por armonizar con nosotros mismos y, por unos instantes, sentir que podemos olvidar que la vida es vida, para refugiarnos en la estética de los sabores, en el pasado que ha vuelto por unos instantes... y más tarde, y siempre que las condiciones lo acrediten, en la borrachera, que es materia como para un libro entero.
Así que ya lo saben: si a alguien le interesa mi consejo (que es sólo uno de los tantos posibles, ojo), echen a la basura todos esos libros de cómo tomar un vino y vayan por el que más les guste, prescindiendo de esa vieja y ridícula analogía según la cual precio equivale a calidad. La calidad es un suceso psíquico (si no me creen, pregúnteselo a mis compañeros de limonadas, que saben lo que vale un vino Astica, aunque sea tamaña mierda de vino).
Ya les digo que no pretendo plantear régimenes universales: el que esté de acuerdo con el otro procedimiento, pues me parece perfecto. Igual podemos sentarnos a tomar una copa juntos. Con que podamos reflexionar acerca de cuán válidos son en realidad algunos de nuestros prejuicios alcoholémicos, me doy por más que satisfecho. Salud, pues, con todos. Alzo mi copa en nombre de Baco, al que debemos tanto.

sábado, 3 de julio de 2010

Joyce: espíritus verbales


Nunca parece demasiado sencillo hablar de James Joyce. Es decir, las categorías a las que estamos acostumbrados ("novela", "literatura", "personajes", etc) parecen siempre quedarse algo cortas, y lo que nos muestra la experiencia de lectores es una obra que, de un modo u otro, arranca con fuerza, casi burlonamente, a otras alturas, haciéndose inaprehensible.
Pero leer a Joyce es, pese a todo, un placer muy especial. De hecho, estoy seguro de que más de alguno de los que han leído el Ulysses estarán de acuerdo conmigo en que ése es un libro capaz de hacer del tedio un deleite: montones de páginas que nos sentimos forzados a leer, pero que, de pronto, y a la vuelta de una página repentina, se han convertido en una experiencia poética de las más profundas que podamos recordar.
He hecho lo posible por estar al día con las lecturas de Joyce. Dublineses es un libro que llevo bien guardado en el pecho, que me conmovió profundamente. Su proyecto de "recorrido espiritual del proceso de la vida" es, ciertamente, un logro (un libro de relatos que comienza explorando la infancia y termina con la muerte). El último cuento, Los muertos, es una de las mejores narraciones de lengua inglesa de todos los tiempos, y ésto lo digo sin la menor duda. Luego, un libro como The porttrait of the artist as a young man se plantea como una novela donde, una vez más, se desarrolla un espíritu (al estilo goetheano de la Bildungsroman), sobre todo a través de la poesía. Del Ulysses hablaré en seguida, y no he leído el Finnegan's Wake. ¡Ah! Y recomiendo muchísimo sus poemas.
Yo creo que, de todo lo que se ha dicho sobre el Ulysses (hay un estudio breve y extraordinario, escrito por el siempre genial José María Valverde como prefacio a su traducción del libro de Joyce), una de las más justas es una sentencia de Borges, que afirmó que el personaje principal del Ulysses no es Leopold Bloom, ni Stephen Dedalus, ni ninguno de los otros: el personaje central de ese libro, nos dice, es el lenguaje. También recuerdo haber leído alguna vez a un escritor que comentaba que el Ulysses, como lector, no le interesaba; pero que, como escritor, le parecía uno de los libros más importantes que había leído alguna vez.
Firmo todo lo que los otros han dicho arriba, eso queda clarísimo. Joyce fue, ciertamente, un hombre de palabras: escribía desde todas las lenguas, maquinando complejos no narrativos sino poéticos. Las miles de palabras que se encuentran en el Ulysses guardan relaciones y correspondencias ambiguas entre sí, lo que nos lleva a nosotros, los incautos lectores, a caer en todas las trampas poéticas, a maravillarnos ante una palabra que, siendo o no común, de pronto nos sorprende. "¿Cómo pudo ser tan genio este cabrón de Joyce (porque era un cabrón) para saber que esta palabra era LA palabra precisa en este lugar, entre estas otras palabras?", es una pregunta constante a lo largo del libro. O, al menos, lo fue para mí.
Jamás afirmaría algo así como que el Ulysses es un libro que todo el mundo debería leer. No estoy de acuerdo con eso. Creo que el Ulysses es un libro que hay que elegir con cuidado, uno más que no va a significarle nada a nadie necesariamente. Para muchos, no sería otra cosa que una laaaaarga tortura verbal. Pero al que encuentre cómo dialogar con ese mar de palabras y dobles sentidos, lo que le espera es una de las experiencias más fascinantes y extrañas de su vida de lector. Téngalo por seguro.
Ahora, que insistiré en que, si yo me tuviera que quedar con uno solo de los libros de Joyce, no sería el Ulysses. Ni siquiera con todo el Dublineses. Yo eligiría, sin dudarlo un instante, Los muertos, una de las narraciones que más profundamente me han tocado, como ya decía más arriba.
Alonso Cueto escribió que todos los escritores del siglo XX en adelante están fuertemente influenciados por Joyce, así no lo hayan leído. Algunos casos (Faulkner, Anthony Burguess, William Burroughs) son más notorios que otros, pero nadie escapa a las redes verbales de Joyce, donde la palabra "sangre" sigue siendo eso: la palabra sangre. Bien podría llegar un día el crítico literario que diga que el siglo XX fue el "Siglo de Joyce", y no sé si podremos desmentirlo. Además, no veo por qué querríamos hacerlo, tampoco.

