lunes, 31 de mayo de 2010

Una fiesta cargada de Injusticia


Treinta y uno de mayo, señoras y señores, mis buenos y queridos lectores. En Lima, un día frío, de cielo nublado, típico de nuestro melancólico invierno sin sol. Y, de paso, fiesta para muchos, que un día como hoy se dan un golpecito en el pecho, pensando "Todo anda bien aquí dentro. Qué bueno". Día del no-fumador. Qué asco.
Y sí, señores, esa es la expresión: "Qué asco". Nuestra maravillosa sociedad progresa, bajo la tierna y vigilante mirada de una ética cada vez más internalizada (resaltemos eso de la vigilancia) hacia una utopía de gente sana, segura de su propia vida y de los años que le quedan por delante (ya fuiste, Matusalén). El antitabaquismo sonríe, bien sentado sobre la carcasa de su enemigo, al que ve cada vez más reducido, casi agonizante, esperando a que deje escapar la vida de sus demacrados pulmones. Repito: qué asco.
Todo el mundo lo sabe: soy un tenaz y siempre agudo opositor y crítico del antitabaquismo tal y como se está desarrollando en el mundo. Pero cabe señalar, también, que no soy un apologista de su opuesto: jamás defenderé el consumo de tabaco, ni sus posibles efectos, ni nada similar. Pero mucho menos aún voy a atacarlo; y jamás, pero lo que se dice jamás, voy a caer en la mezquindad, en el profundo espíritu de carnicería y sadismo que empuja al antitabaquismo, que cada vez pasa por alto más y más los límites de lo moral... ¡en nombre de la moral!
Repasemos un poco el estado de la cuestión: el consumo de tabaco afecta tanto a la salud propia como a la de los otros, y permitir el consumo de tabaco en lugares públicos es un atentado contra la salud y la integridad ajena, de ese "otro" que no tiene por qué verse afectado por los vicios de otro grupo. En otras palabras, estocada en el pecho a los Derechos Humanos. Bien, bien... ahora demos la vuelta a la moneda.
El no-fumador antitabaquista (que no es necesariamente el no-fumador a secas) tiene muy en claro que el consumo de tabaco debe ser alejado, reducido, o mejor aún erradicado del todo. Nada de humo en los lugares que frecuenta, ni siquiera en bares y discotecas (donde no fumar es, para el fumador, un verdadero martirio). Algunos Estados, en nombre de alguna preocupación que, ténganlo por seguro, refiere a terceros, se pone de su parte, y pronto hay leyes que prohiben el consumo de tabaco. ¿Los otros, los que creen que el vicio es tan humano y digno como cualquier otra cosa? Pues lo siento mucho: nada de nada. Si quieren poder acceder a determinados espacios, se dejan la cajetilla en el bolsillo, por favor, y no hacen escándalo. ¿Por qué? Porque, como fumadores, no tienen derechos. Y lo digo así de abierta y francamente: el fumador es un paria, un ser que puede ser discriminado con toda justicia, y que no merece ni una gota de tolerancia, ni siquiera de educación para con ellos: ni un "por favor, ¿podría apagar el cigarro? Es que el humo me molesta", sino un directo, tajante y ofensivo: "Oiga, apague esa mierda, ¿no ve que está prohibido fumar?" Y no importa si no hay cartel alguno que indique que, efectivamente, está prohibido fumar: para los antitabaquistas es lo mismo; y, como la ley los apoya, ¿qué se les va a decir? Pues nada, si no se quiere hacer problemas a nadie, de paso que arruinarse la tarde a uno mismo. Silencio y resignación. Qué asco.
Y ojalá y eso fuese todo el cuento, pero no. La historia empieza a adquirir el tono de 1984 o La naranja mecánica cuando, de pronto, empieza el bombardeo psicológico. Porque el antitabaquismo, que está convencido de tener la razón absoluta acerca de lo que deben ser las vidas de todos los hombres, no tiene el menor escrúpulo de hacer de la discriminación de la que ya sufren los fumadores todo un pabellón de fusilamiento. Basta recordar a Hitler para hacerse una idea de lo eficaz que puede ser el filo de la publicidad, cuando se la sabe esgrimir bien: ya no sólo se trata de las fotografías que aparecen en los paquetes de cigarrillos (en el Perú, imágenes de bocas con cáncer; en otros países hay cosas más pornográficas aún), sino también mensajes de radio, manipulación de imágenes y demás (recordaré, una vez más, la fotografía que aparece en el techo de la sala de fumadores del aeropuerto de Berlín, que si no me equivoco es de ése, en la que se ve el agujero de una tumba, con el cielo del otro lado, y un sacerdote dando sus últimas bendiciones). Lo que trato de decir es bastante sencillo: haciendo un gran esfuerzo, podría llegar a entender (aunque no estaría de acuerdo con ello jamás) el que se prohiba el consumo de tabaco en los lugares públicos, pero... ¿es necesario, además, hacer adoctrinamiento? Y, peor aún, hacerlo recurriendo a trucos tan bajos como la manipulación subliminal, el bombardeo psicológico-moral, la acusación, la construcción de un discurso donde ser fumador equivale a ser ya no sólo un idiota sino además un ser repugnante. E insisto: todo esto, en nombre de la ética y del Bien de la Humanidad. Qué asco.
Los antitabaquistas están convencidos de ser el centro de la existencia, de llevar la razón absoluta y de ser, por ende, superiores a ese montón de viciosos retrógradas que insisten en atentar contra la vida. Si no fuera así, no se sentirían justificados a hacer todo lo que hacen, y serían un poco más respetuosos con los que piensan de forma distinta a ellos. Porque esos "otros" (hay que recalcarlo, porque hay quienes no se dan cuenta) siguen siendo seres humanos, y tienen también el derecho a disfrutar de los espacios públicos como les de la gana. ¿Por qué eliminar del todo los espacios para fumadores de los lugares públicos? ¿No tenían suficiente con la victoria que lograron al reducirlos? ¿Por qué tratar de manipular a los fumadores a través del discurso ético, y valiéndose de las técnicas más ruines de la publicidad y los medios masivos de comunicación? ¿Es que acaso una sociedad homogeneizada, donde todos valoren la salud, es el Paraíso? ¿Justifica eso el control, el ataque, la pornografía publicitaria y dogmatizante? ¿Hay que sancionar, corregir? Oigan, que las preguntas de este tipo sólo pueden reproducirse, ponerse unas sobre las otras, como un reclamo de justicia y de tolerancia, palabras que hoy en día los antitabaquistas reclaman para sí, sin posibilidad a reclamos. Qué asco.
¿Un breve repaso de lo dicho? Bien: control, manipulación del discurso ético, intolerancia, discriminación, silenciamiento, dogmatismo, censura... Casi suena a índice temático de un libro sobre la Segunda Guerra Mundial (capítulo cinco, digamos: "El partido Nazi y la estrategia de Hitler"). O al block de notas de algún escritor tipo Anthony Burgess, Michel Foucault, George Orwell o Gore Vidal. ¿A qué me suena todo este cuento? A que tendríamos que dejar de lado la hipocresía y echar a la basura los consabidos Derechos Humanos, ese montón de mierda que no sirve para nada, como no sea para favorecer a unos a cuesta de otros. A que, como vengo repitiendo desde hace mucho, la salud está sobrevalorada hasta las náuseas. Qué asco.
En un día como éste, en que millones de personas celebran la discriminación y la injusticia, yo quiero hacer un llamado hacia la reflexión y, quizá, hacia un nuevo discurso de tolerancia, que vuelva a poner en tela de juicio lo que empezamos a entender como lo ético, lo bueno y lo malo, un juicio que por sí mismo no vale nada, como no sea aplicado a algo más. No hay nada que sea, por sí mismo, ni bueno ni malo: eso es construcción social del discurso. Fumar tampoco. Y llamo, también, a notar que quienes fuman son otro puñado de seres humanos, con integridad y derechos como cualquier antitabaquista de su montón; y si existe un día del no-fumador, ¿por qué no hacer las cosas con justicia y declarar otro para los fumadores? Qué, ¿las señoras se escandalizan? ¿Y Fernando Vivas también? ¿Y por qué los fumadores no? Dicho todo esto, me retiro por una taza de café (adivinen con qué voy a acompañarla) y le dejo al que le interese este montón de temas y preguntas, a ver si la situación empieza a tornarse un poco menos nauseabunda, y despótica. La blancura perfecta no es humana; las manchas, la suciedad, sí. A ver si la fiesta termina pronto, y los hombres podemos volver a las calles sin temor, sin ser señalados en cada esquina y en cada café, sin tener que repetirnos paso a paso, con desgarro, esas dos palabras: "Qué asco".

