"El mundo nada puede contra un
hombre que canta en la miseria"
Ernesto Sábato
La resistencia
Ernesto Sábato fue uno de los hombres que más íntimamente sintió el siglo que le tocó en suerte, en todas sus complejas (y, como bien lo supo él, idiotas) contradicciones. ¿Cómo conciliar el amor con el miedo, el arrepentimiento y el orgullo, la plena consciencia de la fatalidad y la esperanza, mientras el mundo se cae a pedazos? Él, con su impactante lucidez, notó de una vez y para siempre que la respuesta sólo podía ser otra pregunta: el eterno cuestionamiento que encarna la literatura. Sólo nos dejó tres novelas, y con eso le bastó para arremeter contra el canon y elevarse, así fuera secretamente, como una de las más altas figuras de nuestro panorama (y digo "una de las más" porque a su altura sólo hay uno más, que es Borges), de paso que el más impresionante, sólido y descarnado novelista que el confundido siglo XX, ese al que le cantaba Santos Discépolo, hubiera podido imaginar siquiera. Hombre de genio, de una cultura arrolladora y una agudeza intelectual que tal vez no admita comparaciones, Sábato nos ha dejado a los noventa y nueve años, después de casi cuarenta en los que se la pasó saludando a la muerte, invocándola en vano y, siempre, con la cabeza en alto.
Como Pasolini, fue un lobo solitario que sabía de sobra lo terrible que podía ser en el fondo la humanidad, así como que era precisamente por eso que había que quererla. Eso es lo que reflejan todas y cada una de sus páginas, ya sea que hablemos de sus extraordinarias novelas o de sus agudísimos ensayos: una pasión inquebrantable, pero lúcida hasta el horror, llena de ganas de combatir y protestar, pero sin dar un brazo a torcer frente a las esperanzas vacías y, mucho menos, a la mera fiebre que deja la lucha. Una victoria, para él, no era otra cosa que un nuevo motivo para seguir adelante en esa guerra eterna que es el devenir de la propia vida, de esa existencia miserable y santa con la que nos ha tocado cargar como una cruz hasta el patíbulo en el que nosotros mismos la levantaremos para dejarnos morir al sol. Ligado directamente, y por vocación propia, con el existencialismo y el realismo crudo y onírico de Faulkner y Dostoyevski, arduo lector de literaturas ocultistas y gnósticas, Sábato nos quiso enseñar la realidad tal y como ésta se veía con otros tintes, oscura, terrible y hermosa.
¿Bastan noventa y nueve años para enmarcar una vida tan absoluta, un genio tan devastador, una obra tan extraordinaria? No lo sé. Tal vez sea un error nuestro querer medir con calendarios normales aquello que está mucho más allá de nuestras posibilidades. Como decía al principio: Sábato ha muerto, pero sigue entre nosotros. Y el mundo debería estar agradecido por ello. Noventa y nueve años, sí, que no significan nada, porque a las palabras poco les pueden importar el paso de un tiempo absurdo. Lo importante para ellas es la vida, esa que todavía encuentran en cada uno de sus agradecidos lectores. Osea, nosotros: los que sentimos ese vacío en el pecho hoy, los que hemos temblado leyendo El túnel, Sobre héroes y tumbas o Abbadón el exterminador. Nosotros, que hoy sentimos, más que nunca, que un mundo que puede permitirse dejar morir a un genio de este tamaño no puede tener mucho sentido.
Siento la partida de Sábato con mucha fuerza... mucha más de la que esperaba. Para mí, fue casi un padre literario, un hombre cuyos libros he sentido tan íntima y crudamente como para no poder superarlos. Recuerdo la primera vez que lo leí: yo estaba en mis patéticos dieciséis años, y en el colegio nos iban a hacer leer El túnel. Mi madre, cuando se enteró, se emocionó tanto que me lo dio desde mucho antes para que lo leyera. El momento en el que abrí por primera vez esas páginas algo sucedió... (y es que la vida no puede ser igual después de leer a Sábato). Recuerdo febriles noches en las que me la pasaba leyendo una y otra vez los pasajes de ese libro extraordinario; noches en las que al fin me iba a dormir derrotado por el cansancio, sólo para despertar y volver a abrir el libro. Más o menos por esa misma época descubrí a Borges, y pronto me hice, también, con el libro de los diálogos que mantuvieron ambos escritores. En cierto modo, yo nací a los dieciséis, cuando descubrí a Sábato y a Borges. El segundo era de un barroquismo pulcro y un intelectualismo cálido que me fascinaron: un esteta impecable, que sopesaba todas y cada una de las palabras que iba ligando sobre el papel. En Sábato, en cambio, encontré algo muy diferente. Una prosa brutal, que hacía pensar en la vida más bien como una forma de agonía, a la que se le veían las venas, que respiraba como un ser vivo y que te agarraba de los huevos a cada vuelta de coma. Poblada, además, por personajes impresionantes, mucho más vivos que muchas de las personas de carne y hueso que conozco. Sentí a Juan Pablo Castel y a Fernando Vidal como confidentes y amigos; las angustias de Martín y de Bruno se calaban hasta mi médula, como si se tratase de personas muy cercanas; a Alejandra Vidal Olmos sigo amándola más allá de toda esperanza, volviendo a las páginas en las que habita cada cierto tiempo con la única intención de verla a la distancia. No son meros personajes de tres novelas excepcionales: son personas que respiran y sienten, que están realmente vivas, y a las que quiero sincera y profundamente.
