miércoles, 28 de septiembre de 2011

Cinco voces para la Muerte

Siempre parece demasiado pronto para hablar de la muerte, sobre todo de la propia. Y, sin embargo, no hacemos otra cosa: ya sea a través de recovecos de nuestros pensamientos del día, en tono de broma y entre risas con los amigos, en la soledad de las noches y el insomnio. Y, de una forma u otra, todos hemos imaginado nuestro último aliento, hemos fantaseado con él, a veces hasta regondeándonos en los detalles. Gajes del oficio, supongo. Habrá que reconocerlo: del morbo, en el fondo, no se libra nadie.

Tal vez lo que más nos frustra es que, al final, no hay nada que podamos decir realmente sobre tan importante momento de nuestras vidas. Certeza: tenemos sed de certeza. Pero cuando se trata de la muerte, lo único que tenemos es una copa llena de un licor que todos vamos a tomar, sin que nadie nos pueda decir a qué sabe realmente (porque los que ya lo han probado, no están habilitados para hacérnoslo saber).

En la Edad Media, la muerte llegó a adquirir una presencia en toda su ley. Caminaba entre la gente, podía aparecerse, y tenía no sólo cuerpo sino hasta voz. Para unos, era la gran igualadora, la potencia fatal, esa ante la cual todos éramos iguales. Había quienes la veían con horror. Otros, como el gran Manrique, la veía como la gran liberadora de las cadenas, la única que podía acercarse a los hombres y reconocer, en ellos, su verdadera grandeza. Pero todos estaban de acuerdo en algo, y esto es que la muerte estaba allí, entre ellos. Fuese o no con temor, la podían ver a la cara, hablar de ella, saber de ella. Tenían una certeza: que todos iban a morir. Hoy, en cambio, la gente prefiere hacer como si no supiera nada. La incertidumbre como refugio. Un refugio inútil.

¿Dónde está la vida? ¿La VERDADERA vida? Esto es lo que se preguntaba Calderón mientras imaginaba los altibajos del triste Segismundo, un hombre que nació para no saber, y que tal vez terminó sabiendo demasiado o demasiado poco. ¿Acaso no es esta vida el sueño del que hay que despertar? ¿Despertar a dónde? ¿A la muerte acaso? Claro, como nadie sabe lo que hay del otro lado del telón...

Hay una frase de Joyce que a mí me gusta mucho: "Death begins with reproduction". Es una gran verdad dicha tan abiertamente que hasta uno se siente un poco tonto después de leer esas palabras, cuando se ve obligado a reconocer que ya lo sabía. Empezamos a morir en el minuto mismo en que empezamos a ser algo. Avanzamos en cuenta regresiva. Como decía antes, son solo gajes del oficio. 