domingo, 30 de mayo de 2010

Vivir con las arañas


Como dormir la siesta (aunque yo nunca lo hago) con el Demonio. Pero esto es superstición de algunos. Vivir con las arañas es una maravilla: sobre todo cuando uno vive, como yo, rodeado de plantas en un segundo piso, en una habitación donde siempre hay polillas, moscas y zancudos (más alguna abeja ocasional) revoloteando en torno al fluorescente. Pero se las tienen que jugar, porque la población de arañas que comparten mi espacio de vida son una amenaza constante para todos estos bichos ruidosos: un rápido examen de las miles de telas de araña que hay por los rincones basta para demostrarlo.
Y no, no he llegado hoy al blog con la idea de hablarles de mi vida personal, sino usándola de excusa para hablar, sí, de las arañas. ¿Las arañas? Coño, que ya les dije que sí. Y ahora le paso la posta, por unos instantes, a Camilo José Cela, que tiene sus propias palabras al respecto:
"La araña, la delicada y maternal araña, debiera ser el animal totémico del escritor. Nadie más que la araña -y el escritor- es capaz de abrirse el vientre para que el hijo hambriento la devore. Nadie más que la araña, y el escritor, es capaz de morir en las redes en que, tejiéndolas, perdió lentamente la vida. Nadie más que la araña, y el escritor, derrama sus espaciosas horas, infinitas, con tanta aplicación y tanta monotonía".
Escribir algo mejor que esto es imposible. Y yo quiero firmar a favor de esta verdad, con todas mis arañas encima. Faulkner entendía algo similar: él decía que escribir era como hacer un pacto con el demonio, convertirse en Fausto. Se puede entender lo que trata de decir: la vida se va a ir entre páginas y páginas, en una búsqueda infinita cuyo fin no tiene sentido alguno ni siquiera como idea; porque, como él mismo lo decía, el escritor que llegue a estar satisfecho de su obra, no tendrá otra opción que lanzarse desde ella y suicidarse. Conseguir ese libro significa no tener otra cosa que hacer, perder ese algo de insatisfacción y crudeza que hace al corazón seguir palpitando en su sitio.
Pero volvamos a las arañas: tercas, ensimismadas. Pasan las horas de su vida construyendo telas y redes en las que ellas son el único habitante, y que se van poblando de carcasas vacías de los seres a los que han ido devorando. Solas entre los muertos, esperan a que llegue quien les de amor, y luego lo devoran, lo suman al inventario del cementerio en el que viven. Más adelante, cuando llegan las crías, puede pasar una de dos cosas: o, como dice Cela, los hijos devorarán a su madre, que se les entregará como primer alimento, sabiendo que ése era el fin de su existencia; o, dependiendo de la especie, la madre tratará de devorar a su prole, como lo hará el escritor insatisfecho, decidido a acabar con ese montón de homúnculos deformes a los que ha dado la vida sin saber por qué, y cuya imperfección le hace sentir culpable ante sus propios ojos. Él, que quería la Rosa, tiene un geranio marchito, que sólo puede echar a las llamas.
La araña, decíamos, es un ser solitario por naturaleza. Observa el mundo desde la tela que va construyendo y reparando, sabiendo lo estrecho que es, en el fondo, el universo. Pero hay, en cambio, miles de formas que intentar o combinar para llenar esos espacios vacíos y muertos. La vida no le puede interesar, porque es fértil por sí misma. Necesita aniquilar esas existencias para seguir viviendo ella misma, absorber sus jugos vitales para seguir respirando... y respirar sólo para seguir tejiendo redes que se llenarán de cadáveres.
De nuevo lo diré: firmo al pie de las palabras de Cela. Mientras afuera se asienta la noche y yo me vuelvo una vez más a mis propias páginas llenas de seres deformes y de redes que parecen a punto de romperse, releo sus palabras y levanto la mirada hacia mis compañeras de dormitorio. Hay que seguir tejiendo.

Imágen: La madre, escultura de bronce (si no me equivoco) que se encuentra en Bilbao, España, y que cae como un dedal a estas palabras. Fotografía de Sonia Cunliffe.

jueves, 27 de mayo de 2010

Una de Sabina y Gurruchaga

Como quien busca excusas para hablar de las cosas de las que quiere hablar, quiero colgar rápidamente un video, una grabación de allá por los años 80, del famoso concierto que grabó Joaquín Sabina con su banda de aquel entonces, Viceversa, y con la participación de ese sujeto de rareza casi mística, elegante y suburbial, nada más ni nada menos que Javier Gurruchaga. Dos de los grandes muy grandes, y de los más. Porque si alguna vez escribí por estos lares que una de mis entrevistas soñadas a españoles es Javier Krahe, y otro sería Sabina, no voy a dejar de confesar que otro sería Gurruchaga: tan caricatura como sujeto, hombre de una cultura y una inteligencia fascinantes, grande no sólo por todas las partituras que rompió con su Orquesta Mondragón, sino también por su labor mediática, como presentador de programas de televisión, donde no ha dejado cuerpo con cabeza, ni público vírgen. De hecho, hace mucho que doy vueltas a mis ideas para escribir una nota sobre él, como quien lo invoca en nuestro Café, y sigo pensando que alguna revista debe haber en el mundo para la que pueda escribir algo un poco más extenso, como lo exige una personalidad tan múltiple y fascinante como la de este genio, tan especial. Pero, como él dice, vamos directo al grano, y con eso al video: Adios, adios, por Sabina (que la escribió para la Mondragón) y Viceversa feat Javier Gurruchaga (y no dejen de escuchar la introducción de Sabina, que es muy precisa).


