Hoy no voy a escribir mucho: respetaré el silencio en el que se ha ido Gonzalo Rojas. He dejado pasar demasiado tiempo desde que dejó la vida tal y como la conocemos este magistral poeta chileno, y sin embargo poco se ha dicho, poco ha sonado. Yo mismo lo descubrí hace menos de un año, por una amiga: antes, fue eso, silencio. Y si respeto el silencio no es porque no merezca las palmas (merece ovaciones), sino porque creo que, en gran medida, es el silencio la música que mejor le va a algunos poetas. Además, la poesía habla por sí misma, y le va mejor la primera persona (aunque lo haga en tercera o segunda). Este va siendo un año de despedidas, quién lo duda, pero no voy a demorarme más con esta. Yo levanto una copa, como tiene que ser cuando se brinda a la salud y/o la gloria de un verdadero Poeta.
¿A qué mentirnos? por Gonzalo Rojas
Vivimos, gran Quevedo, vivimos tiempo que ni se detiene, ni
tropieza, ni vuelve.
¿A qué mentirnos con la llama del perfume, con la noche moderna
de los cinematógrafos, antesalas terrestres del sepulcro?
Pongamos desde hoy el instrumento en nuestras manos.
Abramos con paciencia nuestro nido para que nadie nos arroje por lástima al reposo.
Cavemos cada tarde el agujero después de haber ganado nuestro pan. Que en esa tierra hay hueco para todos: los pobres y los ricos.
Porque en la tierra hay un regalo para todos:
los débiles, los fuertes, las madres, las rameras.
Caen de bruces. Caen de cabeza o sentados.
Por donde más les pesa su persona, todos caen y caen.
Aunque el cajón sea lustroso o de cristal. Aunque las tablas
sin cepillar parezcan una cáscara rota con la semilla reventada. Todos caen y caen, y van perdiendo el bulto en su caída,
¡hasta que son la tierra milenaria y primorosa!
El sábado por la tarde me dieron la noticia de que Amy Winehouse había muerto. Recuerdo que desde hace ya unos cuantos años mis amigos decían que si esta iba a terminar sumándose a la lista de Joplin, Morrison, Cobain y demás; y, al final, resultó que sí lo iba a hacer. Amy Winehouse ha muerto con 27 años, después de agotar la vida como un seco de ron puro, consiguiendo, además, salir por la puerta grande.
Y digo lo de la puerta grande no por la edad, sino por la actitud. Eso era lo que transmitía esta mujer en cada una de sus canciones, una actitud de firme instinto autodestructivo, una voluntad férrea de caminar a pasos largos hasta la tumba con toda la gracia de una modelo sobre la pasarela. Y eso, hoy por hoy, ya no se ve mucho. La pose la tienen todos (ella también), pero pocos son los que tienen algo más que eso. Y Amy lo tenía, y de sobra.
No voy a dar más vueltas al asunto. Amy Winehouse era una artista mayúscula, dueña de una voz extraordinaria y con un talento escénico de un tipo que no se veía desde los tiempos de la vieja escuela. Hoy, levanto por ella la botella, y hasta que quede bien vacía no paramos. He dicho.
Ha sido una semana complicada y llena de "actividad", así que ya lo ven: mucho, demasiado silencio por estos lares; y eso es algo que vamos a corregir YA mismo. Sé de sobra que llego tarde para celebrar sábados de amargura y dolor de cabeza, pero es lo de menos, porque la música nunca sobra. Por eso, soy voy a traer a sonar algo por aquí, y algo de lo muy bueno: basta mencionar el nombre de Astor Piazzolla para saber de sobra de lo que se está hablando, y eso es de tango, señores, del bueno y clásico o del bueno y moderno, revolucionario, que no se guarda nada porque no tiene pelos en la lengua. A esta segunda especie de tangos pertenece el de hoy, Whiskey, uno de los primeros que escuché de este maestro del bandoneón, y que traigo a sonar con especial fervor, porque ése ha sido, precisamente, el ingrediente mágico de la noche pasada. A ello, pues: que se corra el telón, con una copa en alto.
