Hay una mañana que no olvidaré jamás: fue un mes de Agosto del año pasado (2008); aquel era un día de invierno porteño: frío y soleado, como a la expectativa de algo más que siempre parece estar llegando, pero que nunca llega. Un amigo y yo viajábamos en el tren de la línea San Martín hacia ese destino que yo, que había pasado por él tantas veces en esa misma línea de trenes, había visto por encima del hombro, añorándolo. Pero esa mañana era distinta: el tren reducía la marcha. Finalmente, se detuvo, y nosotros abandonamos el vagón: estábamos en Santos Lugares, camino a la casa del mayor genio vivo de Latinoamérica: Ernesto Sábato. Desgraciadamente, no pudimos entrar a verlo en su casa, debido a las condiciones impuestas por sus médicos, y tuvimos que contentarnos con tomarnos un par de fotos frente a la casa y luego pasar a tomar un café cerca de la estación, pero no me importó: el solo saber que estaba a escasos metros de aquella mente brutal, aguda y genial, que había escrito, entre otras cosas, la mejor novela escrita en este lado del mundo, me bastaba. He de reconocerlo: casi me sentí sumido en su extraño universo, rodeado de sus personajes y de sus fantasmas. Por un momento, casi quise tener la esperanza de volverme y encontrar a Alejandra Vidal Olmos a mis espaldas, como esperándome allí, tan lejos del Parque Lezama.
Me resulta muy difícil hablar de Ernesto Sábato: su compleja figura es sólo comparable en grandeza y genio particular a la de Borges (y eso en una escala diferente), y es tan complejo, contradictorio y... grande que no tengo otra opción que detenerme en seco y preguntarme: ¿Qué puedo decir yo? Porque Sábato es uno de esos escritores que, si te gustan, te absorben por completo, arrastrándote consigo hacia sus alturas y sus abismos. Creo que es imposible leer Sobre héroes y tumbas (y fíjense que hablo de una novela que yo leo, religiosamente, una vez por año) sin sentir que nunca, jamás, volverás a ser el mismo.
A todos los que me comprendan cuando digo todas estas cosas, creo que compartirán, también, mi deseo de brindar: mañana, 24 de Julio, Ernesto Sábato cumple nada más ni nada menos que 98 años. ¡Carajo! Y, según tengo entendido, muy lúcido, aunque físicamente gastado por el tiempo. Porque tómese en cuénta que hablo de los 98 años de un hombre cuya vida ha sido sinónimo de lucha, de ferocidad y de angustia, defendiendo por un lado a los más necesitados y desesperados (la CONADEP y el informe sobre los desaparecidos titulado Nunca más son solo un capítulo de esta batalla), especulando sobre el sentido y el papel de los hombres sobre la tierra por el otro, sintiéndose él mismo incapaz de encontrar algo fijo a lo que aferrarse pero anhelándolo, especulando en torno al existencialismo, escribiendo novelas como una forma de guerra "espiritual"... un universo caleidoscópico de hombres que se suman en uno: ese por el que, ahora, levanto un vaso y digo: "¡Salud, carajo!"