lunes, 30 de mayo de 2011

¿Un buen monólogo? Pues "el macho español"...

Hoy, como otras veces, no redundaré en palabras vanas. Lo diré en dos patadas: que no tengo ningún tema en particular del que hablar esta noche, y que vengo más cansado que galán porno después de grabar un trío de cinco horas con Sasha Grey y Noemí Russell estilo mano a mano (bueno, tal vez no tan cansado). Pero para no desalentar a la peña, pues de todos modos paso a saludar rápidamente, a echar por aquí estas cuatro palabras y, ya que andamos en estas, pues para dejar al paso un video que, espero, sirva para que los que caigan por aquí se echen unas cuantas carcajadas, igual que yo lo he hecho viéndolo. Sí, sí... me va la onda de los monólogos, y creo que entre Inglaterra y España se manejan el mejor stand-up comedy de este ancho mundo (ahora, que nombres ni me pidan, porque no soy erudito ni nada... aunque en lengua hispánica también recomiendo a Luis Piedrahita). Ya volveré yo a la carga otro día de estos, que hoy me tienta más tumbarme a leer tranquilamente en mi cama -si la escoliosis no se empecina en joderme la vida, claro. Pero nada de caras largas, eh, que esta noche toca Agustín Jiménez haciendo la de "El macho español". ¡Coño! 


sábado, 28 de mayo de 2011

La del sábado: Chicho Sánchez Ferlosio - "A contratiempo"

Otra semana va quedando elegantemente enterrada en el polvo de los tiempos perdidos, y nosotros seguimos de pie sobre el mascarón de la balsa, a la espera de lo que nos traiga el viento -aunque sean más resacas. Vaya manía esta de seguir viviendo, por muy absurdo que pueda verse todo una mañana de resaca, y mucho más aún en todas las demás (como decía San Bukowski, "es mejor la resaca que el manicomio"). Total, que si entre sábado y sábado nos estamos armando una Crónica Musical de las Resacas Universales, no puede faltar en ella temazo que he traído a sonar esta tarde que se cae como los bordes de una hoja seca. A contratiempo es una de esas canciones que te van desollando de a poquitos, que se clavan lenta pero persistentemente en nuestra fibra más sensible, mientras masticamos su nada sutil poesía. Un día de estos me voy a mandar con una nota sobre el hombre que la escribió, Chicho Sánchez Ferlosio, pedazo de genio cabrón que se tomó muy en serio eso de que la pluma es más poderosa que la espada, y la guitarra más que una catapulta medieval. Pero eso, que quede para otra tarde: el día de hoy, resignémonos al sofá, la taza de café y la propgramación del fin de semana, a la espera de que vuelva a asentarse la noche sobre la ciudad. Este cuento aún no termina, ni parece tener intenciones de hacerlo algún día. Mientras sea necesario, pues nada: seguiremos bailando.


Los de Catulo... qué tiempos aquellos


Recuerdo que una noche o una tarde, ya no sé si compartiendo unas copas o unas tazas con unos amigos, surgió un tema interesante. Uno de los muchachos -ya ni recuerdo quién. Perra memoria- preguntó de pronto a los presentes: "Si hubieran podido elegir en qué época y lugar iban a nacer, cuál hubieran elegido". Uf... pues vaya preguntita difícil. Empezaron a salir respuestas al ruedo: que en los 50s en EEUU para vivir el Woodstock, que lo bastante a tiempo como para estar ahí cuando nació el rock n' roll, que en Paris a mediados del siglo XIX... hasta hubo alguno que hubiera querido nacer en la India de los tiempos de Budha, si la falta de memoria no me engaña. En cuanto a mí, pues no lo dudé ni un instante (aunque qué no hubiera dado yo por vivir la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas): la Roma de los antiguos, el Imperio, donde hubiera sido de los de Julio César -no por preferencias políticas, de las que carezco, sino por amor al personaje-, y donde seguramente hubiera muerto como Petronio, abriéndome las venas después de haber conjurado contra el emperador, sólo que el mío no hubiera sido Nerón sino Augusto. 
Claro que en mi decisión no todo está dictado por la afición histórica. No señor: se trata, también, de elegir una época formidable, cruel y magnífica, donde el placer tenía otros límites y la sangre, también. Francamente, sí me imagino a mí mismo yendo tan camante al Circo para ver el espectáculo, tomando parte en banquetes grotescos en los que sobrara el vino y, después, por qué no una que otra orgía. Adorador de Baco, cómo no. Un mundo, en fin, que ha quedado inmortalizado en una de las mejores literaturas que se ha escrito en todos los tiempos: rica, compleja, infinita, a menudo grotesca, llena de páginas donde soltar una buena y sana carcajada. 
Este es un punto sobre el que siempre he insistido, y seguiré haciéndolo: que no hay que confundirse, porque lo antiguo no tiene por qué ser aburrido, y yo todavía disfruto más leyendo a Virgilio, a Ovidio, a Varrón o, sobre todo, a Petronio que a muchos contemporáneos a los que les sobran las páginas grises y las palabras. 
Hoy, he decidido traer a habitar entre nosotros a uno de los máximos de la antigüedad: el poeta Catulo, maestro de la ironía, la impostura, la irreverencia y, cuando se lo proponía, también de la ternura, como espero lo demuestren de una vez y para siempre los versos que pongo a continuación. No creo en la reencarnación ni en ninguno de sus primos, pero si me equivoco, pues habré pasado una de mis vidas en tan grata compañía en una Edad que brilló como pocas. Seguro. 

CARMEN III
Llorad, tanto Gracias y Cupidillos,
como todos los hombres más sensibles.
El gorrioncito de mi niña ha muerto,
el gorrioncito, joya de mi niña,
a quien amaba más que a sus ojitos;
pues de miel era y conocía, como
la hija conoce a su madre, a su dueña;
nunca se apartaba de su regazo, 
sino que, saltando a su alrededor, 
piaba constantemente para su ama.
Y ahora hace un camino de tinieblas,
hacia un lugar de retorno prohibido.
Sed malditas, malas sombras del Orco,
que fagocitáis todo lo precioso;
me arrancasteis este gorrión tan lindo.
¡Oh, acción malévola!¡Oh, gorrión perdido!
Ahora, por tu culpa, los ojitos
hinchaditos de mi niña se encarnan.
                                                              Catulo

miércoles, 25 de mayo de 2011

Arte (que le llaman algunos...)