Creo que era Bertrand Russell el que decía que, al final, no es por su mayor rigor lógico o argumentativo que uno está más de acuerdo con una filosofía que con otra, sino que es el propio carácter el que determina qué contradicciones parecen más aceptables que otras. Y, en lo que refiere a este punto, estoy completamente de acuerdo con él. No soy de los que piensan que un ideario sea lo mismo que una ideología, y la vida ya me ha enseñado que las contradicciones, como los vicios, son mucho más humanos que la rigidez del dogma y la pureza en las costumbres.
(¿Será por eso que es siempre más fácil aconsejar a otros que a uno mismo, como bien lo dijo Marlaux? ¿No será que en el fondo damos siempre los consejos que nosotros quiséramos poder seguir si... si qué?)
En todo caso, creo que la vida se parece más a un borrador lleno de erratas y tachaduras que a un cuadro sinóptico lleno de flechitas en colores distintos en el que quede reflejado un sistema que es del todo imposible por su aterradora perfección. La historia de las ideas (sin excluir su reflejo en los acontecimientos) ya ha demostrado una y otra vez que los intentos por reducir la existencia a un Esquema Absoluto no suelen terminar muy bien: o caen por su propio peso, o los barre otra propuesta de Esquema Absoluto que, por ser tal, no tiene lugar para otro de su misma especie. Es el cuento de siempre: las cosas marchan siguiendo su curso usual, hasta que de pronto alguien comete la honrosa desfachatez de invocar a la Humanidad con "H" mayúscula, y no pasan ni dos días antes de que rueden cabezas mientras los Guillotine y los Krupp de la historia se guardan un fajo en el bolsillo mientras silban la canción que convenga.
Como bien dijeron Leibniz y luego Hume, muchos de los debates que se levantan ni siquiera son verdaderos debates, porque se fundan en el hecho de que las dos partes están usando las mismas palabras, pero con conceptos diferentes. Lo que ya tendríamos que haber aprendido, a estas alturas, es que eso es inevitable, y que por ende conviene conseguir que las partes se comprendan lo mejor que puedan; y que estén dispuestas a hacerlo, claro.
Muchas veces he afirmado que no creo que exista ni la más remota posibilidad de que el mundo alcance, alguna vez, la paz de la que hablan todos los políticos y las candidatas a Miss Universo. Y no digo esto por querer desdecirmo, sino para volver a reafirmarlo. Sin embargo, soy de los que creen, también (y esta es una de las pocas cosas respecto a las cuales puedo estar de acuerdo con Habermas) que el diálogo abre posibilidades. No las que sueña Habermas con aires neokantianos, pero sí unas que eviten, de tanto en tanto, que tanta humanidad con "h" minúscula tenga que pagar con su vida las esperanzas que unos pocos tienen para la otra Humanidad, la que va escrita con esa perturbadora e irreal mayúscula por delante.
Hay resacas y hay resacas: a estas alturas de la vida, uno ya ha aprendido que no todas las horas duran lo mismo, y que los dioses a menudo no se parecen tanto a un dios. Pues bien: este sábado me ha entrado uno de esos sentimientos combativos, como de querer hincar el`pie en la arena y lanzar un desafío al cielo, de abrirme paso por entre el lodo de una resaca a la que puedo mirar con descaro. Y, para humores como estos, ¿qué mejor que hacer sonar un poco de buen rock clásico, un progresivo de ésos de vieja escuela? Lo digo desde ya: Emerson Lake & Palmer no solo es una de mis bandas preferidas, sino que afirmo que es, también, una de las mejores que se han visto y oído alguna vez en la historia de la música. Y hoy los quiero invocar para hacer sonar Paper Blood, un tema como para sacudirse de encima el polvo de la modorra y salir a dar la cara a la existencia. Ojo con el solo de teclado, que es uno de esos que llevan consigo toda la personalidad de Keith Emerson, ese Maestro. Pues eso: que se haga la música, que hoy no andamos como para dar rodeos.
Así es, señores: hoy volvemos a invocar a algunos de los maestros pasados y presentes del glorioso "Arte del Buen Fumar", tal y como lo hicimos un tiempo atrás, sólo que con un espontáneo de última hora, que bien se ha ganado su puesto entre los otros. A ver de qué vamos...
