"Lo mejor es un sueño bien ebrio, sobre la playa". Y, una vez anclado en esta utopía poética y marginal, abandonarse a las imágenes, los rumores y las palabras... el mar de palabras del que, pensaba él que desgraciadamente, no podría salir. La literatura tal y como la entendemos el día de hoy debe demasiado a Arthur Rimbaud, el muchacho que quiso ser el Dante de los suburbios y que terminó su existencia lejos, demasiado lejos de los versos, pero no lo suficientemente tarde como para evitar dejar una sombra sobre la que echarían sus semillas las nuevas generaciones.
Pensar en Rimbaud es invocar a un pajarillo que deambula entre los excesos. El mundo siempre pareció quedarle demasiado ancho, y él deseaba, más que nada, devorarlo y transmutarlo en algo diferente. Cuando notó, siendo todavía un joven de veintipocos años, que la poesía no tenía esos poderes alquímicos, abandonó el quehacer literario y se dedicó a otras cosas (entre ellas el tráfico de armas), y aparentemente sin una gota de nostalgia. Más de una vez se ha hecho notar que Una temporada en el infierno es la expresión de un carácter dantesco, en tanto que prueba convertir al poeta en un viajero que se adentra en las regiones tenebrosas de los inframundos demoníacos. Pero Rimbaud, a diferencia del Dante, no llegaría al Empíreo, a la Rosa en la que Beatriz se pierde, a las luces que coronan el Universo llenándolo de sentido. No: él sienta a la Belleza en sus piernas y la encuentra como una pobre prostituta más, llenándose de náuseas y de desazón. El mundo está demasiado lejos (o demasiado cerca), y él no encuentra otra cosa que hacer que despertar de su ebriedad, abandonar la playa y reconocer que la poesía es sólo eso: un fatuo delirium tremens que vende monigotes de la verdad, mientras la Verdad sigue jugando a las escondidas.
Rimbaud, pese a su tono desgarrado y ebrio, a sus imágenes de pesadilla y a su abandono a los sentidos, es uno de los poetas más vitales que recuerda la historia de la literatura. La poesía, en su caso, se traduce como lo que Kierkegaard llamaba un "modo de existencia", del que al final saldrá desengañado. Su amante Paul Verlaine, en cambio, lo erigiría como un monumento, pero claro: para él, la belleza era un fin en sí mismo, y la poesía no hacía más que jugar con esas formas fantasmagóricas para construir algo semejante a esculturas parlantes. Rimbaud aspiraba a algo diferente, a transformar la realidad y la vida. A diferencia de su admirado Baudelaire, que no encontraba mayor felicidad que el desengaño y las pesadillas, y que escribía versos como los de El muerto alegre o Madrigal triste haciendo énfasis en las sonrisas, Rimbaud sentía verdadera congoja ante el desgarramiento. Cuando escribió que "La verdadera vida está ausente. No pertenecemos al mundo", tengan por seguro que lo hizo con el corazón y la tráquea comprimidos, apretados como un puño ante la enormidad fatal del universo.
Pero ya lo decíamos: la literatura debe demasiado a Rimbaud, así sea pese a él mismo. Sin un espíritu como el de Rimbaud, al lado de uno tan (aparentemente) distinto como el de Whitman, jamás hubiese podido existir la generación Beatnik, con Ginsberg a la cabeza, y obras como la de Henry Miller tendrían unas cuantas páginas menos que, ténganlo por seguro, extrañaríamos. Si se me permite mencionar una existencia tan intrascendente como la mía, diré que mis años de adolescencia hubiesen sido muy distintos, y lo digo en un sentido negativo, sin las páginas de Rimbaud, que corrían al lado de las de Baudelaire, las de Byron y las de Bukowski.
Alguna vez Víctor Vich dijo, en clase, que hay que tener coraje para leer poesía. También hay que tenerlo para escribirla, como bien lo demuestra un caso como el de Rimbaud. Suena un poco extraño, porque no pudo haber sido un compañero demasiado alegre, pero yo me hubiera tomado unas copas con él. Dada la imposibilidad que impone el universo, sólo me queda satisfacerme descorchando una botella, siriviendo un vaso, y sumergiéndome en sus maravillosos versos, sintiéndolos en cada uno de mis poros: "Yo debiera tener un infierno para mi cólera, un infierno para mi orgullo, y el infierno de las caricias: un concierto de infiernos".