sábado, 24 de septiembre de 2011

Mitologías contemporáneas: el lector y el iletrado


Lo he escuchado incontables veces, porque es una opinión tópica y típica, en boca de muchos y seguido de cerca por los infaltables asentimientos de cabeza: que leer hace mejores a las personas. Sea en términos de sensibilidad, felicidad o riqueza espiritual (término que, francamente, nunca he terminado de entender del todo... ¿de verdad tiene sentido, eso de la "riqueza espiritual"? ¿Existe ese pajarraco?). Y a más de uno, también, le ha tocado escucharme dar la contra. Porque no, no creo que la gente que lee sea "mejor" que la que no lo hace.
A ver, no vayamos a confundirnos: la lectura es un hábito maravilloso, que me ha dado muchas de las mejores cosas que tengo en mi vida, de paso que algo que hacer con ella. Ni quiero ni puedo imaginar lo que sería de mí si nunca hubiese leído a Borges, a Tolkien, a Heidegger o a Quevedo, ni cómo es pasearse por Barranco sin algunas líneas de Martín Adán en la memoria. Pero de eso a decir que la gente que lee es "mejor" en algún sentido hay un salto tremendo. Y yo siempre me he preguntado, ¿de dónde nace ese fetiche? ¿Es, acaso, resultado de tantos años de romanticismo? ¿Rezagos de los tiempos en que ser un rebelde intelectual de la extrema izquierda era lo más adecualdo y cool para las juventudes? ¿Gajes de vivir en eso que Ángel Rama ha llamado "la Ciudad Letrada"?
No tengo la menor idea de cuál podría ser la respuesta, ni cómo trazar las líneas de la genealogía de este fetiche. En general, siempre me ha interesado más lo que se hace efectivo, lo tangible, que los "deberías" con los que sueñan algunos filósofos y muchos autores de libros de autoayuda. Y lo que tenemos, detrás de tantos prejuicios y páginas, es gente. Gente que vive sus vidas, que camina por las calles, que entra en oficinas, bares, burdeles, mansiones, barriadas, departamentos, minas, mototaxis, yates, tumbas. O, en otras palabras, gente que saca adelante unas biografías fascinantemente distintas, remotas, marcadas cada cual a su manera por la desgracia, la frustración, la felicidad y el deseo, y que se ha quedado, merced de los golpes buenos y malos, con un montón de recuerdos que en buena medida  definen y hacen ser quien es a cada individuo, desde el más talentoso escritor al cajero del banco, del oficinista que sólo tiene lugar para los números al miserable que recoge basura de las esquinas para vivir. No es necesario leerse las obras completas de Tolstoy o Cervantes para poder aspirar a la sensibilidad: para eso, a falta de páginas, está la vida.
Lo que tenemos, sin embargo, es otra cosa, ese prejuicio irracional que empuja a la gente "educada" (creme de la creme de la racionalidad, supone alguno) a discriminar (con o sin bondad) al iletrado, al analfabeto, al que se caga con todas las de la ley en los Clásicos de la Literatura Universal, al que prefiere no leer el libro porque espera a que hagan la película. Un prejuicio, ya lo digo, que no tiene ni pies ni cabeza.
A ver, hagamos una prueba... tratemos de imaginar esa utopía del buen lector. Tómense cinco minutos, vamos. ¿Ya? Pues bien, ni idea de lo que habrán visualizado, pero a mí la pura verdad es que la sola imagen de un mundo lleno de gente "culta" me da escalofríos, y por diversos motivos que van desde lo personal hasta lo filosófico. O peor aún, ¿se imaginan un mundo lleno de intelectuales? Maldito sea dios... yo no lo soportaría.
Lo malo de la lectura es que, para muchos, es una buena excusa para hacerse pasar por listo, por bacán, por culto o, horror de horrores, por interesante. Hace imaginar que existe una regla para medir a las personas, mientras se apegan a la idea de que la cultura (que para muchos se escribe con mayúscula) es su club privado, donde pueden discutir acerca de todo, aún de cómo "todo es parte de la cultura". Desgraciadamente para ellos, eso que algunos lectores dicen saber -aunque no todos lo sepan- es cierto: que todo es parte de la cultura, le pese a quien le pese, desde Ricardo Palma y Ovidio hasta el más aburrido de los notarios, desde el rockero más original al "popstar" con menos luces del panorama. En cierto modo, la cultura no es de nadie: nosotros le pertenecemos a ella, somos sus presos.
De sobra está decir que he conocido a personas cuyas esmeradas lecturas de los clásicos no les han impedido ser menos sensibles que una piedra, así como a maravillosos iletrados, gente de verdad ilustre que no tiene ni la menor idea de quién es Madame Bovary. Gente que me es muy cercana, a la que quiero mucho y respeto más de lo que respetaría a cualquier Premio Nóbel no han abierto un libro en su vida. Gente cuya conversación, además, resulta siempre estar llena de cosas interesantes y divertidas, así como de algo que yo valoro muchísimo: sencillez.
Yo no trato de provocar ni de escandalizar a nadie. Si generalizo, es porque nuestro lenguaje nos obliga a hacerlo, no porque crea que le gente que lee sea un grupo de delincuentes. Vamos, yo no podría vivir sin leer, y de pocas cosas me enorgullezco tanto como de mi biblioteca personal (reunida a lo largo de muchos años, y a precio de sudor, sangre y ahorros). Hay lectores maravillosos, muchísimos. De lo que se trata, para mí, es de romper un poco ese ideal, tan gastado, del buen vivir y el buen leer.
Es más, arriesgaré una última opinión, muy personal, antes de dar por terminadas estas palabras. Tal vez la gente que no lee sea, en el fondo, mucho más feliz que la gente que lee. Cada vida trae consigo su consigna de desgracias, temblores y crisis, pero en la de los lectores se suma, también, la que traen los libros. Sartre, a mis diecisiete, me empujó a una crisis tan severa que hasta me hizo descartar la idea del suicidio, por absurdo, por poner un ejemplo. Pero no sólo eso: la vida de lector me ha formado un escepticismo tan sólido, un pesimismo tan culto, que a menudo me ha generado trabas existenciales. Y sí: me podría volar los sesos tratando de dar el giro adecuado a un problema de filosofía del lenguaje. Ahora, lo que sí que no voy a negar es que, leyendo, se aprende muchísimo.
Hablo, pues, del perfil mitológico de la lectura, de ese escalafón tan curioso y -admitámoslo- un tanto patético que nace de lo que, en el fondo, no tendría que ser más que una cuestión personal, ya sea por placer o por intereses determinados. Hay gente que pone el grito en el cielo cuando se entera de que no he leído El Quijote, pero la pura verdad es que ese es un detalle de mi vida que no me preocupa demasiado, ni algo de lo que sienta que tengo que avergonzarme.