Esta es una de esas historias de la vida real que nos sirven para recordar el tipo de mundo en el que vivimos: uno lo bastante genial como para que sobren la estupidez, las situaciones cojudas y, de paso, las risas. No le pasó al amigo de un amigo, al hijo de la peluquera ni al panadero del barrio, sino a un servidor en persona, y es absolutamente verídica. Vayamos a ello:

Corría el año del 2008. Yo, por aquel entonces, vivía en un departamento en Buenos Aires, Argentina, con mi novia (peruana) de entonces, un amigo peruano y una amiga española, más una argentina semi-ocupa que era tan de la familia como cualquiera de nosotros. Pero bueno, eso no viene al caso. El punto es que, como muchos sabrán, en Buenos Aires se celebra una vez al año la Noche de los Museos, en la que todos los museos de la ciudad abren sus puertas al público, y se organizan rutas y colectivos para visitarlos, mientras los músicos salen a las calles y se apoderan de las esquinas y los pastos de la Plaza Francia para dar el toque justo al ambiente. 
Yo me la estaba pasando de la puta madre: aunque me quedé con las ganas de pasar por la exhibición de Xul Solar y el museo dedicado a las víctimas de la dictadura militar, sí me pasé por otros pocos, de paso que por la Biblioteca Nacional donde se hacía un homenaje a Borges. Un ambiente extraordinario, muy buen clima y muy poco tiempo como para pasar por todas las exhibiciones que uno quisiera visitar. 
El último museo al que fuimos esa noche fue nada más ni nada menos que el de Bellas Artes: un edificio enorme, lleno de exhibiciones de pinturas de todas las épocas y países. Arrancamos por la sala de arte medieval, y seguimos el orden establecido hasta llegar a ese hueso duro de roer, en el la poca carne que hay es de la mejor -pero, ya lo digo, no abunda. Dicho con todas sus letras: que pararse frente a un cuadro de Pollock y a otros dos de Modigliani fue una experiencia que me dejó, literalmente, sin aire. "Pedazo de cabrones...", me decía mientras seguía avanzando por los pasillos, pasando revista rápidamente de las obras expuestas... hasta que llegué a un corredor que me volvió a dejar sin aire, pero por otros motivos. 
Confieso que también se me dibujó una sonrisa en el rostro: las cosas que colgaban de las paredes... bueno, que si eran "arte", es que yo soy el bisnieto de Cleopatra. Ni siquiera guardo un recuerdo lo bastante claro de los espantapájaros que estaban allí como para describirlos ahora, pero se apuntaban a esa rama de la pintura en la que una línea marrón sobre un fondo rosa merece llamarse Arte (sí, con la maldita mayúscula al frente) y estar colgada en una pared del Museo de Bellas Artes de Buenos Aires. Pasé revista a los cuadros, primero, y luego a la gente que se quedaba mirándolos, abstraída y con cara de tomárselo muy en serio (alguno había con la mano en el mentón, obviamente). 
En este plan, llegué hasta el final del pasillo; y allí, al costado de la puerta que me devolvería al hall principal del museo y me arrancaría de ese corredor cuya sola existencia haría a Caravaggio, Van Gogh y Monet revolcarse dentro de sus tumbas, había algo que me llamó la atención. En una abertura en la pared, cubierto por un vidrio, estaba el extintor que las leyes de defensa civil obligan a cualquier lugar público a tener al alcance de la mano. Y, ni bien lo vi, me detuve frente a él y pensé: "Bueno, si a todo este montón de basura fácil le llaman arte, ¿por qué no decir lo mismo de este extintor?" Andaba sumido en estas divagaciones sobre estética cuando, de pronto, noté que no estaba solo: uno de los tipos que había visto hacía unos momentos mirando los cuadros de ese mismo pabellón se había puesto de pie a mi lado y miraba fijamente el extintor, con esa mirada "profunda" que tienen los que están analizando en medio de su conmoción una Obra de Arte. 
¿Que había pasado? Pues claro: el tipo me vio tan abstraído, que se pensó que el extintor era parte de la exhibición, como lo demuestra la escena siguiente: ni bien reparé en su presencia, me volví hacia él y le dije: "No, eso es sólo un extintor". A lo que me respondió con un gesto entre sorprendido y avergonzado: "Ah, bueno". Después, se marchó. Y yo también, claro, pero riendo a mandíbula suelta, sin poder terminar de creerme la situación por la que acababa de pasar. Como decía al principio: es que vivimos en un mundo... que ni pintado, ya lo digo. 

