miércoles, 13 de abril de 2011

Fellini, o el niño morboso


¿A quién se le podía ocurrir que, de pronto, una orquesta entera se cagara en todo y se levantara contra su director? ¿O que sería una buena idea meter un rinoceronte enfermo en un barco lleno de cantantes de ópera? ¿Que el silencio y la resignación mismas podían ser el pesonaje de una obra maestra? ¿Que podía hacerse una película que tratara de cómo se hacía esa película, lanzándose así a planos infinitos de realidad que al final no son más que una farsa? Pues claro: sólo a Federico Fellini. 
Recuerdo haber visto una vez un documental en el que Marcello Mastroianni recordaba el día que Fellini fue a buscarlo para pedirle que protagonizara La dolce vita: después de escuchar un rato al director, que le daba los motivos por los que lo había elegido y qué se yo, hizo lo que cualquier actor haría y le pidió ver el guión. Fellini, sin turbarse ni un poco, le dijo a uno de sus co-guionistas (creo que era Flaiano... pero podría equivocarme) que le diera a Marcello lo que pedía, y él, visiblemente turbado, le da una carpeta al actor. Mastroianni lo abre y se queda de una pieza: lo que hay es un solo papel en el que aparece una caricatura de un tipo con un pene enorme que se hunde en el agua que tiene un poco más abajo. ¿Gajes de un genio o simples ganas de joder? Tal vez un poco de ambas. 
¿Y por qué comento esta historia? Pues por un simple motivo: tratar de ilustrar cómo, para Fellini, la creación se daba constantemente y, sobre todo, a la manera de un juego. Algo mórbido, tal vez, y muy cabrón, pero tan genial, tan absolutamente profundo y complejo, que no había quién le diera la contra. En el fondo, creo que todos los que trabajaban con él sabían que no debían darle la contra, pero que igual lo harían sólo porque tenían que hacerlo. 
Creo que basta con revisar alguna biografía de este director (yo tengo una muy buena, de Hollis Alpert) para notar a lo que trato de referirme: a lo largo de toda su vida, Fellini demostró ser un gran y muy amable cabrón: un mitómano que se la pasaba de maravilla contando historias desfiguradas o del todo inventadas; un tipo que no dudaba en gastar más de lo que debía, podía y tenía, comprometiendo a todo el mundo pero siempre ganando; un abusador cariñoso que exigía a sus actores a ir hasta el límite de sus fuerzas y capacidades aunque ellos no tuvieran ni puta idea de lo que hacían o esperaban conseguir de ellos; un genio que sabía mover los cables para hacer lo que mejor hacía: unas películas que no hay dios que las haga mejores. 
No en vano fue Fellini un amante declarado del circo y de la estética circense. En su obra, la tragedia, la sátira amarga y el humor más socarrón lucen muchas veces el mismo rostro, encerrándose en un universo de símbolos ambiguos y escenarios musicales donde todo habla sin decir una sola palabra en el fondo. Si me piden decir las cosas con toda la objetividad posible, he de reconocer que ninguna película debe existir que sea tan compleja en todos sus niveles como 8 1/2, así como pocas otras existen que hayan afectado tanto la forma en que el mundo entero ve cine como La dolce vita, ni estéticas tan bien limadas y conseguidas como la que brilla en esa joya que es Amarcord. Ningún documental se ha hecho sobre una ciudad que tenga ese sello tan único que luce la Roma de Fellini, y creo que, sin importar cuántos siglos pasen, Gelsomina, la protagonista de La strada, seguirá siendo uno de los personajes más tiernos y memorables de la historia de la pantalla. Y todo, ya lo digo, hecho así: con una fe ciega en el juego, actuando mucho por instinto, pero metiendo siempre la cabeza para articular ese montón de impulsos.
En otras palabras, un Genio, con la mayúscula bien puesta. Hasta el momento, nunca he tenido algo que criticar a una película de Fellini, sino que siempre he salido sintiendo (y sabiendo) que he ganado algo que no sé lo que es exactamente, pero que es invaluable. Ver el mundo en toda su ridícula complejidad, que es lo que hacemos a través de sus ojos, es siempre algo que vale la pena. Algo de lo que no me cansaré nunca.

En la foto: Fellini y Mastroianni haciendo el paseo con el látigo durante la grabación de una de las tantas escenas inolvidables de 8 1/2.

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