sábado, 17 de septiembre de 2011

La del sábado: Pink Floyd - "Lucifer Sam"

Una semana de (muy) poca actividad... es lo que tienen las agendas, que carcomen la propia vida, que la disgregan sin dejar un rincón desde donde levantar el dedo medio y sacarle la lengua a la fatalidad de las horas que pasan. Pero no importa. No importa. Este sábado resacoso, que tendría que haber nacido muerto pero vibra a fuerza de latidos de vida, no vamos a dejar pasar nuestra tradicional rockola del delirio. A ver, a ver... ¿qué tenemos por aquí? Pues nada más ni nada menos que una pieza maestra, una de esas canciones que sirven tanto para marcar el compás de una tarde consumida por el abandono y la resignación como para dejarse llevar por el frenesí a la pista de baile. Lucifer Sam, psicodelia de la buena, mutilación mental de esas que cuando pasan te han dejado algo y se han llevado otro poco. En pocas palabras, Pink Floyd de los viejos tiempos, antes de que Syd Barrett soltase la posta de esta mítica banda inglesa. Dejo sonando a los clásicos mientras yo me vuelvo a encarar a la tarde, que ya cae sobre mí.



miércoles, 14 de septiembre de 2011

Nosotros, tristes humanos... ("Una vida violenta", por Pier Paolo Pasolini)

Creo que una de las intuiciones más geniales de Pier Pasolo Pasolini (una que atravesará de lado a lado la totalidad de su producción artística, ya se trate de cine, narrativa o poesía) fue la de notar que el llamado "realismo", bien comprendido, no se podía reducir a una representación plana, "fotográfica", de la mera realidad. Para empezar, porque ese adjetivo, "mera", le va muy mal a la palabra que califica. No: para Pasolini, la realidad no era sino un escenario, por así decirlo, doble, en el que podíamos apreciar una doble representación que a las finales tejía un solo drama: en el mismo plano, el teatro de actores y el de sombras; la vigilia y la pesadilla; el deseo y la frustración; la calle y el infierno. No hablo de un universo dual, dividido en dos categorías que corren paralelas, sino de un solo entramado en el que ambas carreras son, en el fondo, la misma, por mucho que les duela aceptarlo.
Esa impresión (que he tenido tantas veces, en contacto con la obra de este verdadero genio de nuestro tiempo) ha vuelto a mí en los últimos días, mientras daba fin a la lectura de una de sus novelas, titulada Una vida violenta. En ella, somos testigos de las correrías, tragedias, frustraciones y romances que atraviesan la vida de Tommaso, un muchacho de la Roma marginal, que ha pasado su vida entre las barriadas, persiguiendo sueños que no eran del todo los suyos, pero incapaz también de imaginar otros mayores. Provocaciones, asaltos, noches llenas de sudor y velocidad, desenfrenos, sentimentalismo... pero también algo más, una presencia oscura y continua que, pese a su invisibilidad, no deja de hacerse sentir a lo largo de cada una de las páginas del libro.
¿Qué es esa... presencia o cosa? ¿Es posible siquiera dar respuesta a esta pregunta? No lo sé con seguridad. En Pasolini, siempre, hay una puerta que se abre, en cada rincón, en cada esquina llena de mugre, basura y sangre, a un abismo en el que habitan los demonios. El Hambre, la Muerte, la Desesperación, son algunos de los nombres de las máscaras con las que se nos hacen presentes. Habita en los pasajes oscuros, en los charcos de lodo y grasa, en la mierda, en los temores, pero también en los deseos, en los afanes, en las sonrisas, de los personajes. Como una condena. O como una maldición, si quieren. Y, también (y este punto es necesario señalarlo), en cada uno de los olores que se desprenden de cada una de estas páginas, que parecen escritas tanto para el olfato como para la vista y la imaginación -virtud literaria que Pasolini supo manejar admirablemente, quizá mejor que ningún otro autor.
Es muy difícil hablar con claridad de una novela tan íntimamente compleja como ésta. Digo íntimamente, porque no hay en ella giros narrativos inesperados o de alta vanguardia, ni su prosa ha sido entramada para confundir al lector. No: su complejidad reside en su alto valor poético, en la oscuridad que habita en ella en tanto que espejo, en los complejos entramados psicológicos que se encabalgan constantemente y que parecen tirar del hilo nefasto de la fatalidad desde la primera página hasta la última. Tampoco seré yo quien diga que es una novela extraordinaria, porque no lo es; su valor, su genialidad, reside más bien en su poesía, en su sordidez, en su profundo y descarnado retrato del ser humano de este lado de la carne, que es donde Pasolini ha encontrado al monstruo.
Releo estos párrafos, y los encuentro bastante pobres: confusos, enredados, tal vez inútiles. Pero no me importa, al menos no esta vez: creo que, por lo menos, servirán como reflejo del profundo impacto que pueden llegar a producir las páginas de este libro, al que prefiero no llamar ni siquiera novela, pero que guarda, escondido a flor de piel, uno de los tesoros más ricos de la narrativa italiana del siglo pasado, y tal vez de toda su historia.