lunes, 24 de mayo de 2010

Las crónicas de sangre de Pascual Duarte


Como ando ahogado en un mar de agendas, pensé que no estaría mal pasarme un rato por estos lares y echar al ruedo un libro: la gran pregunta que faltaba contestar era cuál. A los pocos segundos, y quizá algo empujado por la última entrada, se me vino a la cabeza uno que ni Satanás podrá explicarme cómo no he invocado antes: La familia de Pascual Duarte, del ha poco mentado Camilo José Cela.
Siempre me he preguntado qué le pasa a todo el mundo (y en especial a muchos españoles) con las novelas de don Camilo: de un tiempo a esta parte, parece haber pasado del pedestal de mármol al rincón de cachivaches, y su nombre cada vez suena menos, como no sea para mencionar el tipo de literatura que "no debe hacerse". Y trato de comprender, y me arranco los pelos y me destapo la cabeza y me devano los sesos, y no lo logro. De hecho, creo que el día que tenga la suerte de conocer España voy a detenerme frente a cada busto de Cela que encuentre (creo que hay unos cuantos) y voy a recordar alguno de sus pasajes.
Y es que yo no sé cuántos estarán de acuerdo conmigo, pero creo que Cela fue uno de los escritores de prosa más intensa, dura y poética de la narrativa española. Alguna vez he echado laureles y flores al referirme a La colmena, en este mismo blog. Ahora, hablo de un libro muy distinto, menos total quizá, y que puede que peque de ser algo desigual, pero que no deja de ser una lectura que no dejo de agradecer cada vez que vuelve a mi memoria: La familia de Pascual Duarte, novela de corte realista, que es sórdida en el mejor de los sentidos (como lo será luego La colmena): en el desarrollo psicológico de sus personajes (uno, en este caso, que es Pascual Duarte), que nos obligan a poner en tela de juicio los valores de la ética para, al final, acpetar que hay que colgarlos de los talones para buscarles los piojos.
Más que urbana, suburbial. Dura y cruda, narrada con violencia y prepotencia, en voz de grito o de lamento la mayor parte de las veces. En pocas palabras, una novela con verdadera personalidad, absorbente no sólo por el personaje a cuyos andares asistimos, sino también por la secreta poesía con que está escrita. Esto no tengo ni que escribirlo, pero lo haré por si las dudas: Camilo José Cela fue un verdadero poeta en su prosa. Un genio, además, que supo articular maquinarias narrativas verdaderamente escalofriantes, portentosas, que logran dar la vuelta de tuerca exacta para generar en nosotros, sus lectores, eso que jamás pensamos que sentiríamos frente a páginas semejantes: ternura. Una ternura enfermiza, es cierto, y que convive mano a mano con el temor y la angustia. Pero ternura al fin y al cabo, y para sorpresa de todo el mundo.
Lentamente, los nubarrones del olvido parecen cernirse sobre la novela con la que Cela logró, alguna vez, revolucionar el universo literario de España. Pero, como la misma novela reza, "Hay hombres a los que se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a los que se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas". Y ese fue, desde su primera página de vida, el camino de Pascual Duarte. Para ahogarse lentamente en el polvo de los años, quizá; pero, también, para encontrar, una que otra vez, un nuevo lector que pase sus páginas lentamente y con la mirada muy fija, que al final se despedirá del bueno de Pascual agradecido y algo tembloroso, como fue mi caso.
Pero no quisiera despedirme sin antes recordar una anécdota (otra de las tantas) de Cela, esta vez en relación a La familia de Pascual Duarte, su primera novela. Cuenta don Camilo en una entrevista que, cuando se enteró de que el libro había llegado a las librerías, se fue a la más cercana y, luego de cerciorarse de que su novela estaba sobre la mesa de novedades, se quedó esperando a ver si alguien lo compraba. Al rato entra un hombre mayor, que se detiene unos momentos frente a la mesa de novedades y, ¡oh sorpresa!, toma su libro, lo hojea unos momentos y lo vuelve a dejar en el lugar donde estaba. Luego se dirige a otro lado de la librería, toma un libro de Julio César (creo que el de la Guerra Civil) y, de camino a la caja, vuelve a detenerse junto a la mesa de novedades, vuelve a hojear la novela de Cela, y se la lleva a la caja, paga, y sale con ambos libros. El joven Camilo José, emocionado, lo sigue hasta la calle, se le acerca y le pregunta si no quiere que le firme su libro. El hombre, algo atónito por la sorpresiva increpación, ve el libro que lleva consigo, la Guerra civil de Julio César, vuelve a mirar a Cela y, de pronto, sale corriendo. Claro: ¿quién, se habrá dicho, es este loco que jura ser Julio César?
Anécdotas aparte, me permitiré insistir todavía una vez más: dense una oportunidad y no dejen esta novela de lado antes de haber recorrido sus páginas. Que puede que no les guste, de acuerdo, pero vale la pena intentarlo. Al fin y al cabo, puedo asegurarles que, para bien o para mal, es una novela que merece una lectura atenta, y que es perfectamente capaz de colárseles en la médula misma de los huesos, si se andan sin cuidado. ¿Es necesario decir algo más?

sábado, 22 de mayo de 2010

Una de Cela

Para los que recuerden esa de "Cela y la palangana", aquí les dejo otro video de ese maestro ya no sólo de las letras, sino de la vida pública. Y, de paso, para que la gente entienda un poco mejor hasta dónde llegan los riesgos en el oficio del periodista, que los hay de todas las clases. Y bueno, me pregunto: ¿qué haría si vienen a preguntarme algo así a mi?


Filosofía cruda


Siempre he pensado que a los diversos libros de historia de la filosofía que he leído les falta un capítulo dedicado al análisis de la obra del Marqués de Sade. O bueno, de los "filósofos libertinos" en general, pero de Sade en particular. Y creo que los motivos son bastante claros, al menos para cualquiera que halla leído alguno de sus libros: no más allá, sino envolviendo las expresiones duras, el erotismo grotesco, la perversión y la crueldad sexual, hay una formulación filosófica constante, que si peca de inexacta en algunos pasajes, al menos nos la echan a la cara con la suficiente violencia como para que no dejemos de reparar sobre ella.
Más allá del morbo, de la "perversión", de la crueldad con que concebía (y realizaba) los actos sexuales, el Marqués de Sade fue un verdadero hombre de su siglo: ilustrado al mejor estilo francés, dotado de esa sensibilidad que antecedería en su patria al romanticismo. Fue un hombre de clase, pero vio que esa sociedad que lo hubiera abrazado se podría sin una gota de sutileza.
Si los comparamos con el mar de lectores que ha tenido Sade, han sido muy pocos los que han notado las múltiples dimensiones críticas, sociales, políticas, religiosas y filosóficas que se encuentran en esas líneas llenas de penes, semen, culos (sobre todo culos) y gritos donde el dolor y el placer siguen confundiéndose. Si uno repasa, sobre todo, sus cuentos, se encontrará no sólo con un dedo que señala la paja del ojo ajeno, sino que además se dará con la sorpresa de que algunos de ellos ni siquiera hablan de sexo. Éstos fueron, en su mayoría, escritos en la juventud del Marqués: con el paso de los años, parece que ya no le bastó con hacer críticas, sino que hacía falta derrumbar el universo entero.
La obra de Sade es una costante acusación contra la hipocresía, de todo el mundo y de todos los géneros. También la sexual: es decir, ¿por qué hacer de la sodomía un crímen si es, a su modo de ver, la forma en que más se goza de los placeres sexuales? Pero sus grandes obras (Justine, Los 120 días de Sodoma, La filosofía en el tocador) ya dan un paso que es violento no sólo en cuestiones de tema y estilo, sino también en términos filosóficos. Lo que hizo Sade fue, a resumidas cuentas, proponer un sistema de la anti-ética, que se fundamentaba en la naturaleza primaria y más instintiva del hombre. La sociedad, vista así, era la construcción de una gran mentira antinatural; la ética sólo negaba lo que el cuerpo buscaba con desesperación: el placer, el morbo, todo aquello que las buenas costumbres habían converido en un tabú. No es de extrañar que detestase a la religión, como principal responsable de esta censura.
¿Y no es todo esto, en cierto modo, parte de lo que Freud, y luego Jung y Marcuse, afirmarían? ¿Qué es si no el id y su tensión constante con el superego, qué el "principio de realidad" que Marcuse veía oponerse al "principio del placer" a niveles macro-sociales; qué los arquetipos simbólicos de Jung, que tan a menudo se relacionaban a lo sexual y a lo fálico? Y eso sólo por una parte: ¿no es el irracionalismo naturalista que propone Sade un antecesor también de algunas perspectivas contemporáneas que, si bien fueron muy distintas, guardan algunos puntos en común? Heidegger, Jaspers o Sartre, por ejemplo.
Recuerdo que me llamó mucho la atención el descubrir que Bertrand Russell había incluído en su Historia de la filosofía occidental todo un vasto capítulo sobre Lord Byron; del mismo modo, me ha sorprendido siempre que los filósofos no recuerden que hubo uno que se hizo llamar del mismo modo, y que construyó las bases de una filosofía cuyo único "pecado" era el de tener consecuencias que sólo podrían parecernos catastróficas, de paso que cruel. El Marqués de Sade permite lecturas muy curiosas, desde más de una perspectiva. ¿Por qué quedarnos sólo con la obvia? Claro que siempre seguiremos disfrutando sutil y, quizá, secretamente con todos los excesos y la brutal sexualidad del Marqués; pero, poniendo las cosas en claro, ¿por qué no, de paso, llevar estas lecturas a otros marcos?