Pensar en Rimbaud es invocar a un pajarillo que deambula entre los excesos. El mundo siempre pareció quedarle demasiado ancho, y él deseaba, más que nada, devorarlo y transmutarlo en algo diferente. Cuando notó, siendo todavía un joven de veintipocos años, que la poesía no tenía esos poderes alquímicos, abandonó el quehacer literario y se dedicó a otras cosas (entre ellas el tráfico de armas), y aparentemente sin una gota de nostalgia. Más de una vez se ha hecho notar que Una temporada en el infierno es la expresión de un carácter dantesco, en tanto que prueba convertir al poeta en un viajero que se adentra en las regiones tenebrosas de los inframundos demoníacos. Pero Rimbaud, a diferencia del Dante, no llegaría al Empíreo, a la Rosa en la que Beatriz se pierde, a las luces que coronan el Universo llenándolo de sentido. No: él sienta a la Belleza en sus piernas y la encuentra como una pobre prostituta más, llenándose de náuseas y de desazón. El mundo está demasiado lejos (o demasiado cerca), y él no encuentra otra cosa que hacer que despertar de su ebriedad, abandonar la playa y reconocer que la poesía es sólo eso: un fatuo delirium tremens que vende monigotes de la verdad, mientras la Verdad sigue jugando a las escondidas.
Rimbaud, pese a su tono desgarrado y ebrio, a sus imágenes de pesadilla y a su abandono a los sentidos, es uno de los poetas más vitales que recuerda la historia de la literatura. La poesía, en su caso, se traduce como lo que Kierkegaard llamaba un "modo de existencia", del que al final saldrá desengañado. Su amante Paul Verlaine, en cambio, lo erigiría como un monumento, pero claro: para él, la belleza era un fin en sí mismo, y la poesía no hacía más que jugar con esas formas fantasmagóricas para construir algo semejante a esculturas parlantes. Rimbaud aspiraba a algo diferente, a transformar la realidad y la vida. A diferencia de su admirado Baudelaire, que no encontraba mayor felicidad que el desengaño y las pesadillas, y que escribía versos como los de El muerto alegre o Madrigal triste haciendo énfasis en las sonrisas, Rimbaud sentía verdadera congoja ante el desgarramiento. Cuando escribió que "La verdadera vida está ausente. No pertenecemos al mundo", tengan por seguro que lo hizo con el corazón y la tráquea comprimidos, apretados como un puño ante la enormidad fatal del universo.
Pero ya lo decíamos: la literatura debe demasiado a Rimbaud, así sea pese a él mismo. Sin un espíritu como el de Rimbaud, al lado de uno tan (aparentemente) distinto como el de Whitman, jamás hubiese podido existir la generación Beatnik, con Ginsberg a la cabeza, y obras como la de Henry Miller tendrían unas cuantas páginas menos que, ténganlo por seguro, extrañaríamos. Si se me permite mencionar una existencia tan intrascendente como la mía, diré que mis años de adolescencia hubiesen sido muy distintos, y lo digo en un sentido negativo, sin las páginas de Rimbaud, que corrían al lado de las de Baudelaire, las de Byron y las de Bukowski.
Alguna vez Víctor Vich dijo, en clase, que hay que tener coraje para leer poesía. También hay que tenerlo para escribirla, como bien lo demuestra un caso como el de Rimbaud. Suena un poco extraño, porque no pudo haber sido un compañero demasiado alegre, pero yo me hubiera tomado unas copas con él. Dada la imposibilidad que impone el universo, sólo me queda satisfacerme descorchando una botella, siriviendo un vaso, y sumergiéndome en sus maravillosos versos, sintiéndolos en cada uno de mis poros: "Yo debiera tener un infierno para mi cólera, un infierno para mi orgullo, y el infierno de las caricias: un concierto de infiernos".