viernes, 31 de julio de 2009

Fausto... ¿al fin?

A muchos podría parecerles muy extraño que, hasta el día de hoy, no se haya llevado a cabo ninguna buena adaptación cinematográfica del Fausto de Goethe; hasta que uno lee la obra, claro está, y se da cuenta de lo... complicado, digamos, de semejante proyecto. De hecho, toda la tradición "faustica" parece no congeniar demasiado bien con las cámaras, y el tema ha sido muy dejado de lado (hay excepciones, claro está, como Mephisto, de Istbán Szabó, que es una joya). Pero cuando uno se para a pensar un momento y pasa revista de algunos de los experimentos cinematográficos que se han hecho o que se están haciendo ahora mismo (filmes como la irrepetible y genial The Wall, de Roger Waters, o la nueva versión de Alicia en el País de las Maravillas por Tim Burton), uno tiene que pensárselo dos veces; más aún si recordamos que el Fausto de Goethe tiene la maravillosa cualidad de ser inagotable, múltiple, infinito. Y todo esto, de hecho, bien podría estar cambiando: Philipp Hochhauser acaba de llevar a cabo la hercúlea tarea de escribir y dirigir una nueva película basada en el guión original de Goethe, titulada Faust. Les dejo el trailer debajo, para que le den un vistazo; a mí, particularmente, me ha dejado con unas ansias insufribles de ver la película, que de momento sólo está circulando en círculos muy estrechos, participando en festivales y demás; pero quién sabe: con algo de suerte, llegará a las salas de cine latinoamericanas (o a las manos de nuestros geniales "piratas" y, luego, a los estantes de Polvos Azules). Por cierto, me gustaría comentar, también, que me gusta mucho la que parece ser la representación de Mefistófeles. ¿Soy el único que siempre ha pensado que el mejor actor para ese papel hubiera sido Malcolm Mc'Dowell? Lástima que no vaya a ser él, pero de todos modos parece que lo hace muy bien.

jueves, 30 de julio de 2009

Un tal Camilo José Cela


Creo que la única forma justa de mencionar a Camilo José Cela es así, con sus dos nombres y apellido: tres palabras que, unidas, dan una muy buena idea de lo que es la obra de este escritor: solidez, crudeza, fuerza e ironía. Y, también, poesía, porque hablamos del autor de una de las prosas más exquisitas de lo que ha venido siendo la literatura española de los últimos siglos, si es que no la más.

Un momento que creo nunca olvidaré fue la ya lejana noche en que abrí por primera vez La Colmena. Lo primero con lo que me topé fue con una serie de prólogos a las diferentes ediciones de la novela, a través de los cuales el autor reflexionaba en torno a varios puntos que, luego, se enmarañarían entre las páginas. Esa noche descubrí un sabor de literatura que nunca antes había conocido, que era absolutamente nuevo para mí. Cada vez que leía eso de no dejarnos vencer por la tristeza, un sentimiento muy extraño se revolcaba en mis entrañas mientras me acariciaba el paladar. Y, luego, esa cita a la que no dejo de volver a cada momento: "La literatura no es una charada: es una actitud". Después, empieza la obra (que no es exactamente una novela), que, definitivamente, incluyo entre mis favoritas: la suma de retratos, sonidos, imágenes, personajes y diálogos que es La Colmena ha sido una de mis mayores vivencias como lector. Además, hay un punto que me gustaría señalar acerca de la obra de Cela en general y de La Colmena en particular, y lo hago como un lector hispanoparlante no nacido en españa: es imposible leer a Camilo José Cela sin la entonación particular que dan los españoles al idioma español, como si en esas páginas estuviese capturado algo de la España que fue, de la España que es. Esta es una forma de lectura que sólo se me ha vuelto a imponer tiempo después, leyendo La Nardo de Ramón Gómez de la Serna, y en mucho menor escala. Pero claro, si hablamos de dos genios como ellos...

Pero hay otro Camilo José Cela, que sin embargo no deja de ser el mismo: el Cela personaje, el Cela entrevistado, el Cela que alguna vez anduvo por las calles de Madrid o de Mallorca y que era un especialista del humor y la grotesquería con el mejor estilo medieval. Vivencias extrañas, bromas y ocurrencias tiene de sobra en su biografía: meterse, muy elegantemente vestido, a una fuente durante la inauguración oficial de una estatua en su honor; comerse un grillo una noche en un bar sólo para demostrar a una señora que se trataba de una criatura inofensiva; o quemar su licencia de conducir sólo porque no entiende el sentido de las normas que lo obligan a, entre otras cosas, detenerse en las esquinas y ante los semáforos. Pero las historias sobran (en sus entrevistas hay montones), así como las bromas. Una que narra en el transcurso de una entrevista con el Paris Review, por ejemplo, es que estaba en una reunión del congreso, muy aburrido, y que uno que estaba hablando en ese momento le llamó la atención y lo acusó de eestar dormido, a lo que Cela respondió que no, que no estaba "dormido", sino que estaba "durmiendo". Cuando el otro le dijo que esas dos palabras eran lo mismo, Cela, con infinito tino y con astucia de zorro, le respondió que no era así: que, del mismo modo, no era lo mismo estar "jodido" que estar "jodiendo".

En fin, un breve brindis por Cela, un escritor al que debo mucho y que merece ser más recordado de lo que es últimamente. Ya casi nadie habla de Cela, y sin embargo... sólo puedo decirles que lo lean, que se dejen arrancar por sus páginas. Aunque, ciertamente, a él no le importaría demasiado lo que le digan, o lo que dejen de decirle.


p.d. Vean la entrevista que le hace J. Soler Serrano a Cela, que está colgada en Youtube y es, sencillamente, genial.

Lenore, the cute little death girl


Recién llegado a Lima tras unos días en el campo, retomo las armas (palabras, comas, café, cigarrillos, puntos y comillas), y vuelvo al ruedo. Empezaré, pues, recordando una vieja serie de cortometrajes animados... yo tendría cuánto, trece o catorce años cuando la pasaban por la televisión, por las noches, muy tarde, y no había nada como esa espera a que de pronto, entre un programa y otro, pasasen un episodio de Lenore, the cute little death girl.