sábado, 10 de septiembre de 2011

La del sábado: José José - "Lo que un día fue no será"

José José... cuántas madrugadas habré recibido, entre las risas de los amigos y a rasgueo de guitarra, con las maravillosas canciones de este maestro. Aunque eso suena un poco extraño, bien pensado el asunto: al fin y al cabo, estamos hablando del que hizo de su himno canciones como El triste, o 40 y 20, los cortavenas más efectivos del repertorio de los boleros más amargos, como quien se sienta a la barra y pide un vaso bien largo lleno de nostalgia para secarlo de un sorbo. Supongo que, al final, eso es lo que tienen las canciones: que se saben adaptar al contexto, si es que no lo crean del todo. Además, pocas voces han entonado con tan buena voz un bolero alguna vez, y mucho menos uno armado con letras como estas, de las que saben elegir bien dónde clavar el puñal. Ahora, que si me pidieran elegir una sola de sus canciones (cosa muy, pero muy difícil) supongo que al final me quedaría con esta que he traído a sonar esta noche, mientras termino de templar los ánimos para salir a encarar a la noche y pedirle un abrazo y un par de besos: Lo que un día fue no será es un clásico en toda su ley, una receta insuperable para desgarrar el corazón y empujar al alma a la siguiente botella. Una ronda más, señores, que aquí ya van sobrando las palabras. 

 

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Pavese, poeta.


Ya no recuerdo muy bien cuándo descubrí a Cesare Pavese. Sé que fue pasando las páginas de la antología de poetas del siglo XX que hicieron juntos Javier Sologuren y Carlos Germán Belli, cuando mis ojos cayeron hipnotizados por ese título extraordinario que es Y vendrá la muerte y tendrá tus ojos; pero lo demás (fechas, lugares, si por la tarde o por la noche) ya es materia del olvido. Aunque eso, claro está, es lo de menos. 
No he leído (aún) las novelas de Pavese. Tengo entendido que son muy buenas, y alguna hasta extraordinaria, pero me remito a la resignación: en mi experiencia, Cesare Pavese es un poeta, de los mayores que han cultivado la lengua italiana, con esa delicada y engañosa solemnidad, esa forma tan diáfana para manejar y pulir el lenguaje, el arte con el que dedica una estocada, para el deleite de las damas presentes, cada tres o cuatro versos.
Hoy, como tantas otras (bien justificadas) veces, no redundaré en escurrir el lenguaje en vano. Esta noche prefiero dejar a la voz de los versos de Pavese (clara, pausada y algo ronca) dejar preñado con su eco los rincones, mientras yo aprovecho para encender un cigarrillo y descansar en tan dulce compañía.   

El paraíso sobre los tejados
(Por Cesare Pavese)

Será un día tranquilo, de luz fría


como el sol que nace o muere, y el cristal

cerrará el aire sucio fuera del cielo.