martes, 18 de mayo de 2010

Ha muerto un Poeta


Y alzaremos la copa por él, que bien merecido se lo tiene. Casi ante la puerta de los ochenta, la Muerte ha ido a darle una visita en su sala de hospital a Edoardo Sanguineti, que fue agitador de juventudes, profesor de literatura, marxista pero, sobre todo, eso: Poeta (y que se haga notar la "P" mayúscula).
Para muchos de los que habitan este rincón del mundo, aquende el Atlántico, el nombre de Sanguineti no singifica nada. Pero, para los europeos y, sobre todo, los italianos de los alláes, ese nombre es, para bien o para mal, grande. Como Pasolini, Sanguineti fue un crítico de su sociedad, un autor de gran precisión crítica y un agradecido lector de Gramsci. Pero el recién fallecido tuvo otra mirada, ciertamente, y su participación codo a codo con las vanguardias de los sesenta hablan mucho de ello, de paso que su negativa a marcharse de un campo de batalla que casi todo el mundo había abandinado con la llegada del nuevo milenio, cuando seguir metido hasta la nuca en la Izquierda Radical parecía una cosa digna de ser trasladada al manicomio.
Bien, he de recordárselo a todo el mundo: la política no me interesa, y si Sanguineti pensó tal o cual cosa respecto de ésta me trae, en realidad, sin cuidado. Admiraré, sí, su pasión, su fervor, su siempre renovado y revisado espíritu crítico, que no se dejaba pisar ni intimidar. ¿A quién se le ocurre hacer una relectura marxista de la Divina Comedia? Bueno, a muy pocos, y entre ellos a Sanguineti. Pero una rlectura muy bien argumentada, y bien cargada de coherencia. Ya lo saben, cada loco con su tema.
Lo más importante, para mí, seguirá siendo el hombre que escribió los versos y las novelas (que por desgracia no he leído aún), y que se ha ido. Voy a invocarlo aquí desde el blog de mi amigo Víctor Coral, que ha transcrito un par de poemas suyos, y seguiré con la copa en alto, por lo menos hasta que alguien se decida a completar este brindis. Salud, Sanguineti, salud...

24.

he enseñado a mis hijos que mi padre fue un hombre extraordinario: (podrán
contarlo, así, a cualquiera, si quieren, con el tiempo): y después, que todos
los hombres son extraordinarios:
y que de un hombre sobreviven, acaso,
unas diez frases, tal vez (metiendo todo junto: los tics,
los dichos memorables, los lapsus):
y estos casos son los más afortunados:

36.


cuando te nado dentro, en mi estilo libre (profesional, casi: medio
mixto, en cualquier caso), buceo, retengo mi aliento, y (entrecerrando,
cerrando mis ojos) abro mis brazos, separo mis piernas,
pelo mi plátano (y lo encapucho):
me hago el muerto, me encorvo, me balanceo:
todo aquí: (pentagonal y a estrella, si te parece, soy inscribible en mi propio cerco)

domingo, 16 de mayo de 2010

Y treinta años después... ¿la memoria?


Mañana es una fecha dolorosa para la memoria de los peruanos, pero que está allí, también, para ayudarnos a no caer en la amnesia de nuestros propios años y, con ello, en los mismos viejos errores. Creo que esa sería un tema muy hermoso para un libro: ¿cuál es el rol de la memoria? Recuerdo haber leído alguna vez uno de Agnes Heller donde se tocaba el tema, y otro de Susan Sontag cuyo maravilloso título es Ante el dolor de los demás. Título que nos cae bastante a pecho a los peruanos, porque es la bandera de nuestros recuerdos para mañana, 17 de mayo, día en que se cumplen treinta años desde que Sendero Luminoso empezase sus actividades en la sierra de Ayacucho, movilizados por ese profesor de filosofía que quiso ser la cuarta espada del socialismo, Abimael Guzmán.
Alguna vez, en este mismo blog, he atacado la censura de que es objeto Sendero Luminoso y todo aquello que se refiera a él y a sus miembros, y lo he hecho porque descreo íntima y profundamente del silencio forzado, de la patologización de las ideas (que al final recrudecen en tumores, y ahí no queda otra que temblar, salir huyendo o pegarse un tiro antes de que caiga el diluvio) y, sobre todo, del discurso ético y social moderador y autoimpuesto de un Estado que es tan o más violento y cruel que los "malos" de la película. Pero una cosa es una cosa y otra es otra: yo defenderé siempre su derecho a hablar, pero no firmaré nada de cuanto me pasen. La intolerancia siempre es un error; y, cuando echa mano de la violencia y el terror, pues muchísimo peor para todos esos humanos con "h" minúscula que están de por medio.
Memoria, pues, de tiempos terribles, en que la barbarie sembró a la barbarie para hundir al país en una cruenta guerra civil, con muertos por todas partes, olor a amenaza en las calles y fosas comunes que se iban llenando, no diré que lentamente. Un momento que nos recordó que los buenos también pegan duro, porque la respuesta de los militares y del Estado fue jugar la misma carta que sus enemigos, para terror de los que seguían estando al medio, y que sumió al Perú en una de sus más graves crisis morales y sociales. "¡Por suerte ya pasó!"
No, no... no hay que celebrar, ni sonreír siquiera. La pura verdad es que parecemos un pabellón de amnésicos y locos en el gran hospital del mundo dirigido por Kafka o por Cela. La bandera de la paz que ondea sobre los Andes está manchada de sangre, y Sendero Luminoso sigue en actividad, pese a que su líder esté encerrado, y ahora se habla en algunos círculos de los "terrores" del narcoterrorismo (de los que aún no estoy tan enterado como para asegurar que espanten de verdad; no vaya a ser otro de esos cuentos para asustar a los niños que se inventa el Estado). Además, hay otras cosas, de las que se habló mucho y subiendo la voz a tono de grito en su momento, y que ya no se comentan más: ¿qué pasó con Bagua y sus montones de desaparecidos, los alzados muertos incinerados y fondeados en los ríos? ¿Qué se hizo de aquella misión, realizada en esos mismos años (hay quien dice por ahí que para "tapar" un poco lo de Bagua), en que los miembros del ejército arrasaron con los pequeños grupos senderistas, que si discutían mucho y se pasaban los contratos para el comercio de drogas por encima de la mesa, en el fondo no hacían nada más terrible que sentarse a tomar un café y soñar con tiempos "mejores"? La violencia, señores, se sigue sirviendo caliente en nuestras picanterías.
No dudo que la memoria tiene mucho que hacer en nuestras vidas. Pero recordar es también un cáncer necesario, una cicatriz que nos puede ayudar a prevenir todas esas cosas que ya nos han pesado bastante. Claro que esto es sólo un punto de vista personal, que parece pecar de esperanzado. En el fondo, sé que la violencia va a seguir allí, fatal y necesariamente. La esperanza me parece inconcebible, pero sí creo que nuestra actitud hacia todas estas cosas es, todavía, capaz de dar un paso que no sea el de la cirugía estética para borrar la sombra que nos han dejado las heridas, con el veneno aún bajo la piel. Sentémonos, pues, con un café, y recordemos mientras el humo se suspende ante nuestros ojos, o sale lentamente por la ventana, a recorrer otros vientos.

sábado, 15 de mayo de 2010

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Unas breves líneas para comentarles que he implementado una nueva herramienta en el Café, como quien promueve al diálogo, y sólo por si alguien tiene algo que decir al respecto de algo fuera de los comentarios usuales a las entradas. Sólo espero entender bien cómo se usa, que ya es bastante milagro el que sepa siquiera cómo poner este tipo de aplicaciones, y en vistas de que la tecnología se me da bastante mal. En la barra de la derecha, debajo de la lista de seguidores (mi vieja y buena cuadrilla de la muerte), y siguiendo todavía otro poco más abajo, hasta pasar la barra de búsqueda, hay un recuadro nuevo. Se trata de un tal Cbox, aplicación que sirve para publicar comentarios y mensajes, como quien dice, en la pizarra; es decir, en la página principal, nuestro buen Café de Desencuentro que es hoy un poco más viejo que ayer. Gracias por su atención, y ahora pueden volver a sus tazas y a sus charlas.

