lunes, 19 de marzo de 2012

Reporte de daños (el gallinazo vuelve a Lima)


Arde a lo lejos, allende el mar, arde la Península Ibérica. Treinta y cinco días (lo he comprobado) no alcanzan para tanta belleza, tantos amigos, tantos destinos inesperados ni, todo hay que decirlo, tantas copas. Pero qué se le va a hacer: los mortales, y sobre todo los que no podemos disponer infinitamente del tiempo y el dinero, tenemos que apechugarnos y soportar las limitaciones. Después, ya lo saben, no habrá quién nos quite lo bailado. Anoche, después de un viaje que solo puede ser descrito como "de puta madre", volví a pisar la vieja tierra de mi Lima, la horrible y eterna. Y que no me vengan a pedir las cuentas de poco más de un mes de vagabundear por la Iberia, que no me alcanza el diccionario para describir tanta maravilla y, más aún, tanto agradecimiento. Lo que sí puedo hacer, para que después no me vengan con abucheos, es un breve recuento, que es lo que me dicta, en caracteres lentos y gordos, la nostalgia. 

Madrid, tremenda y enjuta, la de boina calada y guantes de seda, decía Sabina, y tan bien dicho; metrópoli con sangre de pueblo, tierra de todos más los rezagados, amable y urbana, que falta a la misa pero no olvida sus oraciones antes de dormir. Me ha echo sentir como en casa, lo digo de arranque, y lo mantengo contra viento y marea. No solo tuve la oportunidad de reencontrarme con mi viejo hermano (y sin embargo amigo) y tocayo Santi Guillén, al que no veía en casi cuatro años, sino que además tuve la oportunidad de verme cara a cara, y aún de almorzar, pasear, charlar y tomar unas copas con mi querido y admirado Mr. Mierdas, de paso que de charlar por teléfono con el gran matador Mr. Lombreeze y con la guapa Fiona (a la que, lamenteblemente, le debo una visita... pero llegará el día en que nos tomemos esa cerveza, lo juro, jajaja). Sus cañas, sus museos, sus bares, sus largas avenidas llenas de recordatorios de "El día de la bestia"... una ciudad como pocas, en resumen. 

Mr. Mierdas y un servidor, entre copas, tabaco y memorias de "El Tábano".
Valencia... alta y elegante, majestuosa, con un dejo de suburbio en ciertos rincones (para el espectador atento) y un barrio precioso y más tradicional que lleva el maravilloso nombre de Cabañales, donde me he tomado algunas de las cervezas que más he agradecido en mi vida, en mitad de una resaca como pocas. Fue aquí donde avisté, por vez primera, el Mar Mediterráneo, del que habla alguna canción de Serrat que a mí me gusta mucho, y donde probé el bocata de sepia. Llegué a tiempo, además, como para ver a una que otra fallera, luciendo el atuendo, y me fui justo antes de que arrancaran algunos disturbios que dieron de qué hablar. En un lugar especial de mi pecho me llevo la memoria de estas calles, carajo. 

De Salamanca diré que es un puente al pasado, un rincón medieval en la mitad de los campos de Castilla (Toledo, me dicen, también lo es, pero por esos lares no anduve, me temo). Además de ser la tierra de El Viti, gran torero al que, me dicen, debo mi nombre (porque se llamaba Santiago Martín), es también en mi vida el escenario de algunos momentos sublimes, como cuando anduve por el puente romano, o cuando me paseé por la vieja universidad, y hermosos detalles similares. 

Me es muy difícil, lo advierto desde ya, hablar de Sevilla. Dvd, con quien tuve el honor de charlar y beber hasta altas horas de la mañana en esta ciudad extraordinaria, entiende por qué lo digo. Bastará con que confirme lo que él ya dijo, y es que dije allí que ésa es una ciudad en la que yo podría vivir como en mi casa, y no negaré que buena parte del maravilloso recuerdo que me llevo de esta urbe de calles empedradas, en cada una de las cuales hay por lo menos cuatro o cinco bares (los conté caña por caña), se lo debo al susodicho, a su mujer, Anabel, y a la pequeña Adriana (mi sobrina, desde ya). Plaza de la maestranza, Naima, casa de Charly, bar latino (donde caí, dispuesto a dejarme el hígado, con otro peruano y un colombiano), calle Menéndez y Pelayo, pensión Doña Pepa... y no diré más, que me saltan las lágrimas. Cómo habrán sido los tiempos en que había locutorios en España. (¿Tendrá Anabel todavía las fotos que me sacó con Dvd?)

Paris, finalmente: hermosa y fría, como un enorme pastel de mármol, plagada de callejuelas, de música, de franceses y de memoria. Anduve mucho, me entendí poco y mal con la gente (no por su trato, sino por mi ignorancia del idioma) y terminé por enamorarme del Sena. Aunque, si he de ser sincero, me pasé la mayor parte del tiempo visitando cementerios (traje tierra de las tumbas de Nerval y Baudelaire, y pasé por muchas otras a rendir homenaje y dejar algo de tabaco, que los muertos también necesitan fumar). Guardo, también, un recuerdo del Cafe de Flore, el mismo al que iban, en sus tiempos, algunos grandes de la talla de Sartre, Camus, Breton o Durrell. 

En fin, que es todo lo que puedo permitirme. La nostalgia y el jet-lag se me acumulan en la garganta, así que sean comprensivos. Solo espero que no esté muy lejano el día en que pueda volver a pisar territorio español: entonces visitaré lo que el calendario no me dejó visitar, volveré a acercarme a Sevilla, y lo demás lo dejo a merced de la gran incógnita de lo que vendrá. En todo caso, y como hacemos siempre por estos lares, que quede en claro una cosa: que esta copa la levanto, y muy alta. Olé. 

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