martes, 24 de mayo de 2011

Una revolución de Hemingway


Todos hemos pasado, en algún momento de nuestras vidas, por un momento en el que nos dejamos absorber por las historias de aventuras. Tal vez la culpa sea de los abuelos y sus recuerdos de tiempos en que las cosas "estaban mucho más difíciles que ahora", y había que encontrar la forma de irse abriendo caso. No lo sé: lo que puedo decir es que novelas de aventuras han habido en la vida de todos nosotros. Puede tratarse de las historia de capa y espada de Dumas, de los universos de Tolkien, de los aventureros de Salgari y Verne, de novelas policiales, cómics de Tintín o de Asterix, y hasta de la saga de Harry Potter si quieren: lo cierto es que se trata de narraciones en las que los personajes tienen que ir recurriendo siempre a su astucia y habilidades para ir avanzando, hasta resolver el problema por el que se puso en movimiento en primer lugar. 
Lo que muchos de ustedes se estarán preguntando, ahora, es por qué les meto papas al saco si vine a hablar de pepinillos: ¿qué tienen en común las novelas de aventuras, por muchos méritos que puedan tener, y la narrativa de Hemingway? Pues yo creo que mucho más de lo que uno pudiera pensar a simple vista. Pero pasemos, mejor, a revisar los hechos. 
A lo largo de la summa de su obra, los personajes de Hemingway, como suele suceder en las novelas de aventuras, tienen que enfrentarse a situaciones que están mucho más allá de su propia voluntad: la guerra, en Por quién doblan las campanas; la ingobernable naturaleza que se manifiesta a través del mar, un pez espada y algunos tiburones, en león salvaje, en La vida feliz de Francis Macomber... Hasta en Fiesta, que parece pertenecer a una especie emparentada a pero diferente a la vez que las otras narraciones del viejo Hem, hay una especie de oposición entre la voluntad y lo físico, que vendría a ser lo indomable, de su protagonista, el impotente Jacob. 
Por cierto, que todo lo anterior no tendría mucho sentido si no fuera por el hecho de que los personajes de Hemingway recuerdan, también, a los de las novelas de aventuras, con los que suelen compartir muchas de sus características: aventureros, fornidos, no sólo temerarios sino valientes, dotados con la astucia de un Tintín y el alcoholismo del Capitán Haddock, del que hubieran sido buenos compañeros de barra. Y, como en las novelas de aventuras, estos personajes deben recurrir a sus virtudes y defectos para solucionar y salir bien de los problemas que van cayendo sobre ellos, que no pueden evitarlo. 
Es en este sentido que planteo que puede hablarse de una (de tantas, si quieren) revolución que se juega a través de la obra de Hemingway. Porque tienen razón los que piensan que sus novelas no son, efectivamente, ni del tipo de Dumas ni del de Salgari, y mucho menos aún del de Verne. Hemingway fue esencialmente un autor trágico, en el que la aventura tiende a terminar con una resignación a la victoria sin "V" mayúscula, a la firme desesperación y a una muerte que tiene demasiado de humana. Uno puede ser vencido, pero no derrotado, escribió -famosamente- en Por quién doblan las campanas. Y esto lo logra, ciertamente, a través de un giro narrativo muy particular, que se concentra en un desarrollo psicológico cuyos contornos son definidos, en gran medida, por esos acontecimientos que escapan de las manos y la voluntad de los protagonistas. 
Historias, pues, que hablan finalmente de la tragedia de la condición humana, cuya gloria se sustenta sobre su propio patetismo. Historias cuyo núcleo hay que buscarlo en el centro mismo de los corazones de los personajes, donde laten el amor y la esperanza de la mano del miedo y la resignación. Jamás olvidaré las últimas palabras de Thomas Hudson, el protagonista de Islands in the stream (mi favorita de entre todas las novelas que escribió Hemingway), que él pronuncia agonizante en una playa lejana, rodeado por la tripulación de su barco en la mitad de una guerra absurda: "You never understand anybody that loves you". 

sábado, 21 de mayo de 2011

La del sábado: Joaquín Sabina - "Como en Chicago" (Para Tripi)


Sí, así de pronto volvemos a recurrir a Joaquín Sabina en nuestra sección de los sábados. Y esta vez, es para dedicarle un temazo al Tripi, que nos ha hecho la semana con sus "Tetitas de miel" en el pato, dejando de paso un listín telefónico con el contacto de algunos de los camellos de más dudosa reputación del bajo mundo hispano. Y por eso hoy nuestra rockola de la desesperación (ya saben: el dulce infierno de las resacas sabatinas) va a traer a sonar Como en Chicago, tan bluserita, tan urbanita y tan de todos, tan de nadie. Y, como quien no quiere la cosa, servirá para que alguno entienda por qué elegí este título para una de las notas críticas que publiqué hace un tiempo aquí en el Café. Las cosas como tienen que ser, y los placeres y los vicios de cada quién, bien puestos: botella en mano, pucho en boca, el paquete en la mano y que cada cual vaya tirando por el camino que más le convenga, que el destino es siempre el mismo para todos. Por eso, pues, por eso, y prohibido prohibir. E, insisto, por el Tripi, carajo, con un abrazo y con esa copa bien alta, como él bien sabe. Seguimos esperando el fin del mundo, sin darnos cuenta de que hemos estado bailando la macarena en pleno Apocalipsis desde el principio.