La serie en cuestión trata de Lenore, una niña que murió a los diez años mucho tiempo atrás que, por algún motivo, ha vuelto a la vida, y que se ve rodeada por una serie de extraños y grotescos personajes (el vampiro Ragamuffin convertido en peluche, Taxidermy, Mr. Gosh...) que parecen arrancados de algún delirio de Tim Burton. Pero lo más atractivo de la pequeña Lenore es la mezcla de sadismo e inocencia que encarna, como apenas consciente de lo sanguinaria que es, manteniendo siempre en acción un juego del que nunca podemos estar seguros que ella note en alguna proporción. Es, en fin, una serie encantadora, entretenidísima, original y muy bien escrita.

Y, ya que llegamos a este punto, hablemos de autorías. Esta serie está inspirada por el cómic del mismo nombre, creado y escrito por el artista y mago Roman Dirge, autor, entre otras cosas, de muchos de los guiones del conocido Invasor Zim. Dirge, sin embargo, encontró las semillas para Lenore, su mejor creación, en la vieja literatura; en este caso, el poema Lenore, de Edgar Allan Poe (que no es un buen poema, y que yo creo inspirado, a la vez, por la Elanor de Blake). El resultado, pues, es este, que yo les invito a apreciar a todos, y del que se pueden encontrar todos los episodios en Youtube.

sábado, 25 de julio de 2009

Bukowski, intimista ebrio


Whitman veía en el discurso poético una forma de charlar con cada individuo, con cada lector, con la humanidad toda, aún con la futura. Ante semejante espectáculo, Bukowski hubiera sonreído con ironía y se hubiera retirado por algún callejón: poco podía imporetarle, a él, la Humanidad. Y es que, si la poesía es una forma de diálogo, la de Bukowski es de un tipo bien distinto: en lugar de los discursos altisonantes y felices del mega-ego de Whitman, él optó por una forma de charla muy diferente: la que se tiene en la barra de una cantina, lo más probablemente con un desconocido, que es una de las formas más solitarias de comunicarse. Bukowski prefería el tono íntimo y visceral, con unos cuantos tragos encima, con malhumor o con risas, y sin embargo siempre honesto. Y eso es su obra: una extraña mezcla de ternura, jocosidad, humor, perversidad, patetismo, ebriedad, desencanto, genialidad y delirio, impregnada de olores a cerveza rancia y a sexo, con sabor a vino barato y a gloria.

Y, pese a todo, resta siempre esa pregunta fatal: ¿quién fue, en realidad, Charles Bukowski? ¿Quién está detrás de la figura del genio, del alcohólico, del sátiro? ¿Qué rostro hay detrás de la leyenda, y qué mueca pone? Porque pocas leyendas literarias ha sido más inflada que la de Bukowski, que (él siempre lo afirmó) no entendía todo ese hablar de él, que sólo quería tomar y escribir en paz. Bien visto, Bukowski era un genio extraño que aspiraba a la sencillez, pero que no podía dejar de alimentar el mito que se tejía en torno a su persona, y que, al fin y al cabo, quería poder disfrutar de las cosas sin ese resto de temor, sin ese escalofrío que lo invadía ante la certeza de que no había nada que justificase la existencia de nada.

De modo que, para curarse del mundo, del sinsentido, de los demás, de sí mismo, está la literatura: "Esencialmente era por eso por lo que escribía: para salvarme el culo, para salvarme del manicomio, de las calles, de mí mismo" (Hollywood). Y esa literatura, al fin, sólo podía ser el diálogo errático que vive en las cantinas, esa forma de confesión íntima y desinteresada a la vez. Nada más que distracciones, simulacros de juego, carnavalerías y copas, y sin embargo el rostro más íntimo y desesperado de un poeta genial que nunca supo muy bien por qué estaba en este mundo, como un Baudelaire del siglo XX.

¿La receta? Neil Baldwin dijo así: "Tómese una porción de Hemingway, añadir una dosis de humor (del que Hemingway extrañamente carece, mientras Bukowski es un virtuoso), mezclar con un puñado de hojas de afeitar y varios litros de vino barato, luego una o dos gotas de ironía, agitar bien y leerlo al final de la noche: así tendrá el auténtico sabor Bukowski". Yo, personalmente, hubiera agregado un poco de Sade, dos o tres gotas más de ironía, algo de Baudelaire y sábanas sucias. Luego, eso sí, leerlo al fnal de la noche, a la hora Bukowski, con un vaso de whiskey.




la tragedia de las hojas

me desperté para la sequedad y los helechos estaban muertos
las plantas enmacetadas amarillas como el maíz;
mi mujer se había ido
y las botellas vacías como cadáveres desangrados
me rodeaban con su inutilidad;
el sol todavía era bueno, sin embargo,
y la nota de mi patrona partida en fina e
insolicitada amarillez; lo que era necesario ahora
era un buen comediante, estilo antiguo, un bromista
con bromas sobre dolor absurdo; el dolor es absurdo
porque existe, nada más;
afeité cuidadosamente con una navaja vieja
al hombre que una vez fue joven y
decía tener genio; pero
esa es la tragedia de las hojas,
los helechos muertos, las plantas muertas;
y caminé hacia un vestíbulo oscuro
donde la patrona estaba de pié
execrativa y terminante,
mandándome al infierno,
ondeando sus brazos gordos y sudorosos,
y gritando
gritando por la renta
porque el mundo nos había fallado
a ambos.


(Traducción hecha en casa por un servidor)

De Dualidades y Dioses: una reflexión onto-teológica


"¿Comedia o tragedia? ¿Qué aspecto elegimos, viejo? La verdad es que a partir de nuestras penurias se puede hacer cualquiera de las dos cosas".
Lawrence Durrell
Monseur


Una mala manía de los hombres (acaso de las peores) ha sido, siempre, la de dar un valor ontológico propio a lo que no es sino un juicio calificativo, una etiqueta. Bueno o malo, bello o feo, positivo o negativo... La pura verdad es que las cosas, por sí mismas, no se hacen tantos problemas: sencillamente, "son". Por eso la cita de Durrell que he incluído arriba: la vida no es tragedia ni es comedia; es ambas cosas y ninguna. ¿Qué trato de decir? Que no es ninguna de esas cosas, porque "vida" es apenas una palabra sin contenido, que trata de aprehender la realidad temporal del existente hasta su neutralización, es decir, hasta su muerte, cuando la categoría de "ser" deja de tener vigencia. A los que estén familiarizados con Heidegger y con Jaspers, todo esto les sonará como un cuento conocido, y lo reconozco desde el principio. Mi forma de pensar en lo tocante a este punto les debe no sólo mucho, sino casi todo, a ellos y a Sartre. Puestas en claro las influencias y autorías, sigo adelante.

