viernes, 11 de noviembre de 2011

¿Acaso no siguen matando a los caballos?


Hoy terminé de leer una novela, que es extraordinaria desde su título: ¿Acaso no matan a los caballos?, del gran Horace McCoy. ¿De lo que va? Básicamente, es la historia de un hombre y una mujer (que, se nos revela desde el principio, él ha matado) que, frustrados ante su poco éxito en conquistar el Sueño Americano, deciden tomar parte en una de esas "maratones de baile", tan populares en los años 30 en los Estados Unidos, donde tienen que bailar eternamente, con escasos 10 minutos de descanso cada cierto tiempo, hasta que quede una sola pareja en pie, la ganadora. Y, claro está, sirve para reflejar una cultura en lo que todo lo que importa es, en todos los planos, el "show": los valores, la humanidad misma, reducida a la portada de una revista, a los aplausos, al sueño eternamente hecho pedazos mientras un mar de sonrisas sigue consumiendo. Hasta se dice que Sartre, el gran Jean-Paul Sartre, se quedó tan fascinado con este libro que llegó a decir que en Norteamérica también tenían existencialistas. 
Yo nunca he tomado partido por nada ni por nadie sobre terrenos (esperen, que me viene una arcada) políticos, pero no he podido dejar de pensar, mientras leía este crudo y duro reflejo de la realidad, en lo que pasa hoy en el mundo. La posmodernidad, dice Jameson, es la pérdida absoluta de la profundidad, la caída del tiempo ante el mero espacio, la supremacía de la imagen. Y las cosas, vistas así, no han cambiado mucho desde los tiempos en que se escribió esta novela, ¿no? 
El otro día, precisamente, estaba en el maravilloso Café Italiano de la avenida Larco, donde preparan el mejor espresso de Lima, y le comentaba a alguien que lo que más me gustaba de ese sitio era, precisamente, su estilo clásico, su tradicionalismo. Nada de colorinches, ni decoraciones anacrónicas, ni síntomas de sed posmoderna. Sólo un lugar sencillo. 
Ahora bien, sigo pensando y me digo: ¿acaso eso no sigue siendo, vista desde otro ángulo, una imagen? Claro que sí. Como también es cierto que yo puedo ir a sitios, sean bares o cafés, más "modernos" y pasarla de puta madre. Porque el quid de la cuestión no está sólo en el lugar, en las decoraciones, en los objetos. No, hace falta también un público que lo interprete, del modo que sea. ¿Conclusión? Pues nada: que da lo mismo. Francamente, no me molesta lo que piensen los demás, siempre que no vengan a meterme sus reflexiones en la taza de café, ni me las susurren a gritos en la barra de mis tabernas preferidas (osea, siempre que respeten la básica ley del "No me jodas"). 
Ahora bien, es interesante ver lo que pasa cuando llevamos esta cuestión, la de la posmodernidad o como quieran llamarle, a otros ámbitos. Si seguimos lo planteado por Jameson, y pensamos en lo que sucede, por ejemplo, en el mundo de la prensa... Yo jamás he trabajado en un periódico, pero sí en varias revistas, y sé que la imagen es, cuando no muy importante, sí lo más. Y ojo, que cuando hablo de "la imagen" me refiero no solo a las fotografías, sino al texto mismo, a los nombres que figuran en él, al formato general de la publicación. En fin, al todo compuesto, que es una de las piezas claves del éxito editorial de una revista. 
Y la prensa... pues tiene otra clase de consecuencias. ¿Qué es lo que busca el público? ¿Información o una "imagen"? ¿Un artículo de profundidad o una primera plana? Son preguntas que me hice hace unas horas, y que ni siquiera he intentado responder (por pereza, de un lado, y por mi profundo escepticismo del otro, de paso que por algo de indiferencia al respecto), pero que creo dignas de ser traídas a colación. Hoy, que el Internet nos permite construir una maravillosa maqueta, una imagen soñada o imaginada de lo que (creemos que) somos, ¿qué es eso a lo que llamamos, tan sencilla y superficialmente que ni pensamos en todo lo que implica, "realidad"? 
Lean ¿Acaso no matan a los caballos?, lean a Horace McCoy. Con un talento narrativo de primera línea ha conseguido reflejar no sólo la profunda desolación de los tiempos y la sociedad en los que le tocó en suerte vivir, sino también esa en la que todos, de una forma u otra, nos hundimos, a veces sin enterarnos. Gajes de la posmodernidad, que le llaman. 

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