Búsqueda: todo un problema filosófico


Las cosas han seguido como siempre, o casi siempre; parafraseando a Wilde, no dejamos de vivir en las cloacas, pero tampoco de mirar hacia las estrellas... con ansiedad, con desdén, con fascinación o con esperanza. Y, curiosamente, también sin promesas, sin una gran sonrisa en lo alto que nos diga "dale". Todo lo que sabemos es que, llegado el momento, dejaremos nuestro lugar en la cloaca, y a ver quién lo toma.
Y ahora lo que muchos de ustedes se preguntarán: ¿pero qué coño se ha fumado este, y de qué carajos está hablando? No se preocupen, que no es que divague sólo porque tengo dedos para tipear y un lenguaje del que abusar. Quiero hablar, más bien, de ese problema que la filosofía se ha planteado desde sus inicios mismos, y que ha seguido en pie y reformulándose a lo largo de los siglos, a ver si para ir a caer en el cubo de la basura o qué. Porque, ¿qué es lo que implica, realmente, el mirar hacia el mañana, el proyectar-se, la búsqueda? Y una pregunta urgente: ¿qué deberíamos esperar?
Será porque la vida es todo lo que puede conocer (de hecho, es la condición de cualquier forma de todo); lo cierto, es que el hombre siempre ha tenido una relación bastante complicada con la muerte. En la antigüedad (y esto ya nos lo dice Coulanges), las primeras sociedades pre-civiles y, luego, las civiles se formaron con una mira común: el culto a los muertos, a los manes de la familia. Claro que, así, proyectaban no sólo la existencia de sus seres queridos a un plano al que nadie les había dado el derecho (ya decía Sabina que la muerte no acepta propinas), sino que eran, también, sus propias condiciones de existencia las que quedaban aseguradas. Los hombres antiguos no temían a la muerte; tampoco es que la buscaran: para ellos, morir era tan natural como estar vivo.
Pero las cosas fueron cambiando, y muchos filósofos empezaron a mirar los cementerios con un escepticismo creciente: después de todo, quizá era hora de reformular esa pregunta que Parménides les había dejado: ¿Por qué el ser y no la nada? Era el momento de tomar plumas, papel, máquina de escribir o computadora y ponerse a trabajar. Dios mío, ¿qué iba a ser de la humanidad?
El existencialismo fue la gran afirmación contra la trascendencia: digamos que si Nietzsche ya había declarado la muerte de dios, hombres como Sartre llegaron para acribillar sus restos sobre la tierra a ráfagas de ametralladora. De nuevo, la muerte era el gran tema: Heidegger le había dado un lugar eminente en su análisis existenciario del "ser", relacionándola al tiempo y haciendo notar su relevancia y consecuencias como gran condición existencial que es. Sartre, que escribió bajo su influencia, llevaría a todas las almas (y para colmo sonriente) al matadero, llegando casi a optar por la segunda opción de la pregunta de Parménides: la nada. Ni siquiera un pensador tan bonachón y deseoso de optimismo como Jaspers, que se debate él mismo al no encontrar lugar para sus esperanzas, tiene que terminar aceptando la innegable inmanencia del hombre, que sólo puede conocer la trascendencia como un horizonte envolvente y siempre futuro. Una gran esperanza frustrada, y que no se cansa de darse contra las paredes, más o menos. El cielo, de pronto, ya no estaba estrellado; cloacas por todas partes.
Pero el existencialismo es demasiado obvio; ¿qué hay de los otros? La epistemología, la fenomenología, la filosofía del lenguaje y todas las demás, ¿no buscan, en el fondo, un sustento para dar pie a la existencia? Wittgenstein lo creía así, y por más fría que fuese la disciplina o la obra, siempre había una angustia profunda latiendo en el pecho de cada filósofo, empujándole a dar un paso más en el filo de la navaja, a ver qué pasa al final, con una pregunta grabada en los labios cerrados: ¿se le podrá arrancar todavía a dios una sonrisa?
A ver a dónde nos lleva todo esto: yo, por lo menos, creo que una de las virtudes a las que tendría que aspirar el hombre contemporáneo es a la sana y sonriente resignación. La muerte está allí, y el que se muere se muere. Y, bien visto el asunto, hasta tendríamos que agradecer el que así sea, porque al final los años tienen que ser agotadores, y un descanso bien merecido, pues bueno... es un descanso bien merecido. Pero soy de los pocos que piensan así: como me lo dijo mi padre alguna vez, la mentalidad del hombre a cambiado, y en lugar de ver el ciclo de la vida como nacer-crecer-alimentarse-reproducirse-morir (lo más natural del mundo, y nada de lágrimas, por favor), hoy prefiere verlo así: nacer-crecer-alimentarse sano-estudiar-hacer dinero-si se puede, aplastar al resto-reproducirse-tratar de no morir. ¿Y para qué? Ni la salud ni la vida habían estado alguna vez tan sobrevaloradas, y el hombre de nuestro siglo padece, en los huesos mismos, de un terror sin precedentes, tanto al poder-no-ser como al ser (¿qué sería de ellos sin ese sistema lleno de frivolidades detrás?).
En cuanto a mí, repetiré por enésima vez que no veo por qué tenga que ser así, y haré mías las palabras del Marqués de Sade cuando escribió que no hay por qué temer al sistema de la Nada: es consolador y simple. Que esta sea una reflexión especial por mi cumpleaños, recién acaecido. Y a ver si abrimos un poco los ojos y nos dejamos estar en paz.

miércoles, 12 de mayo de 2010

ATA: por amor al arte


Bueno, las banderillas están sobre la mesa, así que creo que es un buen momento (en mi cumpleaños, de paso) para hablar, de una vez por todas, de algo de lo que hace mucho que tendría que haber hablado: la Asociación de Toreros Aficionados (ATA), que ciertamente merece algo más que unas cuantas palabras.
Por amor al arte, sí... y es que ATA podría leerse, también, como tres palabras sueltas que, juntas, tienen un sentido muy especial: Afición - Toros - Arte. Vivir y gozar de cada instante de la pasión que se está jugando allí, no debajo sino al frente, sobre la arena, entre el hombre y el toro, esos dos sujetos que, de pronto, se convierten en todo lo que existe en el universo, que tratan de leerse uno al otro, ser el uno en el otro, pero sabiendo que sólo uno de los dos puede llevar los laureles a casa. No, señores: esta vez no quiero detenerme en todo el debate moral que se cierne sobre la tauromaquia; sólo quiero hablar de la Fiesta Brava como un amante de la pintura habla de un Van Gogh: abandonándome a ello.
Y es que, al fin y al cabo, ¿no es ése el espíritu que guía al torero? Y, en este caso, a la Asociación. Una afición compartida, que va de la mano con la fraternidad, las risas, el consejo, el cariño y, por qué no, las canciones y las copas. Han sido largos años desde que mi abuelo, José Alfredo Bullard, se reuniese un 6 de diciembre de 1968 con sus amigos Fito Matellini, Rafael Puga y Raúl Aramburú para fundar esta sociedad; desde entonces, muchos nombres han ido sumándose a la lista, dispuestos a encarar al toro con valor, pasión y esa extraña forma de cariño y empatía (aunque más de algún escéptico no esté dispuesto a creerlo) que surge entre ambos en ese tiempo en que ambos se juegan la vida mano a mano, entre el estoque y los pitones.
Digan que me pongo sentimental si quieren: es absolutamente cierto. ¿Cómo no hacerlo, ya que toco un tema como este, que llevo tan atado en tradición, afición, familia y amigos? ¿Cómo no hacerlo si no puedo dejar de sentir cómo bulle la sangre en mis venas mientras escribo estas escasas líneas? Venga, vamos a llevar esto a su máxima nota: adjunto, como epílogo, un videíllo. La canción es el Himno de la ATA, compuesta, escrita y cantada por mi abuelo, "papapa" Bullard en persona, con los hermanos Bullard (sus hijos, entiéndase mi padre y sus hermanos) en el coro y el Joven (alias "Iván") Goicochea en la guitarra; grabado bajo la tierna mirada del maestro Ernesto Hermoza. Las fotos que componen el video, hay que dejarlo dicho también, son todo un documento, pues recorren muchos de los años de la ATA. ¡Un brindis bien alto por la afición! ¡Olé, coño, olé!