Ante todo, el máximo representante de la estética del cigarro: el guapo Mastroianni, cómo no.
El bravo de Malraux... escritor de filo ancho y advocado fumador.
Otro (muy) bravo escritor y fumador de las letras francesas: el maestro Sartre
Marlon Brando. Un tipo duro.
"La voz", le llamaban. Uno muy grande: Sinatra
Eva Green. Está viva, es verdad... pero no puedo dejar afuera a esta belleza.
Genio entre genios... con su pipa en la diestra. William Faulkner.
Bukowski. ¿Quién no reconoce esa sonrisa asesina?
La gran Oriana Fallacci. Mujer con carácter, quién lo duda.
Marilyn Monroe (famosa y sexy fumadora) y Henry Miller, el terrible
Inconfundible, Bertrand Russell y su infaltable pipa.
Despiadado de las letras: el letal William Burroughs
Tardío tributo, Poeta... el gran Ángel González
Bueno... ¿realmente tengo que decir su nombre? Creo que no.
...y no podía faltar Julio Ramón Ribeyro, last but not least.
Y no nos olvidamos del gran Camus, retratista del Absurdo.
Y, finalmente, Mr. Lombreeze, el Matador Aragonés. ¡Olé!
Una tarde más sigue avanzando hacia su ocaso, y una vez más invocaré los maravillosos versos del poeta Vicente Ruiz Aguilera, que siempre caen precisos: "Diciendo está el cigarrillo / lo que es la vida, / fuego de unos instantes, / humo y ceniza".
Aunque a veces me cueste, y otras tantas me duela, yo siempre he apostado por la tolerancia (empujado por el pluralismo que defiendo, y envalentonado por la ironía, de la que tanto habló Richard Rorty como la "actitud filosófica fundamental"). Apuesta que, más de una vez, me ha terminado por colocar en una situación complicada, que me ha valido más de una crítica, más de un debate, y aún más de un insulto. Recuerdo que, cuando todavía era bastante chico, oí hablar de un judío que había sobrevivido a los campos de concentración nazis, y que se dedicaba a dar conferencias alrededor del mundo para hablar, precisamente, de ese momento tan doloroso de su vida y de la historia, pero con un sentido muy especial: no para despertar rencores y odios, sino para hacer un llamado a la tolerancia, a la comprensión de aquellos que no piensan como nosotros, porque, parafraseando a Nietzsche, de la intolerancia sólo podemos esperar intolerancia, y condenar a quienes condenan es ponerse encima la toga del verdugo, o en todo caso dejar el hacha al alcance de la mano.
Hace algunos meses salí a tomar unos tragos con un amigo y un par de chicas alemanas. Nos fuimos al Pisseli, un bar que queda a dos escasas cuadras de mi casa, en donde se arma todos los jueves una peña de las clásicas, donde un grupo de amigos, en torno a una mesa llena de botellas a medio vaciar, entona a ritmo de cajón y guitarra en mano las canciones clásicas del repertorio criollo peruano. Una de las alemanas, al ver con qué afán y con cuánto sentimiento entonábamos mi amigo y yo muchas de esas canciones, me hizo un comentario que nunca olvidaré: "Para mí, es muy difícil entender eso. La cultura de mi país puede gustarme mucho, pero me es del todo imposible sentir orgullo por ella".
Como todo el mundo sabe, en Alemania hay una ley que prohíbe cualquier tipo de expresión que pueda pasar por nacionalista: la llaga de los horrores cometidos durante la Segunda Gran Guerrra sigue abierta para ellos, y una bandera es, para ellos, un recordatorio de ese pasado tenebroso. Y sin embargo...
Hay una cosa que no puedo dejar de decir, y es que tal vez esa llaga ha estado abierta por demasiado tiempo. Que los horrores del nazismo fueron terribles, es una verdad del tamaño de un camello, algo que no estoy dispuesto a refutar. Pero también es cierto que, a estas alturas, ya ha pasado el tiempo, las heridas necesitan cicatrizar, y eso no va a suceder mientras la gente, por muy buenas que sean sus intenciones al aplicar determinadas leyes, siga arrancándose la costra. A la larga, tal vez y hasta esa insistencia por parchar la identidad de la gente sólo pueda resultar, en Alemania, contraproducente, dando el tiro por la culata, porque se suspenden muchas cosas en el silencio, cosas que siguen agitándose, y que al no encontrar un canal por donde fluir, terminarán por hincharse hasta reventar. Y lo que revienta, suele hacerlo con fuerza, con violencia... ¿se entiende a qué trato de llegar?
