Y sí, señores, esa es la expresión: "Qué asco". Nuestra maravillosa sociedad progresa, bajo la tierna y vigilante mirada de una ética cada vez más internalizada (resaltemos eso de la vigilancia) hacia una utopía de gente sana, segura de su propia vida y de los años que le quedan por delante (ya fuiste, Matusalén). El antitabaquismo sonríe, bien sentado sobre la carcasa de su enemigo, al que ve cada vez más reducido, casi agonizante, esperando a que deje escapar la vida de sus demacrados pulmones. Repito: qué asco.
Todo el mundo lo sabe: soy un tenaz y siempre agudo opositor y crítico del antitabaquismo tal y como se está desarrollando en el mundo. Pero cabe señalar, también, que no soy un apologista de su opuesto: jamás defenderé el consumo de tabaco, ni sus posibles efectos, ni nada similar. Pero mucho menos aún voy a atacarlo; y jamás, pero lo que se dice jamás, voy a caer en la mezquindad, en el profundo espíritu de carnicería y sadismo que empuja al antitabaquismo, que cada vez pasa por alto más y más los límites de lo moral... ¡en nombre de la moral!
Repasemos un poco el estado de la cuestión: el consumo de tabaco afecta tanto a la salud propia como a la de los otros, y permitir el consumo de tabaco en lugares públicos es un atentado contra la salud y la integridad ajena, de ese "otro" que no tiene por qué verse afectado por los vicios de otro grupo. En otras palabras, estocada en el pecho a los Derechos Humanos. Bien, bien... ahora demos la vuelta a la moneda.
El no-fumador antitabaquista (que no es necesariamente el no-fumador a secas) tiene muy en claro que el consumo de tabaco debe ser alejado, reducido, o mejor aún erradicado del todo. Nada de humo en los lugares que frecuenta, ni siquiera en bares y discotecas (donde no fumar es, para el fumador, un verdadero martirio). Algunos Estados, en nombre de alguna preocupación que, ténganlo por seguro, refiere a terceros, se pone de su parte, y pronto hay leyes que prohiben el consumo de tabaco. ¿Los otros, los que creen que el vicio es tan humano y digno como cualquier otra cosa? Pues lo siento mucho: nada de nada. Si quieren poder acceder a determinados espacios, se dejan la cajetilla en el bolsillo, por favor, y no hacen escándalo. ¿Por qué? Porque, como fumadores, no tienen derechos. Y lo digo así de abierta y francamente: el fumador es un paria, un ser que puede ser discriminado con toda justicia, y que no merece ni una gota de tolerancia, ni siquiera de educación para con ellos: ni un "por favor, ¿podría apagar el cigarro? Es que el humo me molesta", sino un directo, tajante y ofensivo: "Oiga, apague esa mierda, ¿no ve que está prohibido fumar?" Y no importa si no hay cartel alguno que indique que, efectivamente, está prohibido fumar: para los antitabaquistas es lo mismo; y, como la ley los apoya, ¿qué se les va a decir? Pues nada, si no se quiere hacer problemas a nadie, de paso que arruinarse la tarde a uno mismo. Silencio y resignación. Qué asco.
Y ojalá y eso fuese todo el cuento, pero no. La historia empieza a adquirir el tono de 1984 o La naranja mecánica cuando, de pronto, empieza el bombardeo psicológico. Porque el antitabaquismo, que está convencido de tener la razón absoluta acerca de lo que deben ser las vidas de todos los hombres, no tiene el menor escrúpulo de hacer de la discriminación de la que ya sufren los fumadores todo un pabellón de fusilamiento. Basta recordar a Hitler para hacerse una idea de lo eficaz que puede ser el filo de la publicidad, cuando se la sabe esgrimir bien: ya no sólo se trata de las fotografías que aparecen en los paquetes de cigarrillos (en el Perú, imágenes de bocas con cáncer; en otros países hay cosas más pornográficas aún), sino también mensajes de radio, manipulación de imágenes y demás (recordaré, una vez más, la fotografía que aparece en el techo de la sala de fumadores del aeropuerto de Berlín, que si no me equivoco es de ése, en la que se ve el agujero de una tumba, con el cielo del otro lado, y un sacerdote dando sus últimas bendiciones). Lo que trato de decir es bastante sencillo: haciendo un gran esfuerzo, podría llegar a entender (aunque no estaría de acuerdo con ello jamás) el que se prohiba el consumo de tabaco en los lugares públicos, pero... ¿es necesario, además, hacer adoctrinamiento? Y, peor aún, hacerlo recurriendo a trucos tan bajos como la manipulación subliminal, el bombardeo psicológico-moral, la acusación, la construcción de un discurso donde ser fumador equivale a ser ya no sólo un idiota sino además un ser repugnante. E insisto: todo esto, en nombre de la ética y del Bien de la Humanidad. Qué asco.