En la imágen: los miembros de la ATA celebrando reencuentro y aniversario, en el paseíllo inaugural en el ruedo del cortijo "La Esperanza" (tantas buenas veladas entre toros y guitarras...), sede de la asociación, de Tito Fernández.

lunes, 10 de mayo de 2010

Hablando de toros: Mosterín contra Vargas Llosa


Mis buenos lectores sabrán disculpar mi poca presencia en estos últimos tiempos, pero los horarios me tienen muy apartado, en cuerpo y energías, del buen viejo Café. De todos modos, me gustaría traer este debate a brillar por estos lares, por si a alguien le interesa.
Muchos sabrán que los toros son tema del día: sobre todo en España, donde ya empieza a hablarse seriamente de prohibir las corridas en Cataluña. En este mismo blog, comenté una apología de la Fiesta Brava que hizo Fernando Savater; poco después, Mario Vargas Llosa realizó otra, muy interesante y bien argumentada, de paso. Y, hoy, mi madre me ha enviado al correo un artículo publicado por el filósofo español Jesús Mosterín, donde se trata de echar abajo a ambos autores. Copio a continuación su texto:

La compasión es la emoción desagradable que sentimos cuando nos ponemos imaginativamente en el lugar de otro que padece, y padecemos con él, lo compadecemos. Hemos empezado a entender el mecanismo de la compasión gracias a Giacomo Rizzolatti, descubridor de las neuronas espejo, que se disparan en nuestro cerebro tanto cuando hacemos o sentimos ciertas cosas como cuando vemos que otro las hace o siente. Las neuronas espejo de la ínsula se disparan y producen en nosotros una sensación penosa cuando vemos a otro sufriendo. Esta capacidad puede ejercitarse y afinarse o, al contrario, embotarse por falta de uso.

Los pensadores de la Ilustración, desde Adam Smith hasta Jeremy Bentham, pusieron la compasión en el centro de sus preocupaciones. David Hume pensaba que la compasión es la emoción moral fundamental (junto al amor por uno mismo). Charles Darwin consideraba la compasión la más noble de nuestras virtudes. Opuesto a la esclavitud y horrorizado por la crueldad de los fueguinos de la Patagonia con los extraños, introdujo su idea del círculo en expansión de la compasión para explicar el progreso moral de la humanidad. Los hombres más primitivos sólo se compadecían de sus amigos y parientes; luego este sentimiento se iría extendiendo a otros grupos, naciones, razas y especies. Darwin pensaba que el círculo de la compasión seguirá extendiéndose hasta que llegue a su lógica conclusión, es decir, hasta que abarque a todas las criaturas capaces de sufrir.

El pensamiento indio, y en especial el budismo y el jainismo, consideran que la ahimsa (la no-violencia, la no-crueldad, la compasión frente a todas las criaturas sensibles) es el principio central de la ética. En contraste con el silencio de la jerarquía católica, el Dalai Lama ha reclamado públicamente la abolición de las corridas de toros. Al rey Juan Carlos, ya desprestigiado por sus continuas cacerías, no se le ocurre otra cosa que salir ahora en defensa de la tauromaquia. Más le valdría identificarse con su antecesor ilustrado Carlos III, que prohibió las corridas de toros, que con el cutre y absolutista Fernando VII, que las promovió.

El conocimiento facilita la empatía. Como decía Francis Crick (el descubridor de la doble hélice), los únicos autores que dudan del dolor de los perros son los que no tienen perro. Muchos españoles no dudan del dolor de los perros ni de los toros. Cuando un degenerado cortó con una sierra eléctrica las patas de los perros de la perrera de Tarragona y los dejó desangrarse hasta la muerte, más de medio millón de españoles estamparon su firma en una petición al Congreso exigiendo la introducción del maltrato animal en el Código Penal. En Cataluña todas las encuestas indican una gran mayoría a favor de la abolición de la tauromaquia, solicitada al Parlamento catalán por más de 200.000 firmas. Yo conozco a varios firmantes de la petición; todos lo hicieron por compasión, ninguno por nacionalismo.

Los defensores de la tauromaquia siempre repiten los mismos argumentos a favor de la crueldad; si se tomaran en serio, justificarían también la tortura de los seres humanos. Ya sé que los toros no son lo mismo que los hombres, pero la corrección lógica de las argumentaciones depende exclusivamente de su forma, no de su contenido. En eso consiste el carácter formal de la lógica. Si aceptamos un argumento como correcto, tenemos que aceptar como igualmente correcto cualquier otro que tenga la misma forma lógica, aunque ambos traten de cosas muy diferentes. A la inversa, si rechazamos un argumento por incorrecto, también debemos rechazar cualquier otro con la misma forma. Incluso escritores insignes como Fernando Savater y Mario Vargas Llosa, en sus recientes apologías de la tauromaquia publicadas en este diario, no han logrado formular un solo argumento que se tenga en pie, pues aceptan y rechazan a la vez razonamientos con idéntica forma lógica por el mero hecho de que sus conclusiones se refieran en un caso a toros y en otro a seres humanos.

Ambos autores insisten en el argumento inválido de que también hay otros casos de crueldad con los animales, lo que justificaría la tauromaquia. Savater nos ofrece una larga lista de maltratos a los animales, remontándose nada menos que al sufrimiento infligido por Aníbal a sus elefantes cuando los hizo atravesar los Alpes. En efecto, debieron de sufrir mucho, pero no más que los soldados, la mayoría de los cuales no lograron sobrevivir a la aventura italiana del caudillo cartaginés. Si esto fuese una justificación del maltrato animal, también lo sería del maltrato humano y de la agresión militar. Vargas Llosa pone el ejemplo de la langosta arrojada viva al agua hirviente para dar más gusto a ciertos gourmets. Esto justificaría las corridas, pues también las langostas sufren. También es cruel la obtención del foie-gras de ganso torturado, pero por eso mismo el foie-gras ya ha sido prohibido en varios Estados de EE UU y en varios países de la UE. En cualquier caso, sabemos que los toros sienten dolor como nosotros, pues el sistema límbico y las partes del cerebro involucradas en el dolor son muy parecidos en todos los mamíferos. El neurólogo José Rodríguez Delgado hizo sus famosos experimentos para localizar los centros del placer y el dolor en el cerebro de toros y hombres y no encontró diferencias apreciables. Desde luego, el mundo está lleno de salvajadas y crueldades contra los animales humanos y no humanos, pero este hecho lamentable no justifica nada.

Se aduce que la tauromaquia forma parte de la tradición española, como si lo tradicional fuera una justificación ética, lo que obviamente no es. Todas las costumbres abominables, injustas o crueles son tradicionales allí donde se practican. Vargas Llosa siempre ha polemizado contra la corrupción y la dictadura en América Latina, pero ambas son desgraciadamente tradicionales en muchos de esos países. También ha puesto a Chile como ejemplo a seguir por los demás países sudamericanos. Pero Chile prohibió las corridas de toros hace ya dos siglos, el mismo día y por el mismo decreto que abolió la esclavitud.

Antes los caballos salían a la plaza de toros sin protección alguna y durante la suerte de varas casi siempre acababan destripados y con los intestinos por el suelo. Por otro lado, como los toros no querían combatir y huían, les introducían en el cuerpo banderillas de fuego (petardos que estallaban en su interior y desgarraban sus carnes), a ver si así, enloquecidos de dolor, se decidían a embestir. En 1928 al general Primo de Rivera se le ocurrió invitar a una elegante dama parisina, hermana de un ministro francés, a una corrida de toros en Aranjuez. Cuando la dama empezó a ver la sangre brotar a borbotones, los intestinos de los caballos caer a su lado y los petardos estallar dentro de los toros, casi le dio un patatús de tanta repugnancia e indignación como le produjo el espectáculo. El general, avergonzado, ordenó al día siguiente que se cambiase el reglamento taurino, suprimiendo los aspectos que más pudieran escandalizar a los extranjeros, a quienes se suponía una sensibilidad menos embotada que a los aficionados locales.

Los toros pertenecen a la misma especie que las vacas lecheras, aunque no hayan sido tan modificados por selección artificial. Son herbívoros y rumiantes, especialistas en la huida, no en el combate, aunque en la corrida se los obligue a defenderse a cornadas. Los taurinos dicen que la tauromaquia es la única manera de conservar los toros "bravos". Pero hay una solución mejor: transformar las dehesas en que se crían (a veces de gran valor ecológico) en reservas naturales. Algunos añaden que, puesto que no se ha maltratado a los toros con anterioridad, hay que torturarlos atrozmente antes de morir. ¿Aceptarían estos taurinos que a ellos se les aplicase el mismo razonamiento?

