martes, 8 de febrero de 2011

El ayer y el ahora de Herbert Marcuse


Alguna vez he dicho algo por aquí sobre la Escuela de Frankfurt, comentando sus notorios logros y, de paso, algunos de sus tropezones teóricos. Pero no hay que confundirse: tropezones los tiene cualquiera, y la pura verdad es que a este grupo tan original de pensadores les tenemos una deuda inmensa, ya sea que hablemos de la renovación del criterio y la misión de la reflexión filosófica, o que señalemos el ingreso de un pensamiento que ya no se bastaba a sí mismo, sino que nos enseñó a echar mano de lo escrito desde otras disciplinas (sociología, psicología y demás). 
Casi un siglo después de los años de la primera generación de la Escuela, ya no sé hasta qué punto se pueda decir que han sobrevivido los nombres de sus miembros. Adorno todavía es objeto de culto en algunos círculos reducidos; a Horkheimer el tiempo le ha sentado pésimo, y la verdad es que muchos de sus textos, hoy, ya no parecen tener demasiada relevancia; Erich Fromm es, para algunos, un autor con escritos muy rescatables (me incluyo en este grupo), mientras para otros es un psicologastro con algunos títulos bonitos que venden en los quioscos. Pero de todo esto parece quedar muy poco,  y he conocido a filósofos que ni siquiera han oído mencionar alguno de estos nombres, o que lo hicieron pero poco importó. Yo, personalmente, creo que esto es una lástima: al fin y al cabo, los Frankfurt, los padres de la Teoría Crítica, todavía tienen demasiadas lecciones que darnos. 
En todo caso, creo que el más sólido de todos estos pensadores fue otro, uno al que el correr de los años llamaría para liderar todo un movimiento político y filosófico entre los años cincuenta y setenta, sólo para empujarlo a un costado después, y dejar que su nombre se vaya borrando en la mente de las personas. Injusticia abominable, porque si alguien tiene todavía mucho que darnos para pensar, ese alguien es Herbert Marcuse. 
Alguna vez charlé con Fernando Ampuero sobre Eros y civilización, una de las grandes obras de Marcuse que él recordaba como un clásico, un libro que nadie podía dejar de leer en los años sesenta, y que todo el mundo comentaba. Y me hizo, también, una pregunta: si me parecía que ese libro podía seguir vigente en algo. Me quedé pensativo unos momentos, y luego contesté que sí. 
Es verdad que mucho de lo que ha escrito Marcuse fue hecho para su momento, cuando las izquierdas todavía necesitaban de nuevas bases sólidas que pudieran sostenerse sobre los tiempos que les tocaron vivir. El estudio crítico de Marcuse sobre la realidad social, política y psicológica les cayó a pelo, y su nombre, como el de Sartre, marcó una generación de jóvenes dispuestos a salir a las calles con muchas ganas de hacerse escuchar (los mismos jóvenes a los que Marcuse, sin embargo, no dejó de criticar). 
Aún dentro del marco de la Teoría Crítica, Marcuse tuvo algo muy importante (algo de lo que le falta mucho, por ejemplo, a Foucault): me refiero a la lucidez autocrítica. A cada paso, cada página y con el paso de cada uno de sus años, Marcuse nuncca dejó de poner en tela de juicio muchas de las cosas en las que creía. Aún siendo marxista, pocos hombres han criticado al marxismo con la lucidez y la agudeza con la que lo hizo Marcuse. Sus obras, que tratan de llegar a ser positivas y no meramente una detonación de esperanzas teóricas, siempre se toman un momento para detenerse cada pocas páginas a repensar lo dicho hasta el momento. 
¿Cuál podría ser la vigencia de Marcuse? Pues a decir verdad hay mucho que rescatar. Ante todo, podría señalar su definición de "consumo", que ya no se refiere sólo al plano económico, sino también al psicológico: el consumo debe ser entendido en términos de "líbido", de energía, de instintos; debe comprenderse como parte del sistema del que se vale el orden social para utilizar a sus miembros para la obtención de beneficios. Siempre he pensado que la forma en que Marcuse ligó a Marx, a Heidegger y a Freud es, sencillamente, genial: el resultado, ya lo ven, es una obra sumamente crítica, que reconoce las ataduras entre el individuo como tal y su entorno, de modo que uno y otro se hacen entre sí, con lo que la sociedad adquiere un rol fundamental en el desarrollo psicológico, que es donde se generan las ataduras. ¿Acaso me van a decir que de todo este rollo no hay algo rescatable?
Además, hay otra cosa: la forma de mirar; esa agudeza crítica y ácida que, sin embargo, mantiene siempre su lucidez. Esa forma de no estar satisfecho con lo que se dice que es, sino que trata de buscar lo que quienes nos dicen qué es qué podrían estar tratando de conseguir. En tiempos como estos, creo que esto es muy, pero que muy necesario. 
No digo que Marcuse sea el último autor filosófico; no digo que no haya caído en tremendas exageraciones más que una vez; no digo que él no tenga tropezones. Lo que digo, sí, es que su obra tiene, aún en nuestros días, mucho, quizá hasta demasiado que enseñarnos acerca de la forma en que nos relacionamos con la realidad, de nuestra ceguera y de lo mucho que pueden guardar las apariencias, lo que se esconde detrás de lo cotidiano.

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