He dicho, también, que es ambas cosas. Bueno, pero este "es" en particular es bastante complejo... porque de acuerdo, la vida "es" algo en tanto que nosotros dotamos al término su sentido, y necesariamente nos formamos un concepto de lo que es la vida. Pero, ¿tragedia o comedia? Bonita dialéctica, ¿no?

Basílides y sus seguidores hicieron propia la tradición gnóstica que divide a la divinidad en 365 dioses; el primero, el único realmente Perfecto y Total llevaba el nombre de "Abraxas", y era, a la vez, Dios y Demonio, reunión de Bien y de Mal en equilibrio y concordancia. Es decir, que los basilideanos negaron el dualismo bien-mal que tanto perturba a la mayor parte de las religiones, entre ellas al cristianismo del que surgió el gnosticismo. No hay una división como la que describe Dante entre Cielo e Infierno, ni es Dios el sumo bien como lo defiende Descartes. Bien pensado el asunto, ¿puede un ser absolutamente bueno ser perfecto? ¿No tendría que ser la perfección la Totalidad absoluta y ordenada? Eso era Abraxas, precisamente.

Tenemos que ser conscientes de la posibilidad de que Dios, suponiendo que exista, no sea lo que nos dicen que es. Basta suponer a Dios capaz del más mínimo acto de maldad para que toda la creación y cuanto comprende se convierta en algo menos que un mal chiste. Tomando esa posibilidad en cuenta, cambian los valores de todo, y nuestra vida puede ser una tragedia (una lenta agonía que sólo espera a la muerte) y una comedia (por su patetismo) al mismo tiempo y sin que una condición excluya a la otra.
Claro que todo esto no es más que otra suma de palabras: si decimos que un dios es suma de bien y mal, presuponemos una categoría ontológica para ambos, lo que los convierte en algo más que un juicio relativo o intersubjetivo. "Perfección" es otra de estas palabras que resulta muy fácil utilizar, pero no tanto definir. De todos modos, no está de más dar un par de vueltas al asunto y cuestionarse un poco acerca de qué tan firmes son los pilares que creemos lo suficientemente sólidos para sujetar nuestras vidas, nuestra seguridad y nuestras creencias. Al fin y al cabo, existir es construir y destruir constantemente lo que vamos siendo (es decir, dejando de ser): la existencia, como defendió Jaspers, es constante tensión; el existente está siempre en un estado crítico, lo note o no, entre la aspiración a la trascendencia y la fatal inmanencia. Vivimos interpretando nuestra realidad en su totalidad y reconstruyendo lo que "somos" a cada instante: esa tensión es, también, nuestro drama, nuestra comedia y nuestra tragedia.

No sé si esta reflexión tiene o no algún sentido; en todo caso, es una de esas cuestiones que siento profunda e íntimamente. Si existe un dios, tiene que poder ser un cabrón: no creo en bienes ni males desprendidos de un juicio valorativo; el argumento (que Leibniz defendió) de que las cosas, incluídas las malas o desagradables, se suceden de acuerdo a un designio divino que tiene por fin último el Bien y la Ciudad de Dios no es sino otra forma de decir que el fin justifica los medios, y no sé hasta que punto podamos estar de acuerdo con eso. No digo que necesitemos un Dios: digo que, si creemos o no en él, debemos poner en tela de juicio esa creencia, como todas, y llevarla hasta sus últimas posibilidades. Además, no sólo resulta constructivo, sino que puede llegar a ser divertido revisar cada una de esas posibilidades y sus necesarias consecuencias. ¿No podría ser el Dios que los cristianos reconocen el más imperfecto de los 365, como defendieron los gnósticos? ¿No podemos ser nosotros su pesadilla, como sugirió Ernesto Sábato? O, como sostiene Borges, ¿no es todo esto, al final, literatura?

Bukowski, intimista ebrio



Whitman veía en el discurso poético una forma de charlar con cada individuo, con cada lector, con la humanidad toda, aún con la futura. Ante semejante espectáculo, Bukowski hubiera sonreído con ironía y se hubiera retirado por algún callejón: poco podía imporetarle, a él, la Humanidad. Y es que, si la poesía es una forma de diálogo, la de Bukowski es de un tipo bien distinto: en lugar de los discursos altisonantes y felices del mega-ego de Whitman, él optó por una forma de charla muy diferente: la que se tiene en la barra de una cantina, lo más probablemente con un desconocido, que es una de las formas más solitarias de comunicarse. Bukowski prefería el tono íntimo y visceral, con unos cuantos tragos encima, con malhumor o con risas, y sin embargo siempre honesto. Y eso es su obra: una extraña mezcla de ternura, jocosidad, humor, perversidad, patetismo, ebriedad, desencanto, genialidad y delirio, impregnada de olores a cerveza rancia y a sexo, con sabor a vino barato y a gloria.


Y, pese a todo, resta siempre esa pregunta fatal: ¿quién fue, en realidad, Charles Bukowski? ¿Quién está detrás de la figura del genio, del alcohólico, del sátiro? ¿Qué rostro hay detrás de la leyenda, y qué mueca pone? Porque pocas leyendas literarias ha sido más inflada que la de Bukowski, que (él siempre lo afirmó) no entendía todo ese hablar de él, que sólo quería tomar y escribir en paz. Bien visto, Bukowski que aspiraba a la sencillez, pero que no podía dejar de alimentar el mito que se tejía en torno a su persona, y que, al fin y al cabo, quería poder disfrutar de las cosas sin ese resto de temor, sin ese escalofrío que lo invadía ante la certeza de que no había nada que justificase la existencia de nada.


De modo que, para curarse del mundo, del sinsentido, de los demás, de sí mismo, está la literatura: "Esencialmente era por eso por lo que escribía: para salvarme el culo, para salvarme del manicomio, de las calles, de mí mismo" (Hollywood). Y esa literatura, al fin, sólo podía ser el diálogo errático que vive en las cantinas, esa forma de confesión íntima y desinteresada a la vez. Nada más que distracciones, simulacros de juego, carnavalerías y copas, y sin embargo el rostro más íntimo y desesperado de un poeta genial que nunca supo muy bien por qué estaba en este mundo, como un Baudelaire del siglo XX.