jueves, 19 de mayo de 2011

Engranajes


Por muy loables y altruistas que puedan ser algunos actos, lo cierto es las causas, a menudo, andan paseando por otros paisajes, donde un bolsillo es un bolsillo y un esacalfón un escalafón. O, si lo quieren dicho en cristiano, que donde vuelan las ratas hay gato encerrado, y sonreír es muy fácil. Se ha hablado mucho, por ejemplo, de la cima moral que significó la liberación de los esclavos en el mundo hacia el siglo XIX, y sin embargo aquí el discurso moral se parece más a un edulcorante de los potajes polítos y económicos que ninguna otra cosa. ¿O es que se creen que las casualidades responden a estructuras históricas tan firmes? A ver: en Europa, llega la segunda Revolución Industrial, triunfa el sistema capitalista de mercado, Marx pone el grito en el cielo y los números rojos que salen a brillar en cada visita de contador empiezan a ser preocupantes, la manutención de los esclavos ya no sale a cuenta, y como falta mano de obra... pues eso: a volar, palomas, y no teman que hay miles de nuevos puestos de trabajo en este nuevo mundo que requiere de tanta mano de obra. 
¿Estados Unidos? Más o menos la misma historia, cuando Lincoln y los del Norte les dijeron a los del Sur que ya estaba bueno, que había que marchar al ritmo de las nuevas máquinas, y de ahí a la Guerra Civil, pues un paso. Y el Perú no se queda atrás en el tira y afloja del maquiavelismo de los intereses modernos: porque Castilla no fue el primero al que se le pasó por la cabeza que era hora de liberar a los negros de la esclavitud, sino que su rival en la política y las armas, Echenique, ya había ofrecido romper la cadena de todos los esclavos que se sumaran a sus ejércitos. Así que enseguida cae Castilla y dice, siguiendo con la subasta, que él, por su lado, ofrece liberar a todos los esclavos, si es que gana. Y como para ganar hace falta gente... Claro: un tiempo después ya estaban cantando los libertos eso de que "que viva mi mamá, / que viva mi papá, / que viva Ramón Castilla que nos dio la libertad". Y todos comen perdices. 
Muchos se dirán que bueno, que esto puede ser verdad, pero que sucedía en un mundo en el que todavía no existían insituciones sólidas, relaciones internacionales eficientes y un elemento representativo global que asegurase que todo el mundo se tome de las manos y cante alrededor de la fogata de la posmodernidad. Bravo, bravo...  
Oigan, que muchos se piensan que porque hoy tenemos Internet ya estamos a salvo del ajedrez de los peces gordos, y eso no es así. La Web 2.0. no es un dios bondadoso, ni Julien Assange es el nuevo mesías. No han caído todas las máscaras, y un discurso será siempre un discurso. No es que yo crea que esto va a cambiar, así que nadie se piense que trato de fomentar una esperanza que vaya a la guerra en silla de ruedas. No. Lo que trato de decir es que no hay que quedarse dormidos, o vamos a correr la suerte del camarón, que dicen los refranes. 
No puedo evitar que se me vengan a la mente todas esas acusaciones que hacía Marcuse al Sistema en Eros y civilización. Un sistema que, tal y como él lo dibuja, se parece mucho al de Matrix, donde los seres humanos hemos sido reducidos a una batería (desechable). Marcuse plantea que, para mantener su funcionamiento, el Sistema tiene que encausar nuestra energía, nuestra líbido, interiorizando sus objetivos en nuestro inconsciente, de modo tal que, gracias a un proceso de sublimación, los intereses generales suplanten a los individuales, dando prioridad, por ejemplo, al trabajo sobre los placeres, que quedan reducidos a la golosina dietética que tenemos derecho a chupetear cuando hemos cumplido con nuestros deberes del día. No es que quiera promover el delirio de persecución, ni ver complots en todos los anuncios del cereal, pero la pura verdad es que este cuento sigue muy en pie. 
Siempre he admirado el caracter español. Que un país pueda tener insitucionalizada, así sea tácitamente, una actividad como la siesta me parece digno de aplausos. Un sistema (ojo, que no hablo de la orilla política, que es tan mierda como en todas partes, sino de la cultural) que toma en cuenta los intereses de sus individuos tanto como los generales es un sistema que apela y se preocupa por la felicidad de sus miembros. El problema empieza cuando la palabra progreso empieza a escribirse con "P" mayúscula, y después cuando algunos hombres (que, por desgracia, ocupan cargos de poder) hacen de esta palabrita el Gran Fetiche del Silgo. Las consecuencias ya las conocemos todos: dos días después, las selvas tropicales han sido reducidas a un bonsai, muchas comunidades son amenazadas por los intereses de mineras sin escrúpulos y el cielo azul de los prados empieza a llenarse de nubes negras que no van preñadas de lluvia. Gajes del oficio de unos pocos, que les llaman.
Yo, personalmente, no puedo tragarme el cuento de nadie que venga a hablar del Progreso como si éste fuera la mejor porno del siglo. Los fetiches que me gustan a mí son otros. Además, no entiendo como alguien podría creerse que los hombres y los engranajes tienen algo en común, cuando se nota a leguas que son dos cosas absolutamente distintas. Empiezan a parecerse sólo cuando ambos comparten esa propiedad de ponerse en movimiento cada vez que alguien acciona la palanca -o la palabra- correcta. 
¿Qué es una sociedad perfecta? ¿Una de primer mundo en la que reinen el progreso, el bienestar económico y social y el silencio o una de tercero, caótica y llena de problemas, pero en la que haya, todavía, rincones para la más verdadera y descarada alegría a cada vuelta de esquina? ¿Una que se desvele por los bolsillos de sus miembros o una que tome en consideración el carácter y los intereses personales -placeres incluídos- de sus miemrbos? Dejo la pregunta al que quiera masticarla. Yo ya conozco mi respuesta.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Dos rostros de Kierkegaard