Se nos despierta una mañana, una vez para siempre,

en la tibieza del último sueño: la sombra

será como la tibieza. Llenará la estancia,

por la gran ventana, un cielo más grande.

Desde la escalera, subida una vez para siempre,

no llegarán voces, ni rostros muertos.



No será necesario dejar el lecho.

Sólo el alba entrará en la estancia vacía.

Bastará la ventana para vestir cada cosa

con una tranquila claridad, casi una luz.

Se posará una sombra descarnada sobre el rostro sumergido.



Será los recuerdos como grumos de sombra

aplastados como las viejas brasas

en el camino. El recuerdo será la llama

que todavía ayer mordía en los ojos apagados.

lunes, 5 de septiembre de 2011

J.D. - Las iniciales del dios

Para muchos, la llegada del mes de setiembre es todo un acontecimiento. Primavera, amores, calidez en los pechos, sol tibio, florecillas silvestres, mariposas que revolotean en los campos coronados por arcoiris a lo "My little pony"... sólo que claro, ése no es (por suerte) el único setiembre que se celebra en el mundo. Debajo de las sonrisas, entre las todas las tabernas de todas las esquinas del mundo y el callejón, otra imagen se impone sobre las aceras, mientras se apura en los vasos otro motivo para celebrar. No hay ritos que llenen más los corazones de la gente que los paganos; y eso es, precisamente, lo que tenemos por delante para celebrar este mes. El nacimiento de un hombre, de EL hombre... o, si lo prefieren así, de un mito, de un dios, de un sentido más allá de todos los fantasmas y los cadáveres de las utopías, una promesa más real que la de todos los paraísos que nos han prometido, en vano, los libros divinos. Y es que setiembre, señores, es el mes de Jack Daniel's.
Como sucede con todos los mitos, los hechos que han dado luz a la tradición pertenecen al más absoluto misterio. Nadie sabe a ciencia cierta cuándo nació Jack, ese alquimista genial del siglo XIX que nos dio algo mucho mejor que la piedra filosofal o el elixir de la vida. Un incendio destruyó todos los registros concernientes a su fecha de nacimiento, y los datos consignados en su tumba y la de su madre no nos brindan más que contradicciones. Pero eso es lo de menos: basta un "aparentemente" para nutrir religiones enteras, y eso es lo que tenemos: aparentemente, Jack nació un mes de setiembre, allá por... ¿1850? Y con eso nos basta, y hasta es muchísimo mejor: al fin y al cabo, si no tienes una fecha exacta, nada te impide hacerte con toda la cartilla del calendario. Así, tenemos que, desde hace ya más de un siglo, setiembre es el mes de Jack Daniel's. Y eso, señores, es religión pura y dura.
¿Qué les puedo decir? Es inevitable que me ponga un poco sentimental al respecto... Recuerdo algunas de mis primeras borracheras, cuando con un amigo (el único y original André D'auriol) asaltábamos el minibar de su madre para hacernos con tan enigmático elixir, el tradicional "Old Nº 7" de etiqueta blanca y negra, tan elegante... Amores, historias, resacas de agonía y gloria, delirio, poesía, canciones... ha corrido mucha agua bajo ese puente, y siempre dejando ese sabor refrescante, duro y algo dulzón, que tiene el buen bourbon. Bien lo dijo alguna vez Frank Sinatra (otro que canta en la misma iglesia): "Ustedes saben. He tenido muchos amigos y he llevado una vida muy agitada, pero nunca he tenido un amigo que, como él, no me fallara nunca: se llama Jack Daniel's".
Viejo número siete, este mes alzaremos todas las copas con un eco para tí. Setiembre se tiñe de blanco y de negro, y nunca sonaron tan bien los coros que llegan desde los bares, ya sean del barrio, del cielo o del infierno. Casi todo el mundo recuerda al padre de esta larga tradición, el viejo Jack, por su curiosa muerte (gangrenado por patear su caja fuerte, según cuenta la leyenda); hoy, queremos recordarlo por lo demás, por eso que nunca olvidamos, por su legado, su honor, su gloria, nuestra fortuna. ¿Quién necesita un Edén, mientras nos queden las canciones, los amigos y las botellas de Jack Daniel's? Un vaso de este whiskey es como un párrafo de Faulkner: fuente de una poesía por la que bien vale la pena irse dejando la vida en las propinas.


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