Los amigos de la libertad nunca hemos pretendido que no se pueda prohibir nada. Aunque pensamos que nadie debe inmiscuirse en las interacciones voluntarias entre adultos, admitimos y propugnamos la prohibición de cualquier tipo de tortura y de crueldad innecesaria. Si aquí y ahora hablamos de la tauromaquia, no es porque sea la única o la peor forma de crueldad, sino porque su abolición ya está sometida a debate legislativo en Cataluña. Si allí se consigue, el debate se trasladará al resto de España y a los otros países implicados. No sabemos cuándo acabará esta discusión, pero sí cómo acabará. A la larga, la crueldad es indefendible. Todos los buenos argumentos y todos los buenos sentimientos apuntan al triunfo de la compasión.

Ahora me toca a mí. Todos mis lectores habituales sabrán ya a estas alturas que soy un profundo aficionado a la Fiesta Brava, y de hecho tengo el honor de pertenecer a una familia como la mía, que brilla por sus toreros aficionados, empezando por mi abuelo, José Alfredo Bullard, miembro fundador de la Asociación de Toreros Aficionados (ATA), de la que pronto voy a escribir una nota; José Ignacio Bullard, que participó en el cartel de aficionados del festival de Acho del año pasado, y que ha sido premiado en Ecuador por su talento con capote y muleta; o mi tío Rodrigo Bullard y mi padre, que siendo los menos profesionales de la cuadrilla, nunca han tenido que extrañar los aplausos en cada una de sus apariciones en el ruedo. Así que, para mí, toros y vino tinto, por favor, y unas rumbas para caldear el ambiente. Aquí va mi "Respuesta a Mosterín", tal y como la escribí en la respuesta al correo de mi madre:

Bueno, pero Mosterín también cae en algunos vicios argumentativos (de hecho, cualquier argumentación lo hace, de un modo u otro). Claro que él parte de una noción bastante ambigua, que es la del progreso moral universal, tal y como lo defendió Darwin, según el cual todas las sociedades progresan éticamente hacia una moral universal fundamentada en la compasión. Y este argumento sobre el que se basa Mosterín es harto debatible; después de todo, implica que una moral es superior a otra, lo que es decir que una serie de prácticas son mejores que otras, que es decir que unas sociedades son mejores que otras, y de ahí al etnocentrismo (que es una de las malas tendencias que occidente no se cansa de repetir) y a la intolerancia. Yo, por lo menos, creo que invocar universales es siempre un error: mucho más atinado me parece situar las definiciones que hacen la disputa dentro de un enfoque o contexto determinado. Una sociedad, con sus códigos éticos y todo lo demás, no es superior o inferior a otra, sino sólo diferente; el problema es cuando dos sociedades se encuentran, ya que lo que una considera la Verdad no va de la mano con lo que la otra entiende por la misma palabra, y entonces una (la más poderosa, normalmente) va a imponerse sobre la otra. Si buscas casos en la historia, vas a encontrar miles: desde las guerras griegas y las conquistas romanas hasta la aparición de los medios de comunicación masivos, o la de Internet. Siempre hay un discurso que trata de adaptar los discursos "menores" a sus prejuicios, intenciones y creencias. Por eso es tan fuerte el debate entre el respeto a la tradición y las posturas que proponen una ética absoluta y que se oponen a toda práctica que ELLAS consideran "despreciables", "crueles" o "inhumanas" (meras palabras, que se definen DESDE un sistema de creencias que, normalmente, las considera universales). De nuevo: no se trata de que una sociedad, o un discurso, sea mejor que otra, sino que es diferente. Y, luego, entra el gran problema del respeto a los derechos ajenos y la tolerancia, que es materia de otro debate.
En todo caso, creo que es mejor, aún para un toro, morir en el ruedo que en un sórdido y sucio camal, ¿no? De todos modos, el destino del animal va a ser el mismo. Soy el primero en defender que los animales tienen derechos, pero eso no deja de significar que esté justificado el matarlos bajo ciertos parámetros y vedas. Una cosa es la organización institucional de los toros en la fiesta brava, y otra muy distinta legalizar la caza de ballenas durante diez años (que es lo que ha propuesto el CBI, para tomar una resolución en junio): lo primero, ya lo dije, responde a una organización articulada en vistas a una serie de características propias de la fiesta: fechas, tiempo de crianza, etc. Lo segundo requiere tomar en cuenta otros factores: estado de amenaza de las especies, rutas y temporadas migratorias, etc. Todo muy específico. En otras palabras, un contexto radicalmente distinto. Y así en lo que refiere al trato de cada especie.
No sé lo que pienses de mi argumentación. De todos modos, se mueve en las mismas aguas que la de Mosterín. En filosofía, yo soy de los que defienden que no se trata de cuál sea LA verdad, independiente de todos los pormenores, sino que los segundos definen a la primera. Como ya dije, hablar de universales me parece un error; y, en ciertos casos, de un error peligroso.

Después de esto, hay mucho que agregar a mi postura (y seguramente a la contraria también), pero nada que decir por el momento. Bueno, quizá un breve pero bien clavado "Olé". A ver quién brinda conmigo.

miércoles, 5 de mayo de 2010

El Pasolini que conozco


"¿El lobo tendrá una sonrisa?"
Pier Pasolo Pasolini

Su rostro hablaba por él: de perfil afilado, rasgos agudos, arrugas marcadas, impecablemente peinado, la boca fruncida en un gesto de duda incomforme y los ojos, algo irritados por el cansancio y enmarcados por las ojeras, proyectados en una mirada llena de un firme deseo por devorarlo todo, sin bajar ni por un solo instante la afilada hoja de su siempre limpia y precisa crítica. No, señores: nunca me cansaré de escribir o de hablar sobre Pier Paolo Pasolini; ni, mucho menos, de plantarme frente a una pantalla a mirar sus películas, o sentarme a leer sus libros, aunque el atrevimiento me cueste dejar mis manos sin una sola uña.
Fue, quién lo podría dudar, una figura llena de paradojas e incógnitas. Un hombre apasionado, pero cuyo pensamiento era fino y agudo como el funcionamiento de una máquina; que destilaba un pesimismo amargo e irresistible, pero no cesaba en su lucha por ver brillar la tímida luz de la esperanza en algún punto del negro horizonte; una figura sombría que, sin embargo, reía y bromeaba con una entrega absoluta. Y, esto ya casi no es necesario repetirlo, un genio indiscutible, una de las mentes más fascinantes, sórdidas, totales, terribles e incansables de todo el siglo veinte, y aún de la Historia.
He de confesar, de paso, que la noche que conocí a Pasolini fue traumática. Serían las dos o tres de la madrugada, y yo (para variar) no podía dormir. Así que decidí que esa noche, en lugar de leer, podía ver una película, aunque no tenga la costumbre de hacerlo solo. Hacía mucho que quería ver algo de Pasolini, y tenía una de sus películas en casa: nada más ni nada menos que Teorema. Bueno, quienes han visto la película comprenderán lo que sucedió. Cuando dieron las siete de la mañana, yo seguía despierto, con los ojos como platos, y había dejado el paquete de cigarrillos casi vacío, presa de una angustia existencial de lo más cruda y desgarradora, como no la había conocido desde que leyese La náusea de Sartre (obra con la que guarda mucha relación, dicho sea de paso). Y, sin embargo, desde ese momento yo ya sabía que ésa era una de las mejores películas que había visto en mi vida, y que había ingresado a la lista de mis favoritas de un solo empujón.
Luego vinieron otras, y no dejo de sorprenderme por la magnitud, la fiereza, la sordidez y la agudeza crítica y estética de este hombre. Claro que, de paso, aprendí que Saló o le centovente giornate di Sodoma era una experiencia aún más traumática por la que no había pasado (y, por más que la haya visto cuatro veces, la experiencia siempre es un poco más dura), pero ese tipo de detalles son, precisamente, los que hacen que nos sintamos atraídos por la obra de un autor que no pone reparos en desnudar algunos aspectos de la realidad para que nosotros nos peguemos un tiro, o demos la vuelta por completo a todo lo que pensábamos y creíamos.
Casi puedo imaginar el encuentro: en un café, él con un par de tomos y el periódico de su lado de la mesa y yo con un libro del mío, con las tazas de espresso entre ambos y el cenicero llenándose de mis colillas. Tendría que esforzarme por esquivar los temas de política, pero al menos habría mucho de qué hablar en terrenos más afines a ambos: la literatura, el cine, la filosofía, la historia... Con algo de suerte, hasta podríamos soltar una que otra risa. Fuera, en la calle, una lluvia como ésas que nunca se ven en Lima.
Pero sé que esto es imposible: Pasolini fue asesinado en Ostia en 1975, y yo nací trece años después en un rincón bastante lejano en el mapa. He tenido el honor, el verdadero placer de conocerle, y él en cambio ha tenido el privilegio de nunca escuchar mi nombre. Pero soñar sale barato, y a veces es gratificante. Y, de todos modos, tengo a este hombre único en su especie para admirarlo, ponerle un "San" delante del nombre y levantar, cada vez que pueda, copas, jarras y botellas por él.
Pero no quisiera cerrar esta nota sin dejar escrita una impresión más: y es que Pasolini, por más de un motivo, bien podría haber llevado con toda justicia esa frase memorable del testamento de Bergson: "He querido permanecer entre los que mañana serán perseguidos".