Borges y Sabato: dos de mis mayores divinidades paganas. |
Sobre héroes y tumbas merece un apartado especial. Sólo dos lecturas han sido tan importantes, han marcado tanto en mi vida: la obra de Borges y el Apocalipsis de San Juan. Nunca admití que me lo prestaran siquiera: sabía que yo debía tener ese libro en mis estantes, mucho antes de haberlo ojeado siquiera. No creo que pueda volver a vivir algo parecido a esa primera lectura del libro de Sábato en lo que me queda de vida. ¿Qué les puedo decir? Fue una experiencia única, para la que casi no encuentro palabras. Ahora, leo ese libro una vez al año, con la esperanza de impregnarme un poco de su genialidad, tratando de aprender cómo se escribe, rogándole a gritos que me influencie. Aún recuerdo cómo, en mi primera visita a Buenos Aires, insistí en ir a pasear por el Parque Lezama, donde empieza la novela, esperando tal vez sentir en la nuca la mirada de Alejandra, sentado en el mismo banco en el que se sentó Martín, cerca de la estatua de Ceres. O, si quieren, es un libro que hace que uno recuerde que la literatura puede estar realmente viva, ser más real que este mundo insípido al que insistimos en llamar realidad.
Nunca he podido estar de acuerdo con las críticas que casi todo el mundo hace de Abbaddón el exterminador, la última novela de Sábato. Es de una complejidad acojonante, y tiene pasajes que lo hacen a uno temblar de emoción y de pavor. A su lado, los juegos rayuelísticos de Cortázar y las macroarquitecturas de Vargas Llosa no son nada. Recuerdo, ahora, al borracho que ve un dragón rojo abriéndose paso en el cielo nocturno de Buenos Aires, a Bruno volviendo a casa para visitar por última vez a su padre que agoniza, a los hermanos que se aman en el secreto de la noche, a Martín y a Alejandra dándose un último beso a la luz de las farolas. No... no puedo estar de acuerdo con los que llaman a este un "libro menor".
Maestro entre maestros, carajo... |
Escucho un ruido que llega desde la cocina de mi casa. Vuelvo a la realidad: calor de fines de verano, resaca, dolor de espalda, boca reseca, Sábato muerto. No: una realidad así no puede tener mucho sentido. Eso es lo que Sábato nos ha enseñado: que detrás del cielo vacío sólo hay más y más cielo vacío, que no todas las contradicciones son un sinsentido, que la vida no se parece tanto a la vida como querríamos creer. Y que tal vez, y por eso mismo, vale la pena.
Como verdadero testigo de un siglo, Sábato fue también un agudo crítico, un tipo que no se contentaba con unas pocas palmaditas en la cabeza, y que nunca permitía que sus dagas perdieran el filo. Como él mismo escribió en El escritor y sus fantasmas (uno de los mejores libros de ensayos que se han escrito): "El escritor de ficciones profundas es en el fondo un antisocial, un rebelde, y por eso a menudo es compañero de ruta de los movimientos revolucionarios. Pero cuando las revoluciones triunfan, no es extraño que vuelva a ser un rebelde". Fue el presidente de la comisión encargada de investigar las desapariciones durante el gobierno militar de Videla y sus secuaces (la CONADEP), y antes un empecinado crítico de Perón y sus chacales (entre ellos el furibundo López Rega). De joven fue comunista, y pronto crítico del comunismo. Nunca permitió que una ideología se fosilizara, y se esmeró porque tampoco lo hiciera en los otros. Tuvo famosas discrepancias y peleas con otros escritores, y sin embargo nunca dejó de declarar la admiración que sentía por muchos de ellos (dicho sea de paso, que pese a la intrincada relación que tuvieron durante muchos años, nadie debe haber admirado tanto a Borges como Sábato). Su lucidez y su agudeza crítica, así como su fuerza y temeridad frente a las verdades amargas, siempre me han hecho pensar en Sartre, en Pasolini y en Gore Vidal. Sábato, como ellos, pertenecía a esa extraña especie de genios que nacen muy de cuando en cuando, a los que el mundo teme como a lobos, aunque le hagan muchísima falta. Como bien escribió sobre él Guillermo Niño de Guzmán, "él, mejor que nadie, sabía que el sueño de la razón engendra monstruos". Por cierto, que hasta resulta gracioso pensar que su partida fue casi una última irreverencia, de paso que una última afirmación de lo que él simbolizaba, porque aconteció un par de meses antes de su centenario, ése que tantos esperaban.