¿La receta? Neil Baldwin dijo así: "Tómese una porción de Hemingway, añadir una dosis de humor (del que Hemingway extrañamente carece, mientras Bukowski es un virtuoso), mezclar con un puñado de hojas de afeitar y varios litros de vino barato, luego una o dos gotas de ironía, agitar bien y leerlo al final de la noche: así tendrá el auténtico sabor Bukowski". Yo, personalmente, hubiera agregado un poco de Sade, dos o tres gotas más de ironía, algo de Baudelaire y sábanas sucias. Luego, eso sí, leerlo al fnal de la noche, a la hora Bukowski.





la tragedia de las hojas

me desperté para la sequedad y los helechos estaban muertos
las plantas enmacetadas amarillas como el maíz;
mi mujer se había ido
y las botellas vacías como cadáveres desangrados
me rodeaban con su inutilidad;
el sol todavía era bueno, sin embargo,
y la nota de mi patrona partida en fina e
insolicitada amarillez; lo que era necesario ahora
era un buen comediante, estilo antiguo, un bromista
con bromas sobre dolor absurdo; el dolor es absurdo
porque existe, nada más;
afeité cuidadosamente con una con una navaja vieja
al hombre que una vez fue joven y
decía tener genio; pero
esa es la tragedia de las hojas,
los helechos muertos, las plantas muertas;
y caminé hacia un vestíbulo oscuro
donde la patrona estaba de pié
execrativa y terminante,
mandándome al infierno,
ondeando su brazos gordos y sudorosos,
y gritando
gritando por la renta
porque el mundo nos había fallado
a ambos.


(Traducción hecha en casa por un servidor)

domingo, 19 de julio de 2009

De los títulos de las pornos como una de las Bellas Artes


Ya señaló Borges alguna vez que el título es uno de los géneros literarios cuyas posibilidades y límites quedan aún por explotar. Yo, tomándome muy en serio sus palabras, pretendo hacerlo aquí en torno a una de las ramas del género menos tomadas en cuenta por la crítica: los títulos de las películas porno. Muchos, guiados por el prejuicio, el esnobismo o el mero espíritu conservador, dirán de antemano que no hay oro en esta mina, y que mis esfuerzos son no sólo vanos, sino hasta ridículos, pero estoy más que dispuesto a demostrarles cuán profundo es su horror.

Ante todo, cabe preguntarse: ¿a qué tipo de argumentos me enfrento? Puedo imaginarlo: me dirán que los títulos de las pornos son simples, muy poco pensados, apenas grotescas en el mejor de los casos, y muy pobres, literariamente hablando. A todos los que piensen así, yo les digo: bueno, vayan a darse una vuelta por las galerías y los puestos de cine porno y abran bien los ojos. ¿Qué es lo que yo encuentro en los títulos de las pornos? Una mezcla de imaginación, picardía y originalidad, con una dosis de morbo y grotesquería de lo más refinado. Juegos de palabras, hipérboles, metáforas, alusiones... toda una estética literaria, si quieren verlo de esa forma.

Pero no nos quedemos en las explicaciones: pasemos, mejor, a los ejemplos, empezando por uno de los más "literarios". En la lírica, la rima cumple una función específica: en las tradiciones antiguas, ayudaba a recordar los versos, tal como hoy en día funcionan las letras de las canciones. De todos modos, la rima siempre resulta llamativa; en la aplicación pornográfica, es hasta jocosa.
Vino a por trabajo y le comieron lo de abajo, Colegialas en celo aprenden inglés a pelo, El fontanero, su mujer y otras cosas de meter o Ensalada de pepino en el colegio femenino son algunos claros (y lúdicos) ejemplos, dignos de la mejor literatura pícara española. Es decir, cuando uno lee esos versos de Nicolás Fernández de Moratín que dicen: "No puedo menos que aplaudir, Carrasca, / el acorde vaivén de tu galope; / ningún miembro por grande se te atasca, // ¡oh Carrasca, blasón de las pobretas, / de grandes muslos y pequeñas tetas!" (Arte de las putas, canto III), ¿no está ante el mismo juego de humor, lujuria y picardía? ¡Y estamos hablando de un clásico, de la mejor literatura!

Pero ya que hablamos de la mejor literatura, ¿qué hay de esos inspirados por la mejor literatura, o por clásicos del cine? Aquí cabe citar algunos títulos ilustrativos: La banana mecánica; Don Pijote de la Mancha; Alicia en el país de las verguillas; Eyacula (Drácula X); Sin bragas y a lo loco; Tetanic; Eduardo Manospajeras; La guarra de las galaxias; El guapo, el feo y el miembro; Rabocop; El Polvo Jurásico; El Club de la Ducha. ¿Como para indignarse? Bueno, si no nos indignamos con adaptaciones tan malas como las que se han hecho de Dr. Jeckyl y mr. Hyde o de los cuentos de Poe, no veo el menor motivo para ello. Además, es una de las mejores formas de hacer algo absolutamente original basándose en un clásico.

Luego tenemos los sucios y los de reminiscencias gore, los crudos y hasta insólitos. Saliva sensual; Operación anal en la golfa; Los negros las prefieren blancas; Con el rabo entre las piernas; Sodomízala, negro; Cariño: tengo la regla; Torpedeadas por la popa; El potro se desboca; Chancho Sex; Putas de infarto son sólo algunos ejemplos. ¿Sucio? Definitivamente. ¿Malo? De ninguna forma: hay una estética del morbo, de lo sucio, de lo insólitamente perverso en juego. Pienso en el Marqués de Sade: un escritor sucio, no sólo inmoral sino inmoralista, amante de las palabras crudas y de las situaciones repulsivas. En sus tiempos, él y sus obras eran muy mal vistos; hoy, es un clásico que todo hombre culto tiene que haber leído. El tiempo a veces se equivoca; los lectores, como individuos, no. ¿No podría haber sido él autor de todos esos títulos? O tomemos otro caso: el de Alexandr Afanásiev. Fue un escritor ruso que, a mediados del siglo XIX, se propuso la tarea que ya habían realizado los hermanos Grimm en Alemania de recuperar y recopilar las historias tradicionales de su nación. Estas historias (cuya lectura recomiendo) llevan algunos títulos muy curiosos y divertidos, tales como "La polla caliente", "El coño y el culo", "La señora excitada", "Como los perros" o "El soldado duerme, pero la polla trabaja" (la traducción es, obviamente, española). ¿Qué me dicen de todo eso? ¡Y son historias muy viejas, en la mayor parte de los casos medievales! Títulos sucios, grotescos y explícitos, pero llamativos, capaces de generar un deleite único y, quién lo duda, perverso. También está Nicolás Restif de la Bretonne, contemporáneo (y enemigo) de Sade, que narró, con mucha elegancia y genial estilo, correrías sexuales e historias de deseo y lujuria, casi siempre con temáticas de pedofilia e incesto, y bajo títulos como El pornógrafo o Sara o la última aventura de un hombre de cuarenta y cinco años. El último (y obvio) ejemplo sería el de Bukowski: "¡Violación, violación!", "Un coño blanco" y "Doce monos voladores que no querían fornicar adecuadamente" (este último es uno de los mejores cuentos de Bukowski) son los títulos de algunos de los cuentos reunidos en el libro Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones. ¡Y miren de qué autores hablamos, joder!