Los antitabaquistas están convencidos de ser el centro de la existencia, de llevar la razón absoluta y de ser, por ende, superiores a ese montón de viciosos retrógradas que insisten en atentar contra la vida. Si no fuera así, no se sentirían justificados a hacer todo lo que hacen, y serían un poco más respetuosos con los que piensan de forma distinta a ellos. Porque esos "otros" (hay que recalcarlo, porque hay quienes no se dan cuenta) siguen siendo seres humanos, y tienen también el derecho a disfrutar de los espacios públicos como les de la gana. ¿Por qué eliminar del todo los espacios para fumadores de los lugares públicos? ¿No tenían suficiente con la victoria que lograron al reducirlos? ¿Por qué tratar de manipular a los fumadores a través del discurso ético, y valiéndose de las técnicas más ruines de la publicidad y los medios masivos de comunicación? ¿Es que acaso una sociedad homogeneizada, donde todos valoren la salud, es el Paraíso? ¿Justifica eso el control, el ataque, la pornografía publicitaria y dogmatizante? ¿Hay que sancionar, corregir? Oigan, que las preguntas de este tipo sólo pueden reproducirse, ponerse unas sobre las otras, como un reclamo de justicia y de tolerancia, palabras que hoy en día los antitabaquistas reclaman para sí, sin posibilidad a reclamos. Qué asco.
¿Un breve repaso de lo dicho? Bien: control, manipulación del discurso ético, intolerancia, discriminación, silenciamiento, dogmatismo, censura... Casi suena a índice temático de un libro sobre la Segunda Guerra Mundial (capítulo cinco, digamos: "El partido Nazi y la estrategia de Hitler"). O al block de notas de algún escritor tipo Anthony Burgess, Michel Foucault, George Orwell o Gore Vidal. ¿A qué me suena todo este cuento? A que tendríamos que dejar de lado la hipocresía y echar a la basura los consabidos Derechos Humanos, ese montón de mierda que no sirve para nada, como no sea para favorecer a unos a cuesta de otros. A que, como vengo repitiendo desde hace mucho, la salud está sobrevalorada hasta las náuseas. Qué asco.
En un día como éste, en que millones de personas celebran la discriminación y la injusticia, yo quiero hacer un llamado hacia la reflexión y, quizá, hacia un nuevo discurso de tolerancia, que vuelva a poner en tela de juicio lo que empezamos a entender como lo ético, lo bueno y lo malo, un juicio que por sí mismo no vale nada, como no sea aplicado a algo más. No hay nada que sea, por sí mismo, ni bueno ni malo: eso es construcción social del discurso. Fumar tampoco. Y llamo, también, a notar que quienes fuman son otro puñado de seres humanos, con integridad y derechos como cualquier antitabaquista de su montón; y si existe un día del no-fumador, ¿por qué no hacer las cosas con justicia y declarar otro para los fumadores? Qué, ¿las señoras se escandalizan? ¿Y Fernando Vivas también? ¿Y por qué los fumadores no? Dicho todo esto, me retiro por una taza de café (adivinen con qué voy a acompañarla) y le dejo al que le interese este montón de temas y preguntas, a ver si la situación empieza a tornarse un poco menos nauseabunda, y despótica. La blancura perfecta no es humana; las manchas, la suciedad, sí. A ver si la fiesta termina pronto, y los hombres podemos volver a las calles sin temor, sin ser señalados en cada esquina y en cada café, sin tener que repetirnos paso a paso, con desgarro, esas dos palabras: "Qué asco".