Siempre lamentaré no haber podido conocerlo. Estuve muy cerca, pero su delicado estado de salud fue motivo suficiente como para no poder entrar en su casa. Fue en el 2008, cuando fui con mi buen amigo Mariano Peró (que me visitaba en Buenos Aires) a buscar su casa en Santos Lugares. Tomamos el tren en Retiro y nos bajamos en la misma estación cerca de la cual se suicidó Lucho Hernández. El paisaje era impresonante, y enseguida me hizo pensar en el ambiente que está en los libros de Sábato, como si su mera presencia hubiera contagiado al rostro de las calles. Fue un día de sensaciones intensas: de pie al frente de su casa, me costaba creer que estaba parado a escasos -muy escasos- metros de uno de los mayores genios vivos. ¿Realmente estaba él del otro lado de esas paredes? Costaba creerlo, pero era así. El muchacho que salió a recibirnos nos dijo que no, que lo sentía mucho, pero que iba a ser imposible entrar a conocer a Sábato -ni siquiera el papel de recomendación de Luis Jaime Cisneros que Mariano había traído de Lima pudo hacer el milagro. Pero no importaba: ya estábamos allí, y con esa sola memoria ya podía volverme tranquilo a casa. Fuimos a tomar un café cerca de la estación y volvimos a abordar el tren.
Aquí estoy yo, impactado por un mar de emociones encontradas, frente a la casa de Sábato, en el 2008. |
Ahora que te has marchado, Sábato, las cosas van a seguir igual de tristes y absurdas que siempre. No puedo llorar tu muerte, porque hay algunos, como tú, para los que ese estado no es más que una etiqueta y una promesa de paz. Pero como tú mismo escribiste en tus diarios de vejez, "lo más hermoso de la vida es la gratitud", y es eso lo que quiero yo ahora: darte las gracias por haber hecho de mi vida, de este mundo que compartimos los hombres, algo diferente, por haber traído a habitar entre nosotros tantas páginas maravillosas. Por haber hecho de la literatura algo mucho más vívido y real de lo que nadie imaginó que sería nunca, por haber sido un tan buen padre literario y una figura a la cual admirar y querer seguir.
La muerte, Sábato... ése es uno de los temas de los que más me hubiera gustado sentarme a conversar contigo. Porque supiste sentirla, entenderla y, a tu modo, quererla. Sé que ahora la agradeces, que para tí es la última victoria, esa que, al fin, te dará la Paz que nunca pudo darte el mundo. ¿Grabarán sobre tu tumba ese hermoso epitafio que inmortalizaste en Abbaddón el exterminador? Ese que dice:
Ernesto Sabato
Quiso ser enterrado en esta tierra
con una sola palabra en su tumba
PAZ
No lo sé, y tal vez no importe. La guerra que quisiste librar a lo largo de toda tu vida continuará en las vísceras de nosotros, tus lectores. Tú, al fin, podrás descansar, satisfecho más allá de toda autocrítica (porque nunca te tuviste mucha compasión) de haber logrado tantas cosas, de haber cosechado tanto, y de haberte ganado no sólo la admiración, sino también el más sincero cariño de los que hemos tenido el placer de leerte.
Mis palabras son torpes, lo sé. Es difícil tener la cabeza clara y tratar de ordenar las ideas cuando uno está sumergido en un estado emocional como este en el que me encuentro. Es difícil, además, hablar de todo lo que eres y has sido, de lo que seguirás siendo. Pero hago lo que puedo, Sabato, hago lo que puedo... Puedes tener por seguro que esta noche voy a levantar una copa muy en alto, más alto de lo que he levantado nunca una copa, para brindar por tu memoria. Y puedes estar seguro, también, de que otros imitarán ese gesto.
Hoy es sábado (curiosa casualidad lingüística, casi se diría que has elegido el día a propósito), y no quiero dejar de cumplir con mi tradición musical sabatina. Así que la de hoy te va dedicada muy especialmente, Sábato, porque sé lo mucho que admiraste y sentiste esta canción, y porque todavía no encuentro formas suficientes de demostrar mi gratitud. Ahora ustedes, mis queridos lectores: una copa en alto, que hoy ha muerto un verdadero Genio. Hasta siempre, Ernesto Sábato.