Así que ya lo saben: a guardar los tabúes en el armario y a mirar con nuevos ojos todo el arte que encierra el título porno. Ya los pusimos al lado de los de algunos escritores de genio universalmente reconocido, y han demostrado merecer su lugar en el mundo; de todos modos, el solo examen de los títulos bastaba, creo yo. En fin, que espero haber hecho notar la calidad y la validez histórico-literaria de tal fenómeno; o, al menos, de haberles dado a mis lectores unos minutos de diversión y unas cuantas risas.

martes, 14 de julio de 2009

Los infiernos vivos de Tola


Algún crítico podría decir de la obra de Tola: "Mucho de vanguardias, los excesos del fauvismo y el onirismo de los surrealistas, con algo del tono típico del expresionismo, bla bla bla", y a todo ésto el autor no haría más que contestar con un tajante y ambiguo "ya" de los que le son tan característicos. Porque si hay que empezar a decir algo sobre la obra de José Tola, es que rechaza toda posibilidad de etiquetas, que corta con todo discurso generalizador, que es lo mismo que decir que todo intento de comprensión. Y esa es una buena pregunta (que es lo que tiene que generar el arte, antes que respuestas): ¿podemos entender la obra de Tola? ¿Qué es lo que hay en esos trazos agónicos y, sin embargo, llenos de furiosa vitalidad, que nos atrae pese a todo, que nos encierra en una enorme incógnita de la que no sabemos cómo salir, si es que lo queremos realmente?

Lo primero que me llamó la atención cuando me encontré ante una de las pinturas de Tola la primera vez fue la destreza con que había sabido estructurar el todo de la obra a través de un elemento impensable: el caos. Un caos, sin embargo, que se confunde con los colores y las formas que impregnan sus obras, porque no hay una barrera que separe fondo de forma, esencia y discurso. Pero, a diferencia de lo que pasa, por ejemplo, con Miró, todo este despliegue de excesos no es frívolo ni impersonal, sino que está cargado de una profunda humanidad, llena de vida que, como dije antes, agoniza ante nuestros ojos, pero que a la vez ríe, como ajena a su propio drama (Heidegger y Sartre tendrían un par de cosas que decir a este respecto, quién lo duda). Y es en eso donde, a mi parecer, nos encontramos con lo humano en su más inquietante cotidianeidad, en ese impulso loco de jocosidad y autodestrucción, de ternura y sadismo, de locura y melancolía. En fin, en ese enorme Caos.

Cuando uno se para a mirar un cuadro de Tola, uno no puede dejar de sentir que, de pronto, está rodeado por una inquieta compañía: seres que son todo ojos, manos y líneas parecen brotar del lienzo y envolvernos. "Criaturas imperturbables", las llamó Fernando Ampuero: seres como diosecillos paganos, o sátiros baudelairianos, que sin embargo son múltiples reflejos de las máscaras que se ponen los hombres. Los hombres que no bajaron al infierno, uno de sus últimos trabajos, por ejemplo: veinticuatro lienzos donde se aprietan figuras sin contornos, que no parecen muy seguras de lo que deben o pueden hacer, como en esa "estadía entre dos cielos que se pareció más a un infierno que a ninguna otra osa" a la que se refirió el pintor cuando hablaba del tiempo en que realizó las obras -¿podrían ser los dos cuadros restantes (rosa y negro, respectivamente) esos cielos?-, entre risas de júbilo y muecas de angustia, entre la danza y el terror, pero definitivamente siguiendo un ritual cuya finalidad desconocen. Una obra, lo repito, humana, a la vez sagrada y pagana, visceralmente bella, lo que emparenta a Tola la especie de pintores a la que pertenecen, entre otros, el Bosco, Goya, Delville o, en algunos casos, Xul Solar.

Y con esto hemos llegado a un punto crucial, porque se trata de hablar de la "belleza". ¿En qué rincón del infierno, de la desesperación, del caos, se esconde la belleza? Pues, en el caso de Tola, todo ello es la belleza. Como muy bien lo dijo Niño de Guzmán en el título de un ensayo sobre la obra del artista, "para encontrar la belleza hay que bajar al abismo". Es decir, que se trata de reconocer lo poético de la lucha, de la tensión existencial, de la pasión... Porque en Tola sobra la pasión: esa voluntad de devorar y ser devorado, de poder dejarlo todo en unos trazos sobre el lienzo, de poder arrancarse las tripas y escupir para luego buscar el reflejo de un rostro en unas figuras que se contorsionan, libre de máscaras. "A mí me intrigan los límites del ser humano. ¿Cuáles son? ¿Hasta dónde llega la barbarie? Me interesa tener una idea de lo que uno es y lo que es el mundo del entorno", dijo en una entrevista con Ampuero, después de hojear algunas revistas con imágenes de decapitados y libros sobre masacres.
Tensión, pues; y caos, y ruido, y locura... vida, al fin y al cabo: una propuesta de mirar profundamente en el rostro de los hombres, arrancando caretas, exhibiendo demonios. Pero me dirán que me la he pasado etiquetando lo que, según mis propias palabras, es inetiquetable... Bueno, pues les presento al Tola que yo reconozco y admiro como uno de los mayores genios de la pintura universal, al Tola en cuyos cuadros puedo encontrarme, al Tola que destruye y crea, y que nunca se da por vencido en su lucha, que es la única forma de vida que concibe.

Imágenes:
1. "Autoretrato"
2. "La amante del perro"
3. "Corto con la realidad"

sábado, 11 de julio de 2009

El máximo homenaje a Ernesto Sábato


Todo aquel que lea esta entrada, por favor disculpe la mala letra (y, por lo menos, reconozca la profunda y sincera admiración) con que homenajeé a Ernesto Sábato el mes pasado; contra José Saramago, no soy nada, y la belleza, la emoción y la admiración con que este hombre homenajea a su amigo argentino son únicas. Pero mejor callo, y les dejo a solas con la maravillosa prosa de san Saramago.