Es curioso cómo puede cambiar la forma en que admiramos a un escritor de acuerdo a los giros y vueltas de campana que dan nuestras vidas. Sobre todo, en esos casos (que son, creo, los más) en los que no enterramos a nadie, sino que solo cambiamos al ídolo de altar, para que se ajuste mejor a la nueva decoración del templo de divinidades paganas de cada cual. Me ha pasado con muchos autores, que sin perder un ápice de mi admiración, han tenido que ser mudados de alcoba: García Márquez es uno de ellos, y Eguren otro. Tampoco es Rimbaud el mismo poeta en el que calmaba mis hambres de adolescente, sino que hoy lo leo con un ímpetu renovado y muy distinto, igualmente morboso, pero con algo menos de tempestades, que en cambio se siguen levantando cada vez que pongo los ojos sobre un verso de Baudelaire. Y, entre este montón de escritores, hay uno en particular que me gustaría mencionar, por la mudanza radical de la que ha (o he) sido víctima: me refiero al filósofo danés Sören Kierkegaard. 
Kierkegaard hizo su primera aparición en mi vida cuando yo tenía catorce tiernos y lamentables años de existencia sobre esta tierra, vía esa famosa novela de Jostein Gaarder, El mundo de Sofía. A los dieciséis compré, en una edición barata, el Tratado de la desesperación, en una traducción tan aborrecible y poco cuidada que no valía ni los nueve soles que pagué por el libro, pero que me sirvió para hacer un primer sondeo directo de la obra de Kierkegaard. Lo que encontré fue un abismo en el que las ásperas contradicciones de la vida y la condición humana se tensaban en agonía, para resolverse finalmente al poner los ojos en el Cielo, en un Dios que nos hablaba a la oreja a cada uno de nosotros y que justificaba todo aquel dolor. Yo, enterrado en mi cristianismo idealista de patético adolescente que anda desesperado buscando un camino por donde remolcar sus propios sentimientos encontrados, enseguida sentí a este autor, que tantos llamarían lejano, como un hermano de sangre o un gemelo de alma (esa cosa en la que entonces -¡horror!- aún creía). Curioso... ¿cómo podía resolver el que Kierkegaard y Schopenhauer se dieran la mano entre sí y con el cristianismo de por medio? Cosas de la adolescencia, supongo.
Con los años, sin embargo, muchas cosas sucedieron, entre la vida y los libros, y llegó un momento crítico en el que todo ese idealismo se fue -felizmente- por las tuberías como el trozo de mierda que era y yo pude replantear mis creencias sobre bases más desesperanzadas y humanas. Al fin mi pesimismo schopenhaueriano encontraba un asidero firme, mientras el existencialismo y el pragmatismo redecoraban la casa. Pero... ¿y Kierkegaard? ¿Acaso él también se iba a ir por la borda? 
La respuesta es un obvio, redondo y rotundo "no". Tampoco se fue mi fascinación por la teología, ni el gusto por los relatos bíblicos -especialmente el Apocalipsis de San Juan-, ni muchas otras cosas. Kierkegaard es lo bastante sólido como para sobrevivir a este tipo de contrariedades, y lo he seguido leyendo (y lo seguiré haciendo) con la boca muy abierta, admirando su secreta calidez, su honesto dolor, su cruda agonía, sus valores cristianos, su compromiso con todo aquello en lo que él creía. Pero a partir de ese momento se abrió para mí, también, un Kierkegaard nuevo, uno que sólo podía empezar a descubrir desde ese nuevo observatorio. 
Para admirar a un pensador, uno no tiene que estar de acuerdo con él. Yo no puedo creer seriamente que el sistema idealista de Schopenhauer, por muy pesimista y crudo que sea, sea el rostro oculto de la realidad, pero sigo pensando en él como en el mejor filósofo que ha habido alguna vez en este mundo. Hegel, en general, me parece un palurdo irritante, y sin embargo lo leo admirado, como se tiene que leer a los genios. Marcuse tiene mucho que enseñarnos y mi admiración por su obra es gigantesca, aunque creo que muchas de sus teorías ya han sido superadas. Lo poco que entiendo de los textos de Fodor no me convence, y aún así su forma de desarrollar los problemas, echando mano de la más sólida argumentación y del mejor sentido del humor al mismo tiempo, me dejan boquiabierto. Pues bien: con Kierkegaard me pasa algo similar. 
Yo no puedo estar de acuerdo con la forma en que Kierkegaard resuelve muchos de los problemas filosóficos que plantea y desarrolla, ni parto de los mismos juicios previos, ni puedo abrazarme a ese naufragio que, creo yo, es el cristianismo. Pero me quedo con otro de sus tantos rostros: el humano, el que se duele y siente con una sensibilidad y una entereza únicos los problemas de la condición humana: la angustia, la muerte, el temor, la desesperación. Rostro que sigue exponiendo algunas intuiciones filosóficas que, de sobra está decirlo, hay que tener en cuenta el día de hoy, cuando tantos años se han puesto de por medio entre él, el hombre, y nosotros. 
Enterrar la historia de la filosofía es tan absurdo como pretender vivir encerrados en ella. Los problemas a los que hoy se enfrentan (y plantean y replantean) los filósofos todavía guardan el eco de los que las plumas de los pensadores del pasado desarrollaron en su tiempo, y ellos todavía tienen mucho que enseñarnos, por muy distinto que sea nuestro panorama al suyo. Al fin y al cabo, es desde este nuevo contexto (desde este nuevo "horizonte", diríamos con Gadamer) que reinterpretamos su obra, y eso justifica la vigencia de muchas de sus páginas e intuiciones. Así, los libros de Kierkegaard siguen conteniendo las mismas palabras que tenían cuando los leí en mi juventud, y sin embargo puedo redescubrirlo como un universo nuevo. Porque claro: soy yo, el lector, el que ha cambiado, el que ya no subraya los mismos pasajes que hubiera subrayado a mis quince. Sí, pues: Sören Kierkegaard sigue aquí, conmigo y entre nosotros. Por suerte. 

sábado, 14 de mayo de 2011

La del sábado: Billy Joel - "That's not her style"

Otro sábado cobarde y cruel, en el que caigo aturdido como una pera después de una tempestad. Hoy no redundaré en vanas palabras: ya tenía empeñada el alma, y ayer me he dejado los riñones, así que andamos en esas. Pero para coronar las fiestas, no podía faltar un buen rocksito, y este de Billy Joel siempre ha estado en mi lista de favoritos, así que lo dejo rodando, mientras espero (con los brazos abiertos) a que llegue el fin del mundo. O el de la noche, y a ver si esto termina algún día, porque Barranco es como el Paris de Hemingway: no se acaba nunca. Para variar, una tarde sin sol anuncia noches con ladillas. Bien, bien... ¿de qué íbamos? 

viernes, 13 de mayo de 2011

Las celebraciones, como tienen que ser.


¿Y cómo es eso? Pues, para no tener que decir un lastimero "borracheras aparte", con unos versos bien sentidos y bien ebrios de Charles Bukowski, y ahí sí que tenemos para armar un carnaval con todas las de la ley. Tendrán que disculparme los lectores más "serios", pero ayer ha sido día de San Baco, otro calendario miserable ha dado su vuelta de 365 días vanos, y yo un año más cerca de la tumba, y eso se celebra (mi cumpleaños, dicho en cristiano). Por partida doble, además, porque si mi compadre Dvd se cree que los regalos se los va a hacer todos él solo, pues se equivoca: esta ronda va para los dos. Barra libre para todos por lo que dure este fin de semana, que mañana coronamos con alguna cancioncita, como todos los sábados. Ahí los dejo con uno de Hank, especialmente elegido (y traducido por un servidor) para la ocasión:

el camino
asesinados en los callejones de la tierra
congelados contra astas de bandera
empeñados por mujeres

educados en la oscuridad para la oscuridad

vomitando en baños atascados
in cuartos rentados llenos de cucarachas y ratones

no es extraño que rara vez cantemos 
al día o la tarde o la noche

las inútiles guerras
los inútiles años
los inútiles amores

y nos preguntan
¿por qué tomas tanto?

bueno, supongo que los días fueron hechos
para ser consumidos
los años y los amores fueron hechos
para ser consumidos


no podemos llorar, y reír ayuda -
es como dejar salir
sueños, ideales,
venenos


no nos pidas que cantemos,
reír es cantar para nosotros,
ves, fue un pésimo chiste


Cristo debió haber reído en la cruz,
hubiera petrificado a sus asesinos


ahora hay más asesinos que nunca
y yo escribo poemas para ellos.


Bueno, ese es el regalo que me hago. Ya ven qué bien elegido, ¿no? Y para Dvd también, carajo, que lo he cogido pensando en él también. Además, reconozcámolos: el mundo se parece mucho más a lo que nos jura Bukowski de lo que muchos quisieran -o pudieran- admitir. Con estas me despido, y que sea hasta mañana. 

¡Ah! Casi lo olvidaba. 

lunes, 9 de mayo de 2011

Diálogo entre un moribundo y un sacerdote.