En la imágen: Pasolini de pie ante la tumba de Antonio Gramsci, al que tanto admiró. Un desencuentro entre dos genios.

Una invocación a Ramón Gómez de la Serna


Sé que no muchos piensan como yo, pero la pura verdad es que Ramón Gómez de la Serna (o "Ramón", como diría alguno) despilfarraba genialidad por todos los rincones por los que iba pasando. Poeta dentro y fuera del papel, novelista preciso, cuentista escurridizo, greguerista autcreado y burlón. Borges ha recordado en un prólogo que Gómez de la Serna dio conferencias desde el lomo de un elefante y demás extravagancias, que segun su opinión no deben cubrir su magistral obra.
Tengo que convivir con la desgracia de haber nacido en un país que casi no sabe quién es Ramón Gómez de la Serna. Dicho en otras palabras, hacerse con algunos libros suyos es casi imposible. He leído cuanto he podido, y he consultado más de una colección de sus greguerías (según tengo entendido, el mismísimo Ortega y Gasset editó una), pero sólo cuento en mi biblioteca con un tomo suyo, titulado La Nardo, que compré en Buenos Aires, y que además de este relato largo o novelín bien corto incluye unos cuantos cuentos del susodicho, de los que voy a resaltar uno titulado Se presentó el hígado, que es de los mejores del tomo. Otra genialidad (de estilo heideggeriano, quién lo duda) fue titular a su autobiografía Automoribundia, y a ver si me hago con ese libro algún día.
Como escritor, no podemos cuestionar su buen estilo y su humor sarnoso; dicen por ahí que como conversador era igualmente ingenioso y divertido. Ahora les dejo, para coronar esta breve nota con un buen epílogo, un video de Gómez de la Serna, en su función de orador (hace mucho que quería poner este video aquí, en el Café). Como para no perdérselo.


martes, 4 de mayo de 2010

Una velada con Burroughs: "El almuerzo desnudo"


Sucio, grotesco, rebelde, magnífico, mordaz, amargo... en una sola palabra, "inquietante". Creo que es una forma digna de empezar a hablar de un libro como El almuerzo desnudo, el que muchos consideran la opera magna de William Burroughs (personaje que, dicho sea de paso, fue bastante fiel a su retrato literario, y que supo muy bien, y hasta acaso demasiado todo éso sobre lo que escribía).
Ahora bien: yo creo que todos los revisionistas de la literatura del siglo XX tienen un quebradero de cabezas pendientes con la obra de Burroughs, en vista de que las palabras se les van quedando algo cortas. Y el día de hoy, yo todavía insistiré en cuestionar acerca de si es podemos llamar al Almuerzo desnudo una novela, como es usanza común entre las gentes. ¿De qué trata el libro? Según Burroughs, son sus reflexiones y apuntes, el maremoto de percepciones y alucinaciones que, como un demonio sonriente y ebrio, sobrevivieron a los quince años en que el autor se entregó, sin remordimiento alguno, a meterse todo lo que un ser humano podía meterse, desde las clásicas como la marihuana o el hash, pasando por las fuertes calibre "cocaine" o heroína, hasta las de nombres extraños aún para los más entendidos con la materia, variantes de opiáceos y demás, sin excluir la nuez moscada. Y creo que no estará de más señalarlo: la lectura de este libro es lo más parecido al efecto de las drogas que he encontrado a lo largo de mi vida.
Pero eso no es todo: El almuerzo desnudo es un viaje atrevido y sin miramientos de ninguna clase (la moral y el buen gusto hay que dejarlos a la entrada, por favor) por todo ese lado grotesco, irracional, inhumanamente humano y demencial que corre por entre las venas del hombre y de la sociedad por igual. La putrefacción, la violencia, la perversión, el horror y la sexualidad sin fronteras bajo una mirada que no teme dejar los prejuicios de lado. Caos y belleza, en pocas palabras, y muchas náuseas y carcajadas.
Eso sí: léase con cuidado. Burroughs no debe su inmortalidad sólo a la amplia gama de temas políticamente incorrectos que levantó sobre pilares de mármol, declarándolos un fenómeno estético. No: Burroughs fue un escritor duro y crudo, pero muy fino, con un fuerte sentido de la estructura y la limadura y, por si fuera poco, muy cuidadoso. El mismo Bukowski, de hecho, que compartió esta misma clase de genialidad contra toda apariencia y que, en general, despreció a los escritores de su generación en general y a los relacionados al movimiento beatnik en particular, nunca supo dar una palabra en contra de Burroughs, que yo recuerde. Sólo viene a mi memoria, de la vasta obra de Bukowski (que, hay que advertirlo, no he leído por completo aún), un capítulo de su novela Mujeres, le dicen a Chinaski (el álter-ego de Bukowski) que Burroughs está hospedado en el mismo hotel, y le preguntan si quiere conocerlo. Chinaski se niega, y nadie dice nada; pero después, mientras se dirige hacia su habitación, cruza frente a la puerta abierta de otra: dentro, mirando por la ventana, está Burroughs, que se vuelve hacia Chinaski. Ambos escritores cruzan sus miradas en silencio, y luego cada cual vuelve a lo suyo, sin haberse dicho nada. Pues eso: un silencio respetuoso. Ni flores ni escupitajos, pero respeto de por medio.
La maquinaria narrativa de Burroughs es complejísima. Por poner un ejemplo, una lectura atenta permite notar que el libro vuelve una y otra vez hacia ciertas imágenes, ideas y palabras, que van construyendo una serie de posibles cadenas de significado y Leitmotivs, probablemente bajo la influencia de nada más ni nada menos que el Ulysses de Joyce. Esto es significativo, sobre todo, por el recurso del lenguaje, que se las ingenia para ordenar el caos con tanta precisión: una estructura muy fina para un edificio grotesco, como un cuadro de Francis Bacon. Otra influencia que creo percibir en el libro es la de Dante: El almuerzo desnudo huele, ciertamente, a Infierno, pero tiene miles de detalles estructurales y temáticos que hacen pensar, definitivamente, en una obra total y envolvente, al estilo de la Commedia, donde no quede un tema que sacar a relucir, así sea mediante juegos de palabras. En este sentido, ¿quién es Dante, quién es Virgilio, quién es Beatriz? Bueno, se puede jugar con las posibilidades, pero me gusta pensar que Dante somos nosotros, los lectores, guiados por Virgilio Burroughs a conocer el Infierno sin paraísos donde reinan la droga y los excesos (Beatriz o Dios), y donde hablar de la "dignidad humana" no tiene ni el más mínimo de los sentidos.
¿Una lectura recomendable? Puede ser, pero para cierta clase de lectores. Yo, en particular, la tengo en un lugar privilegiado, pero requiere de un tipo de sensibilidad muy especial, no sólo para entenderla y soportarla, sino también para disfrutarla. Yo no sé lo que pensará la mayoría, pero no temo equivocarme al afirmar que William Burroughs es, definitivamente, uno de los grandes genios literarios del siglo pasado, además de uno de los pocos capaces de dar una vuelta de tuerca más, y aún dotada de originalidad, a lo que Henry Miller y el existencialismo habían dejado sobre la mesa de juego. Ya lo dije antes: léase con cuidado.
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