"Casi cien años, noventa y ocho exactos, son los que hoy está cumpliendo Ernesto Sabato, cuyo nombre escuché por primera vez en el viejo Café Chiado, en Lisboa, allá por los remotos años 50. Lo pronunció un amigo que inclinaba sus gustos literarios hacia las entonces mal conocidas literaturas sudamericanas, mientras que nosotros, los otros miembros de la tertulia que nos reunía al fin de la tarde, tendíamos, casi todos, hacia la dulce y entonces todavía inmortal Francia, salvo algún excéntrico que presumía de conocer de cabo a rabo lo que en Estados Unidos se escribía. A aquel amigo, que acabé perdiendo en el camino, le debo la incipiente curiosidad que me llevó a nombres como Julio Cortazar, Borges, Bioy Casares, Asturias, Rómulo Gallegos, Carlos Fuentes, y tantos otros que se me atropellan en la memoria cuando los convoco. Y estaba Sabato. Por un fenómeno acústico extraño asocié las tres rápidas sílabas a un súbito golpe de puñal. Conocido como es el significado de esta palabra italiana, la asociación tiene que parecer de lo más incongruente, pero las verdades son para decirse, y ésta es una de ellas. El túnel fue publicado en 1948, pero yo no lo había leído. Entonces, en aquella altura, con mis inocentes 26 años, todavía sería mucho el pan y la sal que tendría que comer antes de descubrir el camino marítimo que me conduciría a Buenos Aires… Fue ese inolvidable compañero de mesa de café el que me proporcionó la lectura de la novela. Desde las primeras páginas entendí hasta que punto había sido exacta la osada asociación de ideas que me hizo relacionar un apellido con un puñal. Las lecturas siguientes que hice de Sabato, ya fueran novelas, ya fueran ensayos, sólo confirmarían la intuición inicial, la de que me encontraba ante un autor trágico y eminentemente lúcido que, además de ser capaz de abrir caminos por los corredores laberínticos del espíritu de los lectores, no les consentía, ni en un solo instante, que desviasen los ojos de los más obscuros rincones del ser. ¿Lectura por eso difícil? Tal vez, pero lectura fascinante entre todas. La amalgama de surrealismo, existencialismo y psicoanálisis que constituye el suporte “doctrinario” de las ficciones del autor de Sobre héroes y tumbas, no nos debería hacer olvidar que este autoproclamado “enemigo” de la razón que se llama Ernesto Sabato es a la falible y humilde razón humana a la que acaba apelando cuando sus propios ojos se enfrentan a ese otro apocalipsis que fue la sangrienta represión sufrida por el pueblo argentino. Novelas que se ciñen a épocas históricamente determinadas y a lugares objetivamente definidos, El túnel, Sobre héroes y tumbas, Abbadón el exterminador no hacen oír simplemente el grito de una consciencia afligida por su propia impotencia y la visión profética de una sibila a la que el futuro aterra, también nos avisan de que, tal como Goya (más conocido como pintor que como filósofo…) ya había dejado constancia en su famosa serie de grabados los Caprichos: Siempre ha sido del sueño de la razón de donde ha nacido, crecido y prosperado la inhumana genealogía de los monstruos.
Querido Ernesto, entre el temor y el temblor transcurren nuestras vidas, y la tuya no podía ser excepción. Pero tal vez no se encuentre en los días de hoy una situación tan dramática como la tuya, la de alguien que, siendo tan humano, se niega a absolver a su propia especie, alguien que a si mismo no se perdona nunca su condición de hombre. No todos te agradecerán la violencia. Yo te pido que no la desarmes. Cien años, casi. Estoy seguro de que al siglo pasado se le podrá llamar también el siglo de Sabato, como el de Kafka o el de Proust."

(Fuente: cuaderno.josesaramago.org)

miércoles, 8 de julio de 2009

Para el Día de San Baco, o reflexiones en torno a la Causa Etílica


No en vano fue Baco dios de la poesía, ni ha muerto del todo su culto, pese al paso de los siglos: no se pronunciará su nombre, pero... ¿no son nuestras reuniones y borracheras formas rituales casi religiosas? Como el plato de sueño que necesita la sociedad para no caer en la locura (Bukowski escribió, sabiamente, que "es mejor la resaca que el manicomio"). Yo hasta propondría la celebración anual del día de San Baco, para que todos los paganos podamos sentirnos, por una vez, justificados por un día del calendario. Y creo que los poetas también tendrían que agradecerlo, pues, creo, no estarán todos ellos de acuerdo con la sentencia de Hegel que afirma que "del vino no nace la poesía". ¡¿Se imaginan semejante blasfemia?! Creo que un solo verso de Bukowski basta para enterrarlo, y hablo de él como un supremo exponente de la mejor poesía ebria (porque, parafraseándolo, ya que "las horas son largas y de alguna forma hay que ocuparlas hasta que llegue la muerte", ¿por qué no hacerlo con alcohol y literatura?); o, sino, una ranchera de Jiménez o de la Vargas, o alguna letra de Sabina (Ponme un trago más o La canción de los buenos borrachos, por ejemplo).

Todo esto en la antigüedad lo sabían bien: Homero se dedica, en repetidas ocasiones y con todo lujo de detalles, a relatar banquetes en los que nunca falta el vino; siglos más tarde, en la Roma Imperial, Ovidio lo santificó por su utilidad fundamental para la gesta amorosa, y luego Petronio escribió que "el vino es vida", y aún llegó a escribir una de las más bellas líneas sobre la condición humana valiéndose del ejemplo del vino: "Pues resulta -dijo -que vive más un vino que los pobres humanos". De hecho, los banquetes se convirtieron en un escenario clásico de la literatura latina, y hasta dieron paso a un género llamado "Simposio" (Simposium), donde se relataban, como en el Satiricón, banquetes y borracheras, que eran las excusas para el diálogo y la reflexión (la filosofía, recordémoslo, no tiene por qué no nacer de la ebriedad; José María Valverde, de hecho, ha escrito sobre la Fenomenología del Espíritu de Hegel que "puede parecer un libro engendrado en una larga borrachera", aunque sabemos que eso es imposible, dadas las opiniones de su autor respecto a la infertilidad del vino). Y no faltan a la causa ni mártires ni santos: aparte de los clásicos romanos y el obvio Bukowski, tenemos aún una larga lista, que incluye nombres tan prestigiosos como los de Poe, Baudelaire, Faulkner, Hemingway, Burroughs, Martín Adán... y el obvio caso del poeta Dylan Thomas, que murió a raíz de una larga serie de vasos de whiskey.

