martes, 4 de septiembre de 2012

Reescribiendo el Pasado


Los hermanos Grimm deben su fama a sus extraordinarias versiones de los cuentos tradicionales que habían sobrevivido en Alemania a lo largo de muchos siglos. Pero pocos saben que esta recopilación forma parte de un proyecto mayor, cuyo objetivo era una recuperación romántica del pasado.

De un modo u otro, todos nosotros hemos formado nuestra imaginación entre los palacios y los bosques encantados de los Grimm. Aunque por aquel entonces no supiéramos el nombre de estos hermanos (que pasaron de bibliotecarios a profesores de la Universidad de Humboldt y, de ahí, el mayor de los dos, Jacob, a miembro del Parlamento de Frankfurt), sus relatos han estado siempre muy presentes en nuestra infancia, ya fuera que llegaran a nosotros por boca de nuestros padres, de los libros ilustrados o, claro está, de las magníficas películas de Walt Disney. 
Después de todo, ¿cómo hubiera sido nuestra infancia sin todos esos personajes de cuentos de hadas que, casi sin que nos diéramos cuenta de ello, iban enseñándonos a imaginar mundos diferentes al nuestro? ¿Sin Blancanieves, la Caperucita Roja, Hansel y Gretel, la Bella Durmiente o la Cenicienta? Personajes todos ellos que conocemos gracias al trabajo de los hermanos Grimm, aunque no hayan sido ellos, en realidad, quienes los crearon, ya que pertenecen a una tradición mucho más vieja, y casi todas sus historias datan de la Edad Media.
El verdadero trabajo de estos hermanos fue el de recopilar todo estos cuentos tradicionales de Alemania, muchos de los cuales seguían siendo relatados en los pueblos de las provincias, para luego adaptarlos al estilo de su época. Un trabajo tremendo y, pese a todo, de gran originalidad, pero que respondía a un proyecto mucho mayor, nacido de una preocupación que, en aquel entonces, atravesaba a casi toda la intelectualidad germana.

Un pasado glorioso
El primer responsable de que los Grimm se interesaran por los cuentos tradicionales no fue otro que el poeta y pensador romántico Clemens Brentano, al que conocieron en su paso por la Universidad de Marburgo. Quizá no se dieron plena cuenta de ello en un principio, pero lo que de alguna manera hizo Brentano fue sumarlos a las filas de los que luchaban por forjar una identidad nacional alemana.
Para entender todo esto hay que tomar en cuenta un detalle, y es que en aquel entonces Alemania no era ni siquiera un país, sino más bien “un mosaico de trescientos dominios” (la expresión es del catedrático español José María Valverde) más o menos independientes pero con una vaga noción de identidad. Pero, creían algunos, eso debía cambiar: para aquel entonces, Goethe ya había auspiciado la Unificación (que no se haría realidad sino hasta 1871, gracias a la gestión de Bismarck), y Hegel, al que todos veían como el abanderado del pensamiento universal, declaraba que, con la llegada de la etapa romántica, la historia estaba llegando a su punto más alto en términos de progreso espiritual y real. Pero no bastaba con cantar las glorias del presente: hacía falta, también, un soporte cultural para la idea de la unidad alemana.
Claro que hubo muchas tentativas para hacerlo, y cada autor lo hacía a su manera. Algunos creían que había que buscar mucho más allá de las fronteras, y así tenemos a Herder proclamando a Shakespeare como el Sófocles germano, o al universalista Goethe fundiendo las raíces culturales del norte con las griegas y latinas (en la segunda parte del Fausto, por ejemplo). Pero la tendencia general fue la de volver la vista a la Edad Media, que no tardó en convertirse, en la pluma de los poetas, en una suerte de Paraíso Perdido, una Arcadia poética en la que todos los alemanes habían estado unidos bajo un mismo ideal. Presente y futuro debían fundarse sobre ese pasado compartido que recibió el nombre de “Primer Reich”, o Primer Imperio.

Labor de autores
Todo esto, claro está, dio pie a dos clases de trabajos literarios: por un lado, estaban los escritores que idealizaban esa etapa medieval, que evocaban con la nostalgia del amante que ha perdido a su musa. Es el caso de la novela Heinrich von Ofterdingen, de Novalis, que además reúne buena parte de los tópicos románticos. Aquí, la labor era fundamentalmente creativa: prácticamente se trataba de inventar el pasado, para convertirlo en un símbolo, casi una premonición, del futuro.
Pero, del otro, tenemos a los que, empujados tal vez por el desarrollo que había alcanzado la filología en manos de autores como Lachmann o Schleiermacher, se propusieron recoger, recopilar y reescribir los viejos relatos que sobrevivían desde aquellos tiempos remotos. Tal es el caso de los hermanos Grimm, a cuyo arduo trabajo debemos buena parte de los cuentos que escuchamos siendo niños. Pero no solo eso: visto en función a su época, tampoco puede sorprendernos el hecho de que, entre sus trabajos, se cuenten no solo recopilaciones de relatos y leyendas tradicionales, sino también un Diccionario etimológico y un estudio sobre la gramática del alemán. ¿Por qué iba a hacerlo? Al fin y al cabo, la lengua es inseparable de la imaginación, y es su historia la que nos hace, en buena medida, ser lo que somos. 

(Este artículo fue publicado en El Dominical, suplemento cultural del diario El Comercio, el dia 2 de setiembre del presente año.)
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