Soy un acérrimo escéptico de cualquier tipo de nacionalismo: el serio y el de escaparates. Pensar que existe algo parecido a la "esencia" de un país me parece una franca estupidez, así como enorgullecerse de cosas a las que se llama "propias", y que hunden sus raíces, siempre, en el sincretismo y la fusión. En el Perú, sin ir más lejos, existen esos dos polos patológicos del sentir nacionalista: uno, que quiere hundirse en la tradición de la "pureza del sentir nacional", representado por grupos de izquierda y derecha por igual; y otro que cree que el orgullo nacional es una pasarela en la que nuestras luminarias gastronómicas, arqueológicas y culturales tienen que exhibirse como una vedette, que yo encuentro grotesca, falsa e insufrible. A mí, ambos bandos me parecen una tremenda imbecilidad, porque confunden el orgullo con el narcisismo, la mascarada, la ideología y la estupidez.
En España, en aquellos tiempos inciertos que se llamaron la Segunda República, surgieron esos grupos (que pudieron llamarse Falange Española, JONS o lo que fuera) que reivindicaban la primacía de los caracteres tradicionales y "puros" del pueblo español: el catolicismo (de raíces judías, hebreas, griegas, romanas y demás) y los elementos de la tradición (endeudada con judíos, árabes, romanos, gitanos, moros, entre otros; si hasta parece que el primer rejoneador fue nada más ni nada menos que Julio César). Y este tipo de discursos vacíos fueron precisamente, los que desembocaron en la Guerra Civil.
De más está decir que, a mi parecer, la historia jamás llegará a ese estatismo pacífico con el que sueñan todos: la diplomacia tiene sus límites, y la gente seguirá creyendo lo que su carácter y su tradición le han dado a mamar. Hay raíces mucho más profundas que los códigos civiles y penales, y en tantos siglos creo que ya tendríamos que haber aprendido que no hay paz que no sea, a su vez, una invocación a la guerra. Pero hay paliativos, y creo que la tolerancia puede ser uno de ellos: no cortar a rajatabla el discurso del que no piensa como yo, no enterrar las banderas imaginando que con eso bastará para que la gente olvide quién es... pequeños anestésicos que, a la larga, pueden servir para mesurar, siquiera un poco, este transcurrir tan impredecible y violento que es la existencia de la especie humana.
Recuerdo una frase, que reza que "el silencio es salud", y que fue escrita y difundida por el gobierno militar argentino de los años setenta; el mismo que fue responsable de la desaparición y muerte de tantas personas, que todavía no habían dejado de temblar con el recuerdo de la Triple A de López Rega. No: el silencio no es salud... mucho más salubre me parece el reconocimiento, la aceptación, la catarsis. Por eso me gustan tanto las películas alemanas más recientes, en las que se toca de lleno, y con una lucidez nunca antes vista, las diferentes temáticas que persisten como un tumor en el inconsciente (y en la consciencia, también) de la gente. Basta con citar La caída, pero también hay otras, como El libro negro o aún La cinta blanca de Haneke.
En fin, que lo que trato de decir es que no hay que enterrar a los vivos y sentarse a esperar a que vuelvan a levantarse de la tumba atizados por la censura y la rabia. ¿Por qué mejor no sentarlos a conversar, oírlos, entenderlos, y luego tratar de entender cuánto de ellos sigue siendo un reflejo de nosotros mismos? No hay que enterrar al pasado como si estuviera muerto, porque no lo está nunca.