jueves, 1 de julio de 2010

Y el existencialismo, ¿con qué se come?


Alguna vez me he preguntado (hoy lo recordé) qué libros le podía recomendar a alguien si viniese, de pronto, a pedirme una guía para entrar en las turbulentas aguas del existencialismo. Porque yo, a diferencia de muchos escritores, intelectuales, filósofos y demás, no estoy de acuerdo con eso de que el existencialismo ya agoniza bajo tierra. Todo lo contrario: una reivindicación del mismo parece hacerse cada vez más y más necesaria, a medida que los "tiempos posmodernos" (que ni el mismo Chaplin hubiera podido predecir, aunque seguro hubiera hecho una película formidable) nos amenazan cada vez más con ahogarnos en su sobredosis de publicidad, consumo, vida social, virtualismo y demás (que no es que esté mal alguno de estos elementos, sólo que hoy están hasta en la sopa y, me dice por ahí mi amigo Martín Alonso, pronto hasta los cepillos de dientes tendrán acceso a internet, cosa que los odontólogos del mundo puedan estar al tanto de cómo nos lavamos los dientes y demás. Ojo: que esto lo dice la CNN, no yo). En fin, que pensando que podía de paso poner al día este blog que tengo abandonado contra mi voluntad, y por culpa de agendas y relojes, pienso y pienso y formulo una lista posible.
Pero ante todo cabe hacer una aclaración: el existencialismo implica, más que una bibliografía, una forma de lectura, de interpretación y de reflexión. Los libros, si se quiere, están allí para encaminar, problematizar, nutrir y dar herramientas a todo el rollo. Pero a ver ésos títulos (que en realidad son infinitos, así que, para abreviar, imaginaré que me piden sólo cinco):

1) Arthur Schopenhauer: El mundo como voluntad y representación
Yo sé lo que algunos dirán: que Schopenhauer es anterior al existencialismo y toda esa nota. Bueno, pero mantengo firmemente dos cosas: en primer lugar, que ya es hora de volver a los libros de Schopenhauer, que tienen tanto que enseñarnos y que, en más de un punto, mantienen vigencia e interés al día. En segundo lugar, que es de sus páginas de donde el existencialismo va a aprender, luego, el "estado de ánimo" que le es tan característico. Pesimismo,lúcido, cierta preocupación y consciencia literaria, amplitud de mirada, consciencia de la totalidad del existente, irracionalismo, tensión existencial, compromiso ontológico... todo esto está, ya, en Schopenhauer.

