"El sistema de la nada nunca me ha
asustado: es consolador y simple."
M. de Sade
Diálogo entre un moribundo
y un sacerdote
Tras atravesar un pasillo oscuro, mal iluminado por un fluorescente defectuoso bajo cuya luz, blanca y mortecina, se podían distinguir algunos estantes pegados a las paredes, cubiertos de libros viejos y gastados, de tapas duras, el sacerdote llega a la puerta del moribundo. Huele a moho, a polvo y a humo guardado. Toca una vez, y nadie responde. Se persigna y toca una segunda vez, pero nadie responde. ¿Ha llegado acaso muy tarde? Impasible, el sacerdote toca la puerta por tercera vez, y una voz rasposa y grave le responde con un grito: "¡Vete a la puta mierda!". Se siente palidecer por unos instantes, pero aún así pone la mano sobre el pomo de la puerta y abre. Dentro hace calor, huele a humo de tabaco y a suciedad humana. Tumbado sobre su cama, el moribundo fuma un cigarrillo, echando las cenizas directamente sobre el suelo. A su lado, sobre la mesa de noche, hay una petaca bastante gastada. El moribundo lo mira con cara de estar pensando "¿Y tú qué carajos quieres?", a lo que el sacerdote respondería, seguramente, "Tu salvación, tu alma". Este es el diálogo que mantuvieron:
S: Buenas noches, hijo.
M: No tan buenas.
El sacerdote se persigna y le ofrece la cruz. Con una sonrisa sarnosa, el moribundo se rasca la entrepierna y, señalando la petaca, le ofrece un trago al sacerdote.
M: Guarda tus maderos, viejo. Échate un trago, si quieres. Sabe mejor.
S: No, muchas gracias. He venido aquí a ofrecerte la gracia del perdón, la salvación en el reino de...
M: ¡Sí, sí...! Me conozco el cuento. Insisto en que deberías tomarte un trago. Es bourbon del bueno, lo juro.
S: Pero hijo, ¿cómo es posible que en estos, tus últimos momentos, prefieras entregarte al vicio y la perversión, en lugar de rogar al Señor por el perdón de tus faltas?
M: ¿Perdón? ¿Y yo por qué tendría que pedirle perdón al señor ese? Si ni siquiera me lo he cruzado una vez en toda mi puta vida.
S: ¿No sabes que todos nacemos de Él y somos en Él, con Él y por Él?
M: ¿En serio? Pues qué metiche insoportable...
S: ¿Cómo dices?
M: Que le voy a pasar la factura, al muy cabrón. Dile de mi parte que más le vale no toparse conmigo, o lo voy a moler a golpes.
S: Pero desgraciado... ¿que cosas terribles estás diciendo?
M: Que yo recuerde, nunca pedí a nadie la vida. Antes de darme cuenta, ya estaba hundido hasta la frente en este mundo. Y nunca me quejé. Ya que había que ponerse en cuatro ante el estado de las cosas, pues yo hasta sacudí un poco el culo. ¿Y qué es la vida, sino un montón de miserias y dolores reales, más algunas pequeñas distracciones entretenidas pero bastante estúpidas y superfluas, con los que la vamos pasando, sufriendo y riendo en vano, hasta que llega el momento de decir hasta nunca, ya me voy, y nunca supe ni por qué llegué?
S: Todos hemos venido al mundo por algo. Todos tenemos una parte en el Plan Divino...
M: ¿Ah sí? ¿Juega al ajedrez, entonces? ¿Y tú que eres? Alfil, probablemente. De torre no tienes mucha pinta. En cuanto a mí, no me han podido dar algo mejor que peón. Tal vez soy la ramera que se turnan los peones.
S: No es así, es...
M: La broma del siglo, sí señor. Mira con todo lo que tenemos que cargar sólo para que el cabrón ese se juegue una partida.
S: ¡Que no! ¿No entiendes que fuimos creados por Amor? ¿Que Dios ama por igual a todos y cada uno de los hombres? ¿Que Dios es Amor?
M: Claro... seguramente fue el amor el que movió a diosito a sacar a Adán a patadas del Edén, y sólo porque el muy cabrón se atrevió a querer saber algo más de lo que le habían dicho que supiera. A mis ojos, tu dios se parece, más que a un bondadoso abuelito, a uno de esos peces gordos que dominan la economía mundial y que no pueden dejar de ver a los individuos como números en un plano cartesiano. O, sino, como uno de esos grandes empresarios, que jura a sus empleados que son como una gran familia, y quizá y hasta les mande un pavo por navidad, pero que no dudará en poner en la calle al primero que trate de saber demasiado, o que levante la cabeza más de lo que a él le conviene. No es un dios muy cariñoso... más bien, yo diría que es celoso de su poder, inseguro de sí mismo, temeroso ante la mera posibilidad de que alguien quiera ser mejor que sí mismo. Necesita tener al mundo en la ignorancia para tenerlo dominado. Tu dios no es amor... es control.