Para mí, el amor por la poesía no llegó de repente. Cuando era un niño, recuerdo haber oído y/o leído los poemas de Eguren, probablemente también los de Vallejo; después, en mis primeros años de secundaria, llegaron retazos de Petrarca, los viejos viciosos de la Edad de Oro (Quevedo, Góngora, Garcilaso) y su coetáneo San Juan de la Cruz, y calculo que por aquellos años, también, ese sujeto que fue más sujeto que poeta llamado Pablo Neruda (la mayor parte de cuyos versos siguen pareciéndome insufribles). Pero toda esa poesía, aún la muy buena, no llegaba realmente a mí: a esta clase de autores (quitando a Neruda, claro) empezarían a gustarme, y luego a fascinarme, a partir de mis quince años, que fue la edad en la que, de pronto, aprendí a disfrutar de la poesía en toda su esencia y profundidad, desde los detalles hasta la totalidad de cada composición.
¿Qué pasó, entonces, cuando tenía quince tiernos y absurdos años? Pues que llegaron a mí tres autores que, enseguida, se convirtieron en fundamentales; los que me enseñaron la belleza del verso, la vertiginosidad y el desenfreno que pueden guardar unas cuantas palabras; ésos que me enseñaron a leer poesía hablándome de mí mismo y de la oscuridad que subyacía a la vida de todos los días: el primero de ellos fue Bukowski, el maldito, el genio que aparentaba no serlo sólo para dejarlo bien claro, con sus borracheras y sus putas y sus peleas y sus cuartuchos llenos de gente que trata de dormir entre ratas; el segundo fue Baudelaire, con sus extravíos de mística infernal, sus sombrías invocaciones y su felicidad de condenado en vida; el tercero, fue Byron, del que quiero decir, hoy, unas pocas palabras.
Se ha dicho mucho que Lord Byron debe su fama (o gran parte de ella) a su vida de Don Juan libertino y rebelde. Eso puede ser cierto, pero de todos modos no basta para ocultar lo otro, eso a lo que su fama de dandy decadente sólo le sirve de antesala: su profundo y verdadero genio, a la vez como poeta y como, digámoslo así, pensador.
Aunque le gustaran los vicios y las malas andanzas, Byron era un sujeto de profunda y sólida sensibilidad. Y tal vez habría que cambiar ese "aunque" por un "porque". Lo cierto, es que Byron se convirtió, tal y como lo demuestran sus versos, en un gran reflejo de la época que le tocó en suerte, como sólo podría reflejarla un romántico en el país más pragmatista de la Europa del tránsito entre los siglos XVIII y XIX: un universo frío, desolado, atravesado por tinieblas que dejaban heridas en carne viva... y que él, sin embargo, celebraba a su modo, porque sabía que también hay poesía, y de la verdadera, entre la destrucción y el silencio.
Jamás podré olvidar el primer verso de ese poema extraordinario que es Darkness, en el que Byron describe una suerte de Apocalipsis que arrasa y devora el mundo. Dicho verso reza: "I had a dream that wasn't all a dream". ¿Cómo entender esta línea, verdadero paradigma de la complejidad poética? "Tuve un sueño que no era del todo un sueño", ¿como quien dice que tuvo una esperanza que no era del todo un sueño? ¿O como quien dice que soñó algo que sin embargo veía suceder lenta pero constantemente? Curioso, también, que lo llame "sueño" en lugar de "pesadilla", "Nightmare"... pero bueno, qué más se podía esperar de un poeta que ha pasado a la memoria como uno de los "satánicos" del romanticismo inglés (junto a su buen amigo Shelley), y que se identificaba con los descendientes marcados de Caín, hijo según algunas tradiciones de Lilith, la primera esposa de Adán, y el demonio Samael, que se dice fue el mismo que dio a probar la manzana a Eva...
En todo caso, creo que lo que sí puede decirse es que, más allá del escándalo que marcó su vida, más allá de su romántica muerte en las guerras de independencia en Grecia, más allá de los rumores del incesto con su hermana y de las acusaciones de sodomita que le hicieron, Byron es también poesía, de esa que se lee con el pecho al filo de la navaja de las madrugadas furiosas, de esa que se queda clavada como un puñal en la memoria. Todavía vuelve a mí el eco de sus versos, a veces cuando menos me lo espero. Y, pese a todo, nunca dejo de agradecerlo.