Así que ya lo saben; yo, por mi lado, sigo esperando el día en que se anuncie, al fin, la validez universal del Día de San Baco (claro que no lo haré sin abrir botellas: que la religión no es para tomársela a la broma, joder). Hasta entonces, igual seguimos bebiendo.

lunes, 6 de julio de 2009

De Fellini a Rob Marshall: "Nine"

Hace siete años, Rob Marshall se convirtió en uno de los directores más aclamados del momento con su extraordinaria versión de Chicago, el clásico musical de Broadway, escrito por Bob Fosse. En ella, el deslumbrante despliegue musical y coreográfico (que le valieron seis Óscares, además de otras tantas nominaciones, incluída la de mejor director) demostraron, a la vez, la profunda influencia que recibió de Fosse y la originalidad con que supo reconstruir la obra. Pero Marshall no parece contentarse con ese triunfo, sino que da otro (largo) paso al presentarnos, ahora, su nuevo proyecto titulado Nine, basado nada más ni nada menos que en una de las cintas más geniales y complejas (si no la más) del cine de todos los tiempos: Otto e mezzo, de Federico Fellini.
Creo que no está de más señalar un detalle, como quien dice, al paso. Bob Fosse fue un gran admirador de Fellini: no sólo realizó un musical basado en Las noches de Cabiria, sino que además su película semi-autobiográfica, All that jazz, está inspirada en la técnica y el tono de Otto e mezzo. Para los interesados: All that jazz es una obra maestra, única en su género, el trabajo de un verdadero genio. Y, ahora, su más importante discípulo quiere volverse hacia el maestro de su maestro y adaptar la misma cinta que le inspiró a aquél la que acaso fue su obra cumbre: creo que es inevitable cuestionarse cómo será el resultado.
No voy a negarlo: la primera vez que oí que alguien quería hacer una nueva versión de la película de Fellini, pensé que aquello tenía que ser un desastre: es decir, cualquiera que haya visto Otto e mezzo sabe que es un filme... único, complicado y, definitivamente, genial, capaz de reacciones tan antagónicas como obtener el Óscar a mejor película extranjera y lograr que el público limeño acuchille las butacas del cine ante la impresión de una estafa llena de cortes y sesgos. Pero callé y me decidí a no ser prejuicioso (claro que nadie puede no ser siquiera un poco prejuicioso) y esperar... Al fin y al cabo, creo en la interpretación plural, en la libertad creativa y en la hermenéutica como reconstrucción (es decir, soy un total gadameriano)... pero nunca murió el bicho de la duda: ene el fondo, no podía dejar de decirme que eso tenía que ser un Desastre (así, con "D" mayúscula).
En este preciso instante, sin embargo, desdigo mis prejuicios y, una vez más, encojo los hombros y me mantengo abierto a cualquier posibilidad. Si la única opción de rehacer el Otto e mezzo de Fellini era a través de una perspectiva comepletamente nueva y original, creo que, acaso, Rob Marshall sea capaz de conseguirla; esa sensación, al menos, me ha dejado el trailer de la película. Si lo que ha hecho Marshall es lo que creo que ha hecho (pero me guardo este tipo de especulaciones... al menos hasta que vea la película), entonces sí que podría resultar algo bueno; acaso, hasta algo muy bueno.
En fin, los dejo con el trailer en cuestión, a ver qué opinan. Lo que es yo, estoy más que ansioso por ver la película, y prometo publicar mis impresiones sobre ella ni bien la vea. Hasta entonces, sigamos encogiendo los hombros.


domingo, 5 de julio de 2009

Entrevista a Cees Nooteboom


En algo estamos de acuerdo Iván Thays y yo: el día que le den el Nóbel a Cees Nooteboom, hago una fiesta en su honor, porque es, definitivamente, uno de los mejores escritores vivos, y aún de los de la historia. He encontrado esta entrevista al autor en cuestión en otro blog (antoncastro.blogia.com), y reproduzco aquí un fragmento, pues es más que digna de lectura, y refleja muy bien el tipo de genio y estilo del escritor holandés.


-Tuvo usted una infancia muy peculiar: su padre murió en un bombardeo en 1945, pero antes había salido al balcón a contemplar el teatro de la batalla sentado en una silla.
-Eso fue el inolvidable 10 de mayo de 1940 en que se producía un bombardeo terrible de aviones alemanes. Nosotros vivíamos al lado de un aeropuerto militar y mi padre era un ser curioso. Aunque no lo he conocido muy bien, tendría yo seis o siete años, colocó una silla en el balcón para ver el desorden: los paracaidistas, el fuego sobre Rótterdam en la lejanía. Contemplaba aquello como si fuese un teatro de la devastación, recuerdo que tenía mucho miedo. Miedo. Miedo. Pero después, y es irónico y trágico, en 1945, casi antes del fin de la II Guerra Mundial, murió en un bombardeo inglés sobre La Haya, que era el lugar donde vivíamos. Yo no estaba presente porque en el invierno de 1944 en las ciudades había un hambre atroz y me habían enviado al campo en la campaña donde estaba mi madre. Mi padre se murió, a consecuencia de las heridas, del tétanos, que es una muerte muy terrible.

-Usted, años después, fue a otro teatro de la guerra: a Hungría, invadida por los tanques soviéticos.
-Sí, pero entonces era periodista ya, escritor joven. Me habían invitado a acudir unos amigos. Me habían dicho: “Vamos a la revolución. ¿Quieres venir con nosotros? Debes estar listo en diez minutos”. Aquella visión me cambió la vida y mi visión política: había cuerpos mutilados y muertos en medio de un movimiento de camiones y soldados soviéticos que querían cerrar el país (y lo cerraron durante 30 años) mientras la OTAN y los Estados Unidos permanecían quietos. Eso, y mi estancia en Berlín del Este, cambiaron mi visión política. Fue como si perdiera la inocencia comunista. Discutí muchísimo con mis amigos de izquierda.

-¿Qué quiso ser usted primero: escritor o viajero?
-Las dos cosas. Nunca he sabido las razones de mi pasión por el viaje: me ha pasado. Fue un impulso, el destino. El viaje y la escritura son mi vida. Es así, nunca me lo he propuesto. Y he podido hacer felizmente esa combinación. He escrito novelas, poemas, pero siempre lo he hecho sobre mis viajes. De esta manera he podido hacer económicamente estos viajes, me he ido a Japón, África, Australia o Estados Unidos.