 "El sistema de la nada nunca me ha
asustado: es consolador y simple."
M. de Sade
Diálogo entre un moribundo
y un sacerdote 

Tras atravesar un pasillo oscuro, mal iluminado por un fluorescente defectuoso bajo cuya luz, blanca y mortecina, se podían distinguir algunos estantes pegados a las paredes, cubiertos de libros viejos y gastados, de tapas duras, el sacerdote llega a la puerta del moribundo. Huele a moho, a polvo y a humo guardado. Toca una vez, y nadie responde. Se persigna y toca una segunda vez, pero nadie responde. ¿Ha llegado acaso muy tarde? Impasible, el sacerdote toca la puerta por tercera vez, y una voz rasposa y grave le responde con un grito: "¡Vete a la puta mierda!". Se siente palidecer por unos instantes, pero aún así pone la mano sobre el pomo de la puerta y abre. Dentro hace calor, huele a humo de tabaco y a suciedad humana. Tumbado sobre su cama, el moribundo fuma un cigarrillo, echando las cenizas directamente sobre el suelo. A su lado, sobre la mesa de noche, hay una petaca bastante gastada. El moribundo lo mira con cara de estar pensando "¿Y tú qué carajos quieres?", a lo que el sacerdote respondería, seguramente, "Tu salvación, tu alma". Este es el diálogo que mantuvieron:
S: Buenas noches, hijo.
M: No tan buenas.
El sacerdote se persigna y le ofrece la cruz. Con una sonrisa sarnosa, el moribundo se rasca la entrepierna y, señalando la petaca, le ofrece un trago al sacerdote.

M: Guarda tus maderos, viejo. Échate un trago, si quieres. Sabe mejor.

S: No, muchas gracias. He venido aquí a ofrecerte la gracia del perdón, la salvación en el reino de...

M: ¡Sí, sí...! Me conozco el cuento. Insisto en que deberías tomarte un trago. Es bourbon del bueno, lo juro. 

S: Pero hijo, ¿cómo es posible que en estos, tus últimos momentos, prefieras entregarte al vicio y la perversión, en lugar de rogar al Señor por el perdón de tus faltas?

M: ¿Perdón? ¿Y yo por qué tendría que pedirle perdón al señor ese? Si ni siquiera me lo he cruzado una vez en toda mi puta vida. 

S: ¿No sabes que todos nacemos de Él y somos en Él, con Él y por Él?

M: ¿En serio? Pues qué metiche insoportable...

S: ¿Cómo dices?

M: Que le voy a pasar la factura, al muy cabrón. Dile de mi parte que más le vale no toparse conmigo, o lo voy a moler a golpes.

S: Pero desgraciado... ¿que cosas terribles estás diciendo?

M: Que yo recuerde, nunca pedí a nadie la vida. Antes de darme cuenta, ya estaba hundido hasta la frente en este mundo. Y nunca me quejé. Ya que había que ponerse en cuatro ante el estado de las cosas, pues yo hasta sacudí un poco el culo. ¿Y qué es la vida, sino un montón de miserias y dolores reales, más algunas pequeñas distracciones entretenidas pero bastante estúpidas y superfluas, con los que la vamos pasando, sufriendo y riendo en vano, hasta que llega el momento de decir hasta nunca, ya me voy, y nunca supe ni por qué llegué?

S: Todos hemos venido al mundo por algo. Todos tenemos una parte en el Plan Divino...

M: ¿Ah sí? ¿Juega al ajedrez, entonces? ¿Y tú que eres? Alfil, probablemente. De torre no tienes mucha pinta. En cuanto a mí, no me han podido dar algo mejor que peón. Tal vez soy la ramera que se turnan los peones. 

S: No es así, es...

M: La broma del siglo, sí señor. Mira con todo lo que tenemos que cargar sólo para que el cabrón ese se juegue una partida. 

S: ¡Que no! ¿No entiendes que fuimos creados por Amor? ¿Que Dios ama por igual a todos y cada uno de los hombres? ¿Que Dios es Amor?

M: Claro... seguramente fue el amor el que movió a diosito a sacar a Adán a patadas del Edén, y sólo porque el muy cabrón se atrevió a querer saber algo más de lo que le habían dicho que supiera. A mis ojos, tu dios se parece, más que a un bondadoso abuelito, a uno de esos peces gordos que dominan la economía mundial y que no pueden dejar de ver a los individuos como números en un plano cartesiano. O, sino, como uno de esos grandes empresarios, que jura a sus empleados que son como una gran familia, y quizá y hasta les mande un pavo por navidad, pero que no dudará en poner en la calle al primero que trate de saber demasiado, o que levante la cabeza más de lo que a él le conviene. No es un dios muy cariñoso... más bien, yo diría que es celoso de su poder, inseguro de sí mismo, temeroso ante la mera posibilidad de que alguien quiera ser mejor que sí mismo. Necesita tener al mundo en la ignorancia para tenerlo dominado. Tu dios no es amor... es control. 

S: ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? ¿Crees tú que las cosas han sido creadas en vano, o por vanidad? ¿Que los hombres no tenemos una Misión Sagrada que cumplir? ¿Que la vida es una gran nada?

M: La vida es como un cigarrillo: se consume rápido, da algo de placer, hace otro poco de daño, y al final no deja otra cosa que humo y ceniza. ¿Y de qué misiones me hablas? Yo no creo que los niños que mueren de frío o hambre en el mundo estén muy satisfechos con el amor de su creador. ¿Qué misión podrían tener ellos, si mueren antes de saber su nombre? 

S:... Pues a ellos les está reservado un lugar en el Reino, donde....

M: Donde la pasarán muy bien bailando la macarena. Vamos, viejo, admitámoslo: esos son consuelos para las viejas que no pueden ver más allá de sus abanicos y para todos esos miserables que necesitan creer que su vida vale algo más que un puñado de polvo. 

S: ¿Crees que tu vida vale lo que un puñado de polvo?

M: ¿Mi vida? No, no llega a tanto. El polvo está bien cotizado en el mercado del cielo. 

S: Hombre de mala fe, ¿no te das cuenta del error que cometes? ¿Por qué no dejas que el Señor sane tus heridas y te haga descansar la cabeza sobre Su hombro?