Recién esta mañana recibí la noticia de que habían asesinado a Facundo Cabral. Lo que significa, entre muchas otras cosas, que se nos ha ido una de las grandes voces que se han templado de este lado del mundo al compás de una guitarra dolida y terca. Son los gajes del oficio, que les llaman, pero de todos modos se va a extrañar a este cantautor de la vieja escuela, argentino de cepa clásica que siempre se columpió entre la pampa y el bolero más amargo. Por lo menos, nos quedarán sus canciones, ésas que uno invoca a vibrar en su pecho mientras recibe a la madrugada con la copa de la melancolía, o entre las copas y los amigos cuando se les da por tomar la guitarra y dedicarse a ese maravilloso oficio que es el recordar las viejas canciones que habitan en nosotros. Dejo, pues, estas rápidas líneas como un homenaje, con la copa en alto y la voz en la ansiedad de la espera. Hay quien piensa que las canciones viven más que el recuerdo mismo, y eso, señores, es una dignidad noble a la que pocas cosas pueden aspirar siquiera. Y cuánta poesía. Olé, don Facundo Cabral. Olé...
Hace un tiempo, mientras vagaba por los amplísimos y tal vez infinitos pasillos de Youtube, me vino un recuerdo súbito a la memoria; uno de esos que te traes guardado desde la tierna infancia, no sabes ni en qué cajón, y de pronto es claro como una gota de agua. Puse el título en el buscador, me dio un video, y lo guardé, lleno de nostalgia, entre mis favoritos. A las pocas horas, recibo un correo de Santi Guillén, mi tocayo y hermano de Murcia, con una sola pregunta: ¿Por qué has puesto en tus favoritos la canción de "El juego de la oca"?
Nunca entenderé por qué, pero la pura verdad es que pasaban este programa en un canal de televisión nacional peruano. Yo lo veía, siempre, con mi hermana, y más de un amigo recuerda ese coro tan pegajoso que decía "Ven a jugar el juego de la oca / ven a jugar con nuestra oca loca". Es que lo que es la memoria... que tiene demasiadas esquinas, y nunca sabes lo que se esconde detrás de cada farola. Ando en unos días en los que me falta el tiempo para sentarme a escribir como debe ser, pero sí que me gustaría aprovechar la ocasión para dejarles este video que, a estas alturas, pertenece ya a la leyenda (¿Pero quién iba a imaginar que alguna vez se hablaría de "El juego de la oca" en estos términos? Qué fuerte)...
Ah, y gracias, Redrum, por recordar que aquello era un vertedero de carne (ya verán en el video que no le falta razón), que me has despertado la vena autobiográfica. No es que extrañe mi infancia (la verdad, que para nada), pero qué les puedo decir, la memoria es una cosa que, cuando va bien servida, pasa suave, y deja un calorcillo curiosamente refrescante en la garganta. Maldita nostalgia.
Ha sido una semana complicada, y se la hemos dejado enterita a mi abuelo, como tenía que ser. Y ahora, para cerrar su homenaje, y ya que la resaca se hace presente, invocaremos a los viejos fantasmas de la música y la alcoholemia, tan de nuestros sábados de furia. Morente también se nos fue mayorcito, hace casi nada, y cuando su voz todavía hubiera podido romper muchos pechos. Si existe una vida para después, ahora estarán echándose unos tragos, guitarra a mano, mientras templan la voz para hacerse un duo. Quedará flotando siempre la nostalgia, pero a la tristeza le cerraremos el paso. Como decía Cela, no hay que dejarse vencer. Hoy, pues, nuestra radiola sabatina y ebria suena a ritmo de palmas, con Granaína en lo alto, y en voz del maestro Morente. Ya saben lo que queda por decir: olé. Y se las quiero dedicar a todos ustedes, los que han hecho presencia y han puesto una copa y un abrazo esta semana, ya sea por aquí, en mi correo o en vivo y en directo. A todos ustedes, que merecen una ovación eterna. Yo, me quito el sombrero. Esa copa siempre en alto, y a dejar que la música eche a correr. He dicho.
(Lima, 12-5-88) Escritor y periodista. Estudiante de la carrera de Literatura en la Universidad Católica del Perú. Autor de artículos y reseñas publicadas en diversas revistas e internet. Pasando a lo personal, digamos solamente que prefiero un par de copas a la eternidad de cualquier paraíso. Con eso basta. Contacto directo y personal: santiagobull@gmail.com