-Creo que con menos de 20 años ya se trasladó en autostop por toda Europa.
-Sí. Entonces eso era posible. Yo había estudiado en distintos colegios, de los que me han expulsaron varias veces, trabajé en un banco y un día le dije a mi madre: “Lo dejo todo. Me marcho de viaje”. Le hablo de 1953 y 1954, en este año fue cuando vine por primera vez a España. En ese momento no había autopistas, se iba muy bien por carreteras secundarias, y ahora con las autopistas es mucho más difícil hacer autostop. De vez en cuando veo a alguien haciéndolo y siento una gran nostalgia, pero ya no soy joven.
(...)
-¿Qué tipo de escritor quería ser usted en los 70 y 80, en ese periodo de consumación y de conquista de la madurez?
-No quiero ser un escritor que cuente anécdotas como ocurre con una parte de la literatura inglesa o norteamericana. Intento que mis textos tengan ironía, reflexión, filosofía; a mí me gustan muchísimo autores como Italo Calvino, Jorge Luis Borges o Vladimir Nabokov, pero soy otro tipo de escritor aunque me gusta mucho su obra. Para mí lo esencial son la meditación y el estilo.
(...)
-Una característica constante de su obra, además de que utiliza varias lenguas siempre o términos en otras lenguas, es que hay una carga cultural muy rica y muy profunda.
-Demasiado dicen algunos.

-¿Quiere decir eso que escribe usted para la elite, que parte en pos de un lector culto, sensible, con un amplio bagaje detrás?
-No puedo evitarlo. Tengo que escribir los libros que escribo, pero yo no creo que sea ningún problema. “La historia siguiente”, que vendió aquí unos pocos miles, en Alemania lo adquirieron 200.000 lectores. Yo no creo que los alemanes sean intelectualmente superiores a los españoles. O a los italianos. Lo que ocurre es que allí he tenido más suerte que en otras partes. Alemania es como mi segunda casa. Recuerdo en una ocasión que Michael Reich-Ranicki, el gran crítico alemán que es responsable del éxito de Javier Marías en el país, me llevó a su programa con cuatro críticos y habló estupendamente de mi obra. Aquello me benefició de manera extraordinaria.
-La historia siguiente aborda otra de sus constantes: el conflicto de identidad. Sus personajes ni saben del todo quienes son ni adonde van.
-Yo admiro a la gente que siempre sabe quien es o adonde va. Hay muchos en la vida real que no lo saben. Y yo también soy unos de ellos. A mí preocupan las cuestiones normales de la vida y las preguntas eternas de la filosofía. Leo mucho filosofía, poesía, cartas y diarios, y poca ficción. Prefiero las cartas de Flaubert que muchas de sus ficciones.
(...)

San Agustín por Heidegger


Borges afirmó en una conferencia sobre el tiempo que ningún hombre sintió ese problema tan profundamente como San Agustín: recuerda sus famosas palabras, cuando el filósofo medieval se pregunta qué es el tiempo: "Si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, lo ignoro". Luego, continúa especulando en torno al problema del tiempo, volviéndose hacia muchos otros autores que lo trataron o ejemplificaron: Platón, Nietzsche, Schopenhauer, J. Bradley, Heráclito... siempre fiel a su genial estilo, a la vez erudito y tímido, con mucho de eso que los ingleses llaman "understatement".

Debo haber leído esta conferencia una veintena de veces; cada vez que la leo, sin embargo, hay una omisión que me molesta: Borges no recuerda, en ningún momento, a otro filósofo que sintió el problema del tiempo no sólo profundamente, sino que lo peribió como fundamental para la comprensión del carácter ontológico de los hombres: ese hombre es Martin Heidegger. (Borges, dicho sea de paso, no pudo omitirlo por ignorancia, pues se sabe, por una mención de su nombre en un ensayo sobre Bernard Shaw, que conocía algo de su obra).

Como lo dije antes, la cuestión del tiempo, para Heidegger, resulta fundamental en el desarrollo de conocimiento y de existencia de los hombres, en niveles ónticos y ontológicos, pues es aquél el que determina las posibilidades existenciarias de "ser en" el espacio, pues es en su devenir donde ha de darse la "cura" (sigo la terminología de la traducción de Gaos; sé que ha aparecido una más precisa, pero aún no he tenido ocasión de leerla), en tanto que es de la concepción que el hombre tiene de sí mismo como un ser temporal que surge la posibilidad de leer la existencia fáctica como un hecho "histórico" (en una línea de tiempo). Además, es en el "ser en el tiempo" que se da la noción de "ser en relación a la muerte", pues la muerte se concibe como un hecho que va a suceder necesaria y, si se quiere, fatalmente, en el futuro.

No sé si mi explicación ha sido clara o coherente: me resulta muy difícil resumir una teoría tan amplia, tan holista, como la de Heidegger; de todos modos, ésta está expuesta en Ser y tiempo; y, de momento, es sobre otra obra que quiero llamar la atención: el Fondo de Cultura Económica ha editado un libro titulado Estudios sobre mística medieval, de Martin Heidegger; éste reúne notas para clases y conferencias y se divide en dos partes: la primera es un análisis de las Confesiones de San Agustín: pocas lecturas he encontrado de una ternura tan fría y exquisita.

Como Borges, Heidegger intuyó que el problema fundamental, para San Agustín, era el del tiempo (una observación que, creo, nadie ha hecho hasta ahora: para contestar qué es el "Ser", Heidegger utiliza la misma respuesta que San Agustín cuando éste se pregunta sobre qué es el tiempo, claro que en una terminología mucho más técina y frívola: el "Ser", nos dice Heidegger, es ónticamente lo más cercano y ontológicamente lo más lejano). Compartiendo en gran medida esta preocupación, Heidegger se lanza a una exégesis de la obra de San Agustín capítulo a capítulo, utilizando la temporalidad como una herramienta de interpretación capaz que llena su análisis de un nuevo sentido, a la vez original y muy rico. Lo que quiero señalar, sin embargo, más allá de la teoría, es el goce que aguarda al lector en estas páginas. Un goce, vuelvo a repetir, frío y técnico, pero que se vuelve sutilmente profundo, cuando uno reconoce la intimidad con que el filósofo alemán trata el asunto. Así pues, les lanzo esta recomendación a todos los interesados; que las lecturas, al fin y al cabo, y aunque uno se arrepienta luego de ellas, nunca están de más.
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