S: ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? ¿Crees tú que las cosas han sido creadas en vano, o por vanidad? ¿Que los hombres no tenemos una Misión Sagrada que cumplir? ¿Que la vida es una gran nada?
M: La vida es como un cigarrillo: se consume rápido, da algo de placer, hace otro poco de daño, y al final no deja otra cosa que humo y ceniza. ¿Y de qué misiones me hablas? Yo no creo que los niños que mueren de frío o hambre en el mundo estén muy satisfechos con el amor de su creador. ¿Qué misión podrían tener ellos, si mueren antes de saber su nombre?
S:... Pues a ellos les está reservado un lugar en el Reino, donde....
M: Donde la pasarán muy bien bailando la macarena. Vamos, viejo, admitámoslo: esos son consuelos para las viejas que no pueden ver más allá de sus abanicos y para todos esos miserables que necesitan creer que su vida vale algo más que un puñado de polvo.
S: ¿Crees que tu vida vale lo que un puñado de polvo?
M: ¿Mi vida? No, no llega a tanto. El polvo está bien cotizado en el mercado del cielo.
S: Hombre de mala fe, ¿no te das cuenta del error que cometes? ¿Por qué no dejas que el Señor sane tus heridas y te haga descansar la cabeza sobre Su hombro?
M: ¿Descansar? Oye, me estoy muriendo. Dentro de poco ni siquiera necesitaré descansar.
S: ¿Y qué es lo que esperas después de la muerte? ¿Acaso la desesperación del vacío y la nada?
M: ¿Desesperación? ¿Pero de qué me estás hablando? No se puede desesperar si no hay nada de qué desesperar. Esa es la ventaja de la nada: es tan radicalmente sencilla, tan cojonudamente simple...
S: ¿No temes perderte a tí mismo? ¿No buscas la salvación de tu alma?
M: ¿Mi alma? ¿Y qué carajos es eso del alma? Yo creo que es un mal invento de los que exageran sus sentimientos, un consuelo para los que tienen demasiado miedo a morir. Un cuento muy malo, además. ¿Alma? Valemos más como rancho de gusanos que como parte de la corte de dios; por lo menos, ahí no nos tragamos el cuento de nadie.
El sacerdote, agotada su paciencia, se levanta. Nunca se ha sentido tan insultado, ni se ha visto confrontado alguna vez con tanta necedad. Antes de marcharse, sin embargo, y sabiendo que debía ser más fuerte que sus sentimientos heridos, dijo:
S: Puesto que no deseas tomar la mano que el Señor te tiende, me marcharé. Pero recordaré tu nombre en mis oraciones, y le pediré al Señor que tenga piedad de tu alma.
M: Porque no sé lo que hago, como los que crucificaron a Jesús, claro. Haz lo que quieras, que al fin y al cabo es tu vida, y a mí me da lo mismo, mientras no vengan a tocarme la puerta. Si crees que decirle un montón de palabras vacías a un par de tablas que cuelgan de una pared sirve de algo...
S: ¿Tienes algo mejor, acaso?
M: Por supuesto que sí.
Y diciendo esto, dio la última calada a su cigarrillo y tomó un largo trago de la petaca. Después de eso, se derrumbó sobre la cama y empezó a toser violentamente. El sacerdote, sin saber qué hacer, empezó a dar gritos, llamando a alguien. Pero nadie vino. Y escuchó, entre las toses de agonía del moribundo, unas palabras, articuladas con dificultad, pero muy claramente:
M: Esto es lo que tengo. Los dolores y placeres de morir y haber vivido. La plenitud de mi patetismo. Mi humanidad.
Dicho esto, al fin el sujeto murió. En cuanto al sacerdote, pues lo que haya sido de su vida después de este momento no nos importa ni en lo más mínimo.
Con mucho cariño (y poco talento) para mi compadre Jorge Chávez, mester de paganía y honroso compañero en estas sendas baldías de los que vivimos sin techo ni religión, de paso que de esas largas lecturas del Marqués de Sade (para el que hay un guiño obvio en este texto). Por lo demás, pues que me cago en el semen derramado de Cristo. ¡Jodido dios!