martes, 29 de mayo de 2012

Mi nombre es Historia



“Cuándo, dónde, cómo ocurre el encuentro del individuo y la historia. Cuándo, dónde, cómo se cruzan los caminos del ser personal y el ser colectivo”. Creo que no exageraríamos al decir que estas cuestiones, que Carlos Fuentes se planteó en el prefacio a Los cinco soles de México, son las mismas que atraviesan toda la obra del escritor mexicano. Y, si llegara a surgir alguna otra pregunta en el camino, terminaría por llevarnos, también, a ellas tarde o temprano. Irremediablemente. Tal es la consigna de Carlos Fuentes: el protagonismo de la historia.

Thomas Nagel escribió alguna vez que todo buen filósofo debe encontrar la obsesión que ha de guiarlo por el resto de su vida. Pues bien: esta afirmación también se aplica a los escritores, y en el caso de Fuentes esta obsesión es la Historia (escrita así, con mayúscula). Basta con revisar cualquiera de sus libros para notarlo: ya sea con la excusa de alguna oscura conspiración de clave policial (como sucede en La cabeza de la hidra), del retrato de las costumbres y supersticiones de los habitantes de la provincia (caso de los cuentos reunidos en Cantar de ciegos) o del repaso del imaginario colectivo del pueblo mexicano (como en Los años con Laura Díaz). Antes de darnos cuenta, ya estamos caminando por los pasillos de la Historia; tal vez porque siempre estuvimos en ellos, y no hay forma de abandonarlos.
La obra narrativa de Fuentes parte, siempre, de esta noción de conjunto. El individuo, para él, no puede ser arrancado de su sociedad, y ésta hunde a su vez las raíces en lo más profundo de la suma de los días que dan forma a su pasado. De ahí que, de una forma u otra, siempre nos veamos forzados a volver la vista atrás, a la vieja pregunta por el origen. De esta forma, Carlos Fuentes tiende uno de los puentes más impresionantes (y originales) que se hayan proyectado alguna vez en el terreno de la literatura, dando un paso más allá del mero concepto de “novela histórica”.
Y es que, si pensamos en las novelas que escribió, no nos encontramos frente a una trama que se ubique dentro de un momento histórico dado. Más bien, hay que dar vuelta a la moneda: es la Historia misma la que toma aquí la batuta para dirigir a la orquesta; es ella la que absorbe a sus personajes, con lo que los acontecimientos se alzan aún por encima de las pasiones, hasta el punto de asumir el rol protagónico. Si pensamos, por ejemplo, en una novela como Los años con Laura Díaz, no son las pasiones ni los romances de Laura con lo que nos quedamos al cerrar el libro, sino más bien con la forma en que hemos visto, a través de sus ojos, el correr de esos años, entre el aroma a pólvora de la revolución, el eco que llega de la guerra en España y la reconstrucción de la identidad mexicana a través de personajes como Diego Rivera o Frida Kahlo en los albores de una nueva etapa económica. En pocas palabras, que lo que se nos da es un lugar privilegiado para ver cómo los hechos se suceden para ir tejiendo el mosaico al que llamamos “presente”.
De más está decir que se trata de un recurso literario peligroso, que puede poner en riesgo la vitalidad de los personajes al reducirlos a meras fichas que ruedan por un tablero demasiado grande. Pero, por suerte para nosotros, Carlos Fuentes casi siempre logra vadear este peligro, valiéndose para ello de su talento como escritor. Las lecciones que aprendió de autores como Faulkner y Thomas Mann le dan un criterio narrativo que le permite atravesar la historia de un país a través de los deseos, temores, romances y desencuentros de sus personajes en cada uno de los momentos de la misma. Así, Fuentes no solo consigue consolidar a la historia como su proyecto, sino que además logra reflejar, a través de la prosa, el sentimiento de distintas generaciones de mexicanos, y aún de latinoamericanos. Como él mismo escribió, en el mismo prefacio que citamos al principio: “La memoria y el deseo saben que no hay presente vivo con pasado muerto, ni habrá futuro sin ambos”.

(Este artículo salió publicado en El Dominical, suplemento cultural del diario El Comercio, el domingo 20 de mayo del 2012. Ya pasó un tiempo desde la muerte de Fuentes, pero nunca está de más rendir otro pequeño homenaje, de paso que sacar a "relucir" las cosas que escribo. En fin... qué vida esta... )