2) Jean-Paul Sartre: La náusea
Tomando en cuenta la noción del "ser" que plantea el existencialismo (esto es, como "ser abarcador y autoconsciente", existente, dasein), una novela como la de Sartre, que la encarna, es fundamental. Para el existencialismo, como para el personaje principal de la novela, Antoine de Roquentin, lo filosófico se hace presente en lo cotidiano, lo ontológico se traduce en lo óntico. Una forma dura y cruda de tomar consciencia de algunas pequeñeces, eso que diríamos "gajes de la vida". De Sartre habría que incluir otro libro en esta lista, rompiendo la regla de elegir sólo cinco libros para sumar seis: El existencialismo es un humanismo. Después de La náusea, leer o releer Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato.

3) Karl Jaspers: Filosofía de la existencia
Si la obra más importante de Jaspers, Filosofía (que yo aún no he podido leer, porque no consigo el libro) parece demasiado larga, siempre se puede recurrir a este librito: en pocas páginas, dice más de una cosa fundamental para el enfoque existencial. El llamado "de vuelta a la realidad", las tensiones del existente, una de las cuales se da entre la inmanencia y la trascendencia, la reflexión buscando resolver "la vida misma"... todo está en él.

4) Martin Heidegger: Ser y tiempo
No podía faltar. Cierto es que Heidegger no es, en realidad, un existencialista (como de hecho lo afirmaba él mismo), pero en su enfoque filosófico están las bases de la tradición más importante en el existencialismo, que es la que llega hasta Sartre o Marleu-Ponty, y sigue siendo fundamental aún en enfoques más directamente "psicológicos" y "personalistas" como el de Jaspers. Advertencia: lectura de largo aliento, que implica muchas vueltas hacia las páginas anteriores, técnica y difícil. Pero vale la pena, ¡y en qué forma!

5) Una de dos: Fédor Dostoyevski: Crímen y castigo o William Faulkner: Luz de agosto
La literatura no es un camino más indigno que el de la teoría para las reflexiones filosóficas: es un bosque fértil del que se puede recoger muchísimo. Claro que, después, los filósofos tienen que dar sus motivos. En estos dos casos, la existencia se plantea, de un modo u otro, como un problema constante del que, sin embargo, no podemos dejar de darnos por enterados. Todo lo contrario, más bien. La existencia es todo lo que tenemos. Pienso en estos dos autores en particular por su tono, por su enfoque, por su manejo de una narrativa muy atinada para tratar la complejidad que acarrea el sólo hecho de "ser". Dostoyevski, ciertamente, es más jaspersiano y Faulkner, en cambio, es más heideggeriano (por consonancia, no porque los hallan leído), así que son buenas novelas para entender por dónde va el asunto.

Ahora, que una cosa es dar los primeros pasos y otra muy distinta echar a andar. Al existencialismo, además, le hace falta una actualización urgente. Si queremos poder volver a hablar, seriamente, de existencialismo, entonces hay que reconocer que lo primero sería una vertiginosa puesta al día de los aportes que las diferentes disciplinas (no sólo la filosofía) han hecho en los últimos años, de paso que del estado actual del asunto. Hay mucho de donde sacar el agua, así que la labor promete ser bastante ardua. La filosofía, la psicología, la lingüística, la teoría literaria (si: también ella), las neurociencias, la historia, las ciencias sociales... en fin, todas las disciplinas, han dado a luz montones de páginas que el existencialismo, vuelto a la vida, no puede dejar de lado, a menos que quiera ser una disciplina tuerta y coja; a la larga, muy probablemente inútil. Pero esa ya es arena de otro costal.

En la foto, Jean-Paul Sartre, clásico (y muy vigente) del existencialismo.
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