M: ¿Descansar? Oye, me estoy muriendo. Dentro de poco ni siquiera necesitaré descansar. 

S: ¿Y qué es lo que esperas después de la muerte? ¿Acaso la desesperación del vacío y la nada?

M: ¿Desesperación? ¿Pero de qué me estás hablando? No se puede desesperar si no hay nada de qué desesperar. Esa es la ventaja de la nada: es tan radicalmente sencilla, tan cojonudamente simple...

S: ¿No temes perderte a tí mismo? ¿No buscas la salvación de tu alma?

M: ¿Mi alma? ¿Y qué carajos es eso del alma? Yo creo que es un mal invento de los que exageran sus sentimientos, un consuelo para los que tienen demasiado miedo a morir. Un cuento muy malo, además. ¿Alma? Valemos más como rancho de gusanos que como parte de la corte de dios; por lo menos, ahí no nos tragamos el cuento de nadie. 

El sacerdote, agotada su paciencia, se levanta. Nunca se ha sentido tan insultado, ni se ha visto confrontado alguna vez con tanta necedad. Antes de marcharse, sin embargo, y sabiendo que debía ser más fuerte que sus sentimientos heridos, dijo:

S: Puesto que no deseas tomar la mano que el Señor te tiende, me marcharé. Pero recordaré tu nombre en mis oraciones, y le pediré al Señor que tenga piedad de tu alma.

M: Porque no sé lo que hago, como los que crucificaron a Jesús, claro. Haz lo que quieras, que al fin y al cabo es tu vida, y a mí me da lo mismo, mientras no vengan a tocarme la puerta. Si crees que decirle un montón de palabras vacías a un par de tablas que cuelgan de una pared sirve de algo...

S: ¿Tienes algo mejor, acaso?

M: Por supuesto que sí. 
Y diciendo esto, dio la última calada a su cigarrillo y tomó un largo trago de la petaca. Después de eso, se derrumbó sobre la cama y empezó a toser violentamente. El sacerdote, sin saber qué hacer, empezó a dar gritos, llamando a alguien. Pero nadie vino. Y escuchó, entre las toses de agonía del moribundo, unas palabras, articuladas con dificultad, pero muy claramente:
M: Esto es lo que tengo. Los dolores y placeres de morir y haber vivido. La plenitud de mi patetismo. Mi humanidad. 

Dicho esto, al fin el sujeto murió. En cuanto al sacerdote, pues lo que haya sido de su vida después de este momento no nos importa ni en lo más mínimo. 

Con mucho cariño (y poco talento) para mi compadre Jorge Chávez, mester de paganía y honroso compañero en estas sendas baldías de los que vivimos sin techo ni religión, de paso que de esas largas lecturas del Marqués de Sade (para el que hay un guiño obvio en este texto). Por lo demás, pues que me cago en el semen derramado de Cristo. ¡Jodido dios!

sábado, 7 de mayo de 2011

La del sábado: Joaquín Sabina - "Que se llama Soledad"

Que algo quede claro: que en este pecho, y por ende aquí también, en el Café de Desenuentro, siempre habrá un espacio reservado para la más verdadera dueña de mis días y mujer de mi vida: sí, mis queridos contertulios e insignes parroquianos, estoy hablando de mi madre. Mujer a la que debo algo más que el haber nacido, porque eso puede ser lo de menos: lo que de verdad le tengo en deuda son tantos años de cariño, paciencia, dedicación y esfuerzo, que sé que nunca podré terminar de pagarle, aunque pienso morir en el intento. Hablo de la mujer que, cuando yo era un pequeñín, se sentaba al costado de mi cama para narrarme historias (hasta en esto supo ser original, porque para mi hermana y para mí nunca hubo caperucita roja y los tres cerditos, sino mitos y tragedias griegas -mi favorita, lo recuero bien, era la hstoria de Prometeo-, y a veces el resumen de alguna novela, como La perla de Steinbeck); llegaba, también, un momento en el que ya no sabía que contarnos, y ésa fue la noche en la que nos hizo a mí y a mi hermana inventar y narrar los cuentos en su lugar. Díganme ustedes si se puede tener una mejor. Por supuesto que tenemos, todavía, nuestras discrepancias: ella entrando en mi habitación y acusándome de ser un decadente mientras yo hago una apología de mis costumbres, y casos similares... Pero no sólo es lo de menos, sino que lo agradezco, siempre, infinitamente. Encima, es la mujer más guapa que haya puesto pie sobre la tierra, la mejor conversadora con la que se puede compartir una taza de café y una de las mejores bromistas que hay, con ese humor tan negro que se guarda, y que saca a relucir si la ocasión lo amerita. Como ven, le debo mucho más que el haberme traído a este mundo, que contra todo lo demás es nada. Mañana es día de la madre, señores, y por eso esta sesión sabatina se la quiero dedicar a esta mujer, por el solo hecho de tener el gusto de poder llamarla madre, a ella "que se llama Soledad"...


viernes, 6 de mayo de 2011

Un necesario (aunque tardío) homenaje a Ángel González


Benjamín Prado jura que, algunas noches, Ángel González olvida que está muerto, y que en esas ocasiones va y habla con él, y habla más de lo que solía cuando en vida. ¿Que eso es imposible? Pues, a decir verdad, cuando la poesía está de por medio, hay muchos imposibles que quedan para ocupar el lugar del silencio, en algún baúl al que van a parar las cosas que no existen. 
Compañía de madrugadas de insomnio y de una que otra tarde en que la melancolía insiste en hacerse un lugar en el pecho y por entre los bronquios, la obra poética de Ángel González merece un lugar muy especial en el canon de la poesía española. Se me dirá que no exagere, que es una summa con muchos altibajos... y pues claro: tiene altibajos, pero las cimas son tan altas que bastan para pasar la manga y borrar los pecadillos y los versos que pudieran sobrar aquí o allá. Y ya lo digo: que estamos hablando de un poeta muy en serio, muy de su oficio, y que promete más de un momento de inolvidable entrega al silencio del que, de alguna forma, suele estar preñada la poesía. 
Que este es un homenaje tardío, lo admito. Ángel González murió hace ya más de tres años, y nos hemos tardado mucho (demasiado, digo) en invocar su presencia por estos lares. Pero más vale tarde que nunca, dice el refrán, y no voy a negarme el gusto de traer a habitar por aquí algunos de sus maravillosos versos, esos que parecen llegar desde muy lejos, pero que en realidad dicen las cosas al oído, entre susurros. Tarde, sí, pero de todos modos alzo esa copa. Que no se diga que, aquí, dejamos que los olvidos se perdonen. Así que ya lo saben: yo me retiro, dejo las teclas en paz, y los dejo con el maestro, que a él sí que vale la pena leerlo. 