miércoles, 23 de mayo de 2012

William Burroughs: la velada inquietante



Resulta muy difícil, si no imposible, hacerle justicia a un escritor como William S. Burroughs. Violento y ensordecedor, pero al mismo tiempo majestuoso y poético, su figura parece alzarse en la mitad de la encrucijada que separa al narrador más crudo y demencial del frío y analítico hombre de ciencias. Y esto no es una simple metáfora, sino que, realmente, cuesta creer que el autor de novelas como Yonqui o la célebre El almuerzo desnudo sea el mismo que se sentaba a escribir con toda seriedad sobre los efectos de las diferentes drogas, con comentarios respecto a su posible efecto sobre el cerebro y métodos de combatir su adicción. En un caso como este, cuando surge la pregunta acerca de dónde terminan las máscaras para dar paso al verdadero rostro del hombre, hay que resignarse a admitir que no hay mascarada alguna, y que la voz que nos llega desde las páginas es, siempre, real.
Claro que Burroughs, como Byron o Bukowski, debe buena parte de su fama a los excesos de su vida privada, que fue el combustible con el que alimentó su obra. A mediados de la década del cuarenta, cuando el autor apenas si pasaba de los treinta años, entró en contacto con el grupo que, algo después, se haría conocido como “La Generación Beat”, si bien él siempre se negó a ser incluido en ella: Jack Kerouac, Neal Cassady, Allen Ginsberg y John Giorno fueron algunos de sus compañeros por aquel entonces, en correrías cuyo objetivo era dar con una experiencia trascendental que los llevara más allá de los límites de la propia realidad. Objetivo que, de más está decirlo, jamás era alcanzado, lo que los empujaba a estar siempre, parafraseando la simbólica novela de Kerouac, “en el camino”. Una actitud, ciertamente, candorosa, apenas un pseudo misticismo infantil, que muchos de los “beats” tuvieron que pagar a un alto precio. Y Burroughs, que por estos años se dedicó a vivir en carne propia todos los excesos que las drogas pudieran ofrecer (sobre todo la heroína, pero sin hacer ascos a ningún otro estupefaciente, incluyendo jarabe para la tos y nuez moscada), no fue la excepción.
Sin ir más lejos, fue en 1951 que aconteció la más conocida de las tragedias de la vida de Burroughs: la muerte de su esposa, Joan Vollmer, de la que él fue responsable. La pareja, dada como era a las emociones fuertes, había ideado un pequeño juego de tiro al blanco al que llamaban “Guillermo Tell”, donde el blanco era una manzana puesta en equilibrio sobre la cabeza de Joan y el tiro… pues eso: un tiro con el arma de William. No es difícil imaginar lo que sucedió: Burroughs, inculpado por homicidio, tuvo que pasar trece días en prisión, aunque la peor de las jaulas fue, indudablemente, la negra depresión en que lo hundió aquel terrible “accidente”. Treinta años después moriría su hijo, un alcohólico al que no le bastó con consumir su propio hígado, sino que hizo lo mismo con el que recibió en un trasplante.
Perturbador e inquietante, este es un autor cuyos textos reflejan, de una manera u otra, pero siempre con absoluta sinceridad, el asalto de sus demonios más profundos. Lo que no significa, claro está, que todo este caos verbal fuese resultado de un simple acto reflejo o de la improvisación. Muy por el contrario, lo que coloca a William Burroughs por encima del común de los escritores de su época, y aún de algunos de los mayores, es precisamente el genio y la diligencia con los que construía sus textos. Y, si bien es cierto que se trata de un escritor desigual, la altura poética de sus mejores momentos hace que olvidemos enseguida los párrafos menores.
Por violenta y caótica que sea, la estética de Burroughs responde a un duro trabajo creativo, producto de una larga serie de lecturas y refinamientos. Es lo que se hace notorio cuando pensamos en su máxima creación, El almuerzo desnudo: un tour de force por los más oscuros precipicios de nuestra condición humana y de la sociedad contemporánea, donde los alaridos de dolor no tardan en confundirse con gemidos de placer y con las carcajadas. Es indiscutible la influencia de Nietzsche y del Marqués de Sade, pero en su cuidadosa arquitectura verbal, que vuelve continuamente a temas y motivos determinados, se reconoce también la sombra de Joyce. Y, por su estructura y composición general, el libro se vuelve aún más allá, hasta Dante y su Divina Comedia, para presentarnos un Infierno sin puertas ni ventanas por cuyos círculos ha de guiarnos la voz del propio Burroughs, como un Virgilio delirante. Una obra, pues, que esconde tras la blasfemia y el espanto una compleja e insospechada maquinaria narrativa, que podemos reconocer una vez que admitimos que, así como hay quienes nacieron para construir represas, hay otros cuya especialidad es desbordarlas. Como bien lo dijo él mismo: “No busco entretener…”. 

(Este artículo fue publicado en El Dominical (suplemento cultural del diario El Comercio) el día 29 de abril del 2012.)

martes, 15 de mayo de 2012

Despedida a Carlos Fuentes


Todavía recuerdo la primera vez que leí a Carlos Fuentes. Yo tendría unos diecisiete años, y, aunque nunca hubiera abierto uno de sus libros, su nombre me era más que familiar (como suele suceder con escritores de su talla). Por aquel entonces fue que compré La cabeza de la hidra, en una edición sencilla pero bien hecha, y no pasó mucho tiempo antes de que me volcara en sus páginas. No sé cuál sería mi impresión si se me ocurriera releer esa novela, pero en ese entonces me absorbió como un agujero negro: una trama policial que, me pareció a mí, estaba muy bien dispuesta y estructurada, donde cada acción sucedía en medio del clásico ambiente de la novela negra y que, además, contaba con detalles que fácilmente se le calaban a uno hasta lo más hondo, como esas conversaciones telefónicas en las que dos de los personajes sólo hablan mediante citas de Shakespeare. Y, por si fuera poco, no pasó mucho tiempo después de terminarla cuando alguien me dijo que, de las obras de Fuentes, esa era una "relativamente menor". Dicho de una manera sencilla, me era imposible creerlo. Y, sin embargo, era así. 
Ahora, que tampoco voy a mentirles dándomelas de entendido. En realidad, es relativamente poco lo que he leído de Carlos Fuentes; pero ese poco basta (y sobra) para poder decir que es uno de los mayores novelistas del panorama latinoamericano del siglo pasado. 
Hoy, este escritor, cuya envergadura y porte realmente son comparables a los de las águilas a las que él se refirió en más de uno de sus textos, ha dejado de habitar entre nosotros, abandonando (así sea sólo en carne) el trono que los años y las obras le dieron en el ámbito de la literatura mexicana. No diré mucho más ahora, porque pretendo hacerlo en otro lugar, pero no quiero dejar de levantar mi copa (con una canción de José Alfredo Jiménez de fondo, claro está) en su nombre, y en el de la memoria de un autor en cuyas obras se refleja mucho más que la vida y la realidad de un país. Definitivamente, no será la muerte la que haga que esta fuente deje de manar. Ni, creo yo, lo será el olvido, porque sigue, y seguirá, siendo el rey. 




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