Este debe ser uno de los centenarios más absurdos que se hayan celebrado alguna vez en la historia del hombre. ¿Un siglo desde que el Titanic, por muy simbólico que sea, se hundió? O, tal vez, una excusa perfecta para vender afiches, reestrenar una de las peores películas que se han hecho (admitámoslo: el 3D no va a mejorar el guión) y hundir el Costa Concordia. Tal y como están las cosas, al naufragio ese ya no le queda ni una gota de simbolismo, y lo único profundo en el tema es el lecho marino en el que yacen los restos del barco.
Porque todo esto no fue siempre así. No: en aquel entonces, corriendo el año de 1912, el hundimiento del Titanic fue un baldazo de agua muy fría para la sociedad tecnócrata, progresista y positivista que todavía se creía los cuentos de la Belle Epoque. Fue la humanidad entera la que chocó contra el iceberg, la humanidad entera la que se hundió ante la inclemente e impredecible mano de la naturaleza. Pero los tiempos cambian, y ahora todo lo que ha quedado es una calamidad lo bastante grande como para ser un éxito de taquilla, un ardid publicitario de primísima calidad. Gajes de la posmodernidad, que le llaman: un ejemplo más de cómo se aplica la economía del gallinazo, según la cual no hay un solo muerto cuyo peso no se mida en oro.
A mí me da lo mismo, y el asunto hasta tiene gracia. Pero no deja de parecerme paradójico que, a un siglo del naufragio de los sueños del hombre, volvamos a vernos metidos en el mismo espejismo, entre tanto progreso tecnológico, como si no estuviera la muerte esperando a un lado del camino. Ya nos tocará nuestro iceberg: chocaremos contra él y nos congelaremos en un mar glacial. Pero eso sí: no aprenderemos nada. Es la gran condición del hombre, vivir en el reverso de esa gran frase de George Santayana según la cual el que no conoce su pasado está condenado a repetirlo. Y, encima, con dos huevos.