A veces
Escribir un poema se parece a un orgasmo:
mancha la tinta tanto como el semen,
empreña también más en ocasiones.
Tardes hay, sin embargo,
en las que manoseo las palabras,
muerdo sus senos y sus piernas ágiles,
les levanto las faldas con mis dedos,
las miro desde abajo,
les hago lo de siempre
y, pese a todo, ved:
¡no pasa nada!
Lo expresaba muy bien Cesar Vallejo:
"Lo digo y no me corro".
Pero él disimulaba.
 

jueves, 5 de mayo de 2011

Leer a Cortázar


Siempre he pensado en Cortázar como un mago de los de la antigua escuela, de esos que se las ingenian para partir guapas mujeres a la mitad, convertir el agua en palomas o sacar conejos del sombrero sin que el público pueda imaginar siquiera dónde está el truco. Tal vez, hay que admitirlo, porque no hay truco, sino sólo eso: magia. No hay ilusiones aquí.
Claro que hay que su repertorio no es como los de los demás en el rubro: un hombre que vomita conejos de tanto en tanto, otro que se convierte en el axolotl que observa desde el otro lado del vidrio en un acuario, un lector que se convierte en la víctima del libro que lee, un embotellamiento tal que da pie a la formación de comunidades en la carretera... No, no es un mago como los demás, ni es su pluma una varita cualquiera. ¿A lo que trato de llegar? Pues a eso: a decir que Julio Cortázar es uno de los autores más imaginativos, talentosos e inesperados que se hayan decidido, alguna vez, a garrapatear palabras sobre un papel. 
Hablo, claro está, de sus cuentos. Siempre he pensado que el gran error de Cortázar fue tentar otros oceános que, en el fondo, tuvieron que estarle vedados. Sus poemas no están mal, pero les falta brillo. Y digan lo que digan los amantes de la Maga, Rayuela sólo tiene de interesante el planteamiento lúdico de su estructura, porque por lo demás... bueno, pues las cosas como son: que es un bodrio de novela. Así y sin más. Todos y cada uno de los personajes es insoportable, y el que quiera terminarla (lo digo yo, que lo he hecho) va a tener que poner a prueba su fuerza de voluntad -aunque tal vez no... porque conozco a mucha gente que disfrutó leyendo ese libro; en fin, que de gustos y sabores, camarón que se duerme y todo ese rollo. 
Pero sus cuentos... es que son únicos en su especie. Tanto por sus imposibles -y de pronto hechos realidad- argumentos como por su frescura y esa leve y secreta tensión que se mantiene a lo largo de la narración, y que es deudora de lo mejor de la obra de Poe. En ese sentido, Julio Cortázar ha significado un hito, una cima en ese género que se llama "literatura fantástica", y que tan buenos representantes ha tenido por estos lares del mundo. 
Para mí, volver a sus páginas cada cierto tiempo es algo más que un placer: es casi terapéutico, un verdadero alivio, una oportunidad para respirar aire fresco después de andar tan metidos -y por más que lo disfrute- en esta botella llena de humo que es el mundo. Porque hasta los que nos sentimos más cómodos en las calles llenas de mugre de Miller, las cantinas de mala muerte de Bukowski o los burdeles de peor calaña de Petronio, necesitamos un paseo por el prado de cuando en cuando. 
Paso, pues, a traer una vez más a la memoria a este gigante, a este Julio Verne de las letras hispanas. A los más muchachos, ya les digo: que no pierdan el tiempo saltando por los capítulos de Rayuela y que, mejor, busquen la felicidad en sus tomos de cuentos. Ahí está, y ni siquiera es que se esconda. ¿Títulos imperdibles? A ver, que son casi todos: Todos los fuegos el fuego, Bestiario, sus Cronopios y famas, ese formidable que es Las armas secretas... o hagámoslo simple: todos, y listo. Todos con Cortázar, carajo.

lunes, 2 de mayo de 2011

Ampuero sobre Sábato


Para coronar el luto con algunas palabras mayores, quiero reproducir aquí (previo permiso del autor) un correo que me escribió Fernando Ampuero en respuesta a lo que escribí hace unos días con motivo de la muerte de Ernesto Sábato. Y lo hago, también, porque creo que es un testimonio que, como todos, refleja desde otra mirada lo que significan la obra y la figura del tremendo escritor argentino, de paso que el hombre que era él. Aquí va, pues: 

"Santiago, solo es posible darte un sentido pésame con ambición de boomerang, en la esperanza de que el sentimiento me retorne. 

Ya no recuerdo bien dónde ni cuándo descubrí a Sábato, ni en qué preciso momento de mi juventud empecé a admirarlo. Sólo sé que él, en mi vida, fue siempre una premonición. Sus novelas tenían que llegar a mí, para que mi vida no luciera tan inacabada.

Tuve el privilegio de conocerlo personalmente en un bar, mientras él, a su vez, me hacía conocer, por sus afanes de seductor fallido, a una falsa Alejandra, una chica linda que no sabía si poner mala cara o mirarlo con ternura. La chica, piadosa al fin, se largó pronto, con una sonrisa.

Sábato quedó allí, jerez en mano, abatido por un instante, y de pronto me miró como si me encontrara después de haber pasado por un torbellino. "¿De qué hablábamos?", me preguntó. "Del episodio de la cabeza cortada de Lavalle", le respondí. "Uno de mis favoritos". 

"Ah, sí, claro, Lavalle" . Y luego, encogiéndose de hombros, echó un vistazo por la ventana del bar y añadió: "Mira cuántas chicas van por la calle. Algunas podrían ser como Alejandra. Hay días en que me siento dispuesto a correr detrás de ellas, detenerlas, mirarlas a los ojos". 

Santiago, brindo contigo. 
Un fuerte